Esta nueva concepción de seguridad adoptada por la OEA en 2003, se sustenta en un concepto omnímodo de los conflictos y situaciones irregulares que producen las sociedades con mayor o menor intensidad, en dependencia fundamentalmente de las formas de y capacidades de gobernar. Este concepto multidimensional nos coloca ante un riesgo de aumento de securitización (WOLA 2005) de los problemas regionales que por lo tanto, plantea la necesidad de incrementar la presencia militar (militarización) para enfrentarlos.
Desaparecida la guerra fría y la amenaza soviética, políticos, militares y los diversos intereses que se mueven alrededor del Pentágono enfrentan una nueva situación en términos de amenazas para la seguridad hemisférica: la dificultad para definirlas y asirlas en un contexto bastante difuso, más difuso que cuando se enfrentaban al enemigo soviético y a la insurgencia comunista, a secas. (Soberón Garrido. La Redefinición de la Seguridad Hemisférica)
El riesgo de una nueva militarización se debe a cuatro factores principales:
- La tendencia histórica de intervención política de las fuerzas armadas durante la vigencia de regímenes autoritarios o en el contexto de conflictos armados o inestabilidad social.
- La “guerra” de EE. UU contra las drogas, que promueve un rol más amplio de las fuerzas armadas en el cumplimiento de la ley.
- Las crisis de los sistemas de seguridad pública que padecen la mayoría de los países de la región.
- La guerra contra el terrorismo lanzada por Estados Unidos, que promueve una definición expansiva y nebulosa del terrorismo, y por ende, aumenta la responsabilidad de las fuerzas militares en combatir el terrorismo en cualquier forma que se exprese.
El incremento de las tasas de criminalidad en los países— los graves problemas de desigualdad que no han sido resueltos por las reformas económicas promovidas por el Consenso de Washington y la corrupción e impunidad del Estado—generan una fuerte demanda social de respuestas eficaces que garanticen niveles tolerables de seguridad y resuelvan el alto grado de conflictividad social. Ante la carencia de políticas de seguridad pública democráticas y eficientes que puedan satisfacer estas demandas, muchos gobiernos han optado por la intervención de las fuerzas armadas.
Es una solución ilusoria que no sólo ha fallado sino que contiene una serie de consecuencias negativas para el fortalecimiento de las instituciones democráticas en la región. La “guerra contra el terrorismo y las democracias populares” en América Latina, por ejemplo, ha tenido impactos tanto directos como difusos. Respecto al impacto directo, este puede rastrearse en el cambio tanto del diseño como la aplicación de políticas nacionales para responder a amenazas a la seguridad—o a otros bienes del Estado. (...)
En su testimonio ante el Congreso estadounidense, en abril del 2004, el entonces jefe del Comando Sur, el General James Hill, planteó que las principales nuevas amenazas que confronta la región son problemáticas de distinta naturaleza como el terrorismo, el narcotráfico, el crimen organizado, las pandillas y las actividades de los movimientos sociales populistas. A estos últimos los denominó “radicalismos populares”, individualizando particularmente al movimiento liderado por Evo Morales en Bolivia. Al hablar de los mecanismos para confrontar estas nuevas amenazas, en particular las pandillas callejeras, el General Hill sostuvo que para muchos países de América Latina era difícil y complejo responder a estos grupos ya que se ubican precisamente en la línea divisoria entre las agencias encargadas de hacer cumplir la ley y las operaciones militares. (General James T. Hill. Posture Statement)
Como corolario de este peligroso panorama de militarización en el subcontinente, se ha constituido el Western Hemisphere Institute for Security Cooperation que asumirá las viejas funciones de la Escuela de Las Américas, para incrementar la presencia militar frente a, según Washington, “la amenaza” de las victorias izquierdistas en la región (AFP, 11 de noviembre de 2006).
(*) Politólogo y colaborador de ContraPunto
Fuente: http://www.contrapunto.com.sv/
II. En "Las vías de la criminalización de la protesta en Argentina"
Maristella Svampa y Claudio Pandolfi señalan: "Desde comienzos de los ´90, el endurecimiento del contexto represivo se tornó visible en el aumento del pertrechamiento de las diferentes fuerzas (policía federal, provincial, gendarmería nacional y prefectura). El ejemplo más elocuente es el de Gendarmería nacional, que pasó del cuidado de las fronteras, al control y represión de los conflictos sociales provinciales, desde 1993 en adelante. A partir de 1994, la violencia de Estado se concretó en fuertes situaciones de represión que se tradujo en el asesinato de manifestantes, en el marco de protestas multisectoriales, de movilizaciones de desocupados (cortes de ruta) y de levantamientos insurreccionales (puebladas).
En este sentido, es necesario consignar que la Argentina de los años ´90 vio emerger nuevos formas de protesta, en su mayor parte caracterizadas por la acción directa, como el corte de ruta (piquete), el escrache (acción de repudio), los levantamientos comunitarios (estallidos sociales y puebladas), entre otros. (...)
En este artículo nos ocuparemos de abordar algunos aspectos del proceso de criminalización de la protesta social, una de las variables configuradoras de la política neoliberal en América Latina, que encuentra particular énfasis en la Argentina. En efecto, en nuestro país el tratamiento represivo del conflicto social ha sido acompañado por un sostenido proceso de judicialización de la protesta, que eleva a más de 4.000 los procesamientos, registrados principalmente en las regiones y provincias más conflictivas. El número de procesamientos muestra que, lejos de ser casuales, éstos forman parte de una política de Estado, expresada a través de una de las divisiones administrativas del poder estatal – la justicia, que actúa en sus diferentes jurisdicciones (provincial y federal, respectivamente).
Desde comienzos de los ´90, el endurecimiento del contexto represivo se tornó visible en el aumento del pertrechamiento de las diferentes fuerzas (policía federal, provincial, gendarmería nacional y prefectura). El ejemplo más elocuente es el de Gendarmería nacional, que pasó del cuidado de las fronteras, al control y represión de los conflictos sociales provinciales, desde 1993 en adelante. A partir de 1994, la violencia de Estado se concretó en fuertes situaciones de represión que se tradujo en el asesinato de manifestantes, en el marco de protestas multisectoriales, de movilizaciones de desocupados (cortes de ruta) y de levantamientos insurreccionales (puebladas). En este sentido, es necesario consignar que la Argentina de los años ´90 vio emerger nuevos formas de protesta, en su mayor parte caracterizadas por la acción directa, como el corte de ruta (piquete), el escrache (acción de repudio), los levantamientos comunitarios (estallidos sociales y puebladas), entre otros. La apertura de un nuevo ciclo de protesta fue desplazando los tradicionales repertorios de acción colectiva, como la huelga y las grandes concentraciones políticas, características del modelo anterior. Entre las nuevas protestas, el formato más difundido es el corte de ruta o piquete, una de las herramientas fundamentales de las organizaciones de desocupados, movimientos que encarnan sin duda la expresión de resistencia más novedosa contra el modelo neoliberal.
La criminalización de las nuevas formas de protesta social En el ámbito urbano, la política de judicialización y criminalización de la protesta social arrancó con los primeros cortes de ruta (piquetes) y puebladas en el sur argentino y norte del país (1996/97). Dichas formas de protesta generarían, desde el punto de vista constitucional, un conflicto de derechos, entre el derecho a peticionar y el derecho a circular. Desde el comienzo, el poder judicial daría muestra cabal de un rechazo a estas nuevas formas de protesta, al establecer juicios muy cuestionables, pronunciándose sin mayor reflexión en favor del derecho de libre circulación. En consecuencia, los cortes de ruta comenzaron a ser tratados prioritariamente como un asunto penal, a través de la aplicación de las figuras previstas por el código penal, particularmente en su artículo 194 referido a la obstrucción de las vías públicas.
Esto se expresaría de manera paradigmática en ciertas provincias del interior, de raigambre feudal, como Salta, en donde los distintos órdenes del poder estatal han venido demostrando una franca hostilidad y ensañamiento hacia la protesta piquetera, a través de la reducción de la nueva “cuestión social”, que tiene por protagonistas a los desocupados, a una “cuestión penal”. Ello ha generado situaciones de verdadero acoso judicial, como lo ilustra el caso de Pepino Fernández dirigente de la Unión de Trabajadores Desocupados de Mosconi, una de las organizaciones piqueteras de mayor trayectoria, sobre quien pesan 76 causas penales.
En esta dirección, el fallo contra la docente M.Schiffrin, en la provincia de Río Negro, resulta emblemático, pues como afirma R.Gargarella (:2004) “simboliza el modo en que el derecho local piensa y reacciona frente a la protesta social”. Aquí, la justicia falló condenando a la nombrada a la pena de tres meses de prisión, cuya ejecución dejó en suspenso, por considerarla “coautora penalmente responsable del delito de impedir y entorpecer el normal funcionamiento de los medios de transporte por tierra y aire”. Además de ello, le impuso como pauta de conducta la “de abstenerse de concurrir a concentraciones de personas en vías públicas de comunicación interjurisdiccionales en momentos en que se reúnan más de diez personas, durante el plazo de dos años”, mostrando con ello su carácter político, pues lo que se apunta a penalizar es cualquier actividad política organizada por un plazo mucho más amplio que la propia pena privativa de la libertad. Dicho fallo fue confirmado por el máximo tribunal penal, la Cámara de Casación Penal, que además sugirió que toda expresión cívica más allá del sufragio podía ser vista como “sediciosa”.
Otro reciente fallo de la misma Cámara (abril de 2004) ilustra la criminalización de la protesta social. La misma revocó un fallo que liberaba a 9 manifestantes del gremio ferroviario “La Fraternidad”, a raíz de una protesta realizada en diciembre de 2001.(...)
El gobierno de Néstor Kirchner ha significado una profundización en la criminalización de la protesta social, como consecuencia del doble discurso que éste sostiene respecto de estos temas: por un lado, afirma una política de “no represión” abierta de la protesta social, reconociendo su legitimidad (en tanto consecuencias de la política neoliberal); por otro lado, lleva adelante una intensa campaña política, a través de importantes funcionarios nacionales y sostenida por los grandes medios de comunicación, que tienen por objeto la deslegitimación de diferentes expresiones de la protesta social, en particular, las protagonizadas por las organizaciones de desocupados, descalificando sus métodos de lucha (el corte de ruta y las movilizaciones).
Este doble discurso ha dado un nuevo impulso a la judicialización del conflicto social, así como ha contribuido a instalar un fuerte rechazo por parte de amplios sectores de la población respecto del sentido general de las protestas sociales. Es necesario decir que el gobierno actual, apenas asumido, se comprometió a tratar una reforma o posible derogación de los tipos penales que colisionan con las nuevas formas de protesta social (el citado art.194 del código penal).
En esta misma dirección, organizaciones sociales como Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional), presentaron proyectos de amnistía para poner fin a los procesamientos.
Sin embargo, a fines de 2003, cuando la relación con las diferentes organizaciones piqueteras volvió a tensarse, el gobierno decidió olvidar los proyectos y optó por manejarse –en palabras del actual ministro del interior, Aníbal Fernández con el “código penal en la mano”. Así, la recurrente judicialización del conflicto piquetero tiende a desdibujar el reclamo esencial de las organizaciones de desocupados, al reducir la protesta a un tipo de acción (el corte de ruta), obturando la percepción y valoración de aquellas otras dimensiones que constituyen la experiencia, esto es, el trabajo comunitario en los barrios así como el desarrollo de nuevas prácticas políticas, asociadas a la dinámica asamblearia (Svampa y Pereyra: 2004) .
Las consecuencias que tales posicionamientos han tenido sobre la judicialización de la protesta son notorias. Así, en sintonía con el poder político, los jueces han comenzado a actuar de oficio, como sucedió recientemente en la causa contra R.Castells, dirigente del controvertido Movimiento de Desocupados y Jubilados (MIJD), acusado de extorsión por haber solicitado ayuda alimentaria, en ocasión de la toma de un casino provincial, pese a que la parte afectada no había denunciado el hecho. Asimismo, algunos jueces y fiscales han abierto, también de oficio, investigaciones que, lejos de perseguir delitos comunes, muestran la intencionalidad de hostigar judicialmente la actividad política de sectores que se manifiestan opositores al status quo (derivando así en medidas de investigación, seguimiento y control sobre diversas agrupaciones piqueteras, como ha sucedido con la organización independiente Movimiento Teresa Rodríguez, luego de que ésta realizara un resonante escrache a las oficinas de RepsolYPF, en junio de 2004).
Otra de las tácticas implementadas es el agravamiento de las imputaciones vertidas hacia los manifestantes. Si al inicio de las protestas masivas, las imputaciones resultaban ser por delitos menores, de los llamados correccionales (atentado y resistencia a la autoridad, obstrucción del tránsito o similares), con el transcurso de los años éstas fueron alcanzando mayor gravedad. En la actualidad, en la mayoría de los casos se les imputa a los detenidos delitos criminales, no excarcelables, como la coacción agravada, privación ilegítima de la libertad, sedición y similares, apuntando a transformar la detención en prisión preventiva.
Asimismo, en forma silenciosa se está instrumentando una judicialización de las segundas líneas de las organizaciones sociales, mediante denuncias anónimas o provenientes de funcionarios de la administración pública. Estas denuncias, por lo general, vinculadas a “supuestos” manejos fraudulentos de los planes sociales se canalizan, a través de funcionarios municipales. En la mayoría de los casos tales denuncias terminan siendo desechadas por falta de pruebas o porque los propios denunciantes nunca se presentan ante la justicia a ratificar sus dichos.
Fuente: http://www.maristellasvampa.net /archivos/ensayo16.pdf
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