Trump, un cambio de estrategia del capitalismo
14 de diciembre de 2016
14 de diciembre de 2016
Por
Antonio Lorca Siero (Rebelión)
Desde la época del capitalismo burgués, el ejercicio político
prácticamente ha sido encomendado a profesionales de la política, salvo
en casos puntuales que surgen como anécdota, simplemente para alimentar
la voluntad de poder individual, no satisfecha con la distinción basada
en la pertenencia a la clase superior. El capitalismo ha dirigido los
hilos durante siglos, situándose en la trastienda del negocio, a través
de empleados fieles a la doctrina, permitiendo que vuelen libremente
dentro de los límites fijados por el sistema. La cuestión es que, si
gozan de un cierto grado de libertad positiva y habida cuenta del
significado asignado al ejercicio del poder oficial, ¿no sucederá que
acaben por gobernar con independencia? Para evitarlo, ya desde aquella
época, se construyeron dos sólidas limitaciones al ejercicio de la voluntad
de poder -antes había una
meramente simbólica, a la que Maquiavelo llamó razón de Estado-,
se trataba del sometimiento a las normas del ordenamiento
jurídico y pasar por el sufragio periódico -no necesariamente por sus
resultados-. Con lo que la posibilidad de caminar por libre se
estrechaba.
Por otra parte, el arraigo del sentido institucional frente al
personalismo, convirtió al Estado en soberano del ejercicio político, es
decir, en empleador de los políticos. De ahí que su actividad se haya
centrado, primero, en acceder a un puesto en el organigrama mediante la
lucha de partidos y, segundo, en hacerlo vitalicio. En contraprestación
se les abona un salario digno. El acceso responde a las estrategias
ideológicas propias de la lucha política, con la mirada puesta en el
ejercicio del poder. La conservación pasa por la habilidad del individuo
para reaccionar ante las circunstancias cambiantes y adaptarse a ellas.
De todo esto le queda el poder personal residual que aún permite
satisfacer la voluntad de poder. En tales condiciones, la actividad del
político aparece definida en términos de burocracia, su patrón es el
Estado, los individuos, sus administrados u objeto sobre el que ejerce
el poder, mientras que el capitalismo y las masas se definen en el
sistema como sus jefes. No hay que dar al término burócrata un sentido
peyorativo porque no lo tiene, ya Weber dejó meridianamente claro que
burocracia en sentido
técnico, si bien acusa el problema de la lentitud, suele ser segura
y eficaz.
La
política burocratizada viene siendo la representación de la tendencia
seguida por la política práctica a lo largo de los dos últimos siglos,
auspiciada por un capitalismo centrado en dirigir la actividad
económica, pero en el presente parece intuirse un cambio de postura por
parte del capitalismo dirigente. Una de las causas que se puede apuntar
es que el proyecto de mundialización de la economía, en el que el
capitalismo basa sus recursos, se ha desbordado de los cauces previstos.
El vender y especular sin limitaciones, arrasando cuanto se presenta
como obstáculo o explotando lo que pueda ser objeto de explotación, ha
llevado al capitalismo a entregarse a la irracionalidad desde el punto
de vista de los espectadores, aunque sea simple racionalidad para sus
intereses. Las masas reclaman regulación, y la burocracia de los Estados
hegemónicos, influenciada, de un lado, por el interés electoral y, de
otro, por la conservación del estatus político, ha mostrado cierta
disposición a llevarla a la práctica. Esto supone aumentar las funciones
del aparato estatal. Tales funciones han superado las primitivamente
asignadas al Estado guardián del orden, asumiendo demasiadas
competencias con la creación del Estado benefactor, todavía más al
ascender a la condición de Estado moderador. La consecuencia para la
política es que maneja un operativo colmado de funciones, lo que deriva
en un incremento de ese poder
residual.
En la política global, basada en la publicidad empresarial y la cultura industrializada, de la que hablaba Habermas, se ha recaído en la práctica de las creencias, frente a las tesis de racionalidad y utilidad que estableció el capitalismo. Pero las masas, aun contando con la ilustración dirigida desde la propaganda gubernamental, a veces despiertan del letargo, movidas por la realidad existencial que, por otra parte, no le interesa gran cosa al gran patrón si no ofrece rendimiento directo. Tal es el caso de tener que compartir la tarta del bienestar con extraños en el plano nacional. Si el tema se airea y azuza por los ideólogos contestatarios -ahora se llaman de derechas-, que aspiran a ocupar posiciones en el organigrama estatal como ejercientes del poder, aparecen los primeros signos de oposición a la política oficial. En definitiva de lo que se trata, primero, es de tener los beneficios derivados de la globalización, siempre que sean directamente perceptibles para el Estado-nación y no se dilapiden por el Imperio; segundo, se exige que tales beneficios repercutan sólo en los nacionales -estar fuera para lo malo y dentro para lo bueno-. La crisis de la idea imperial dirigida por la burocracia tiene un primer exponente práctico en los resultados del brexit. Aunque sin duda calculada por el capitalismo, a la política le cogió por sorpresa y ha dejado tocado una parte del poder residual asumido con la práctica del neoliberalismo, pero el capitalismo aspira a más que una simple llamada de atención a la política burocratizada.
Parece que el capitalismo no está por la labor de dejarse conducir por veleidades políticas de los que basan su poder en la dependencia de la nómina estatal. Inevitablemente la acción tiene que partir del Estado hegemónico desde el que se ejerce la realidad imperial, sede de la elite del poder capitalista, para que surta efectos a nivel global. Sus nacionales han votado y al final han descubierto el resultado de la votación. Estamos ante esa realidad dominante expresada en el caso Trump, en el que el capitalismo ha bajado a la arena política y ha descolocado a la política oficial. En primer término, ha situado en la escena electoral a uno de los suyos, un capitalista de clase, es decir, ya no se trata del político profesional asalariado del sistema, sino de un representante directo del poder real. Para reafirmar su posición como capitalista, el presidente electo no oculta su condición y la confirma renunciando a su salario como futuro presidente de USA e incluso, ya por una cuestión de imagen, deja aparcada su condición de capitalista ejerciente en tanto mantenga la presidencia. Finalmente, su equipo se nutre de aquello que Wright Mills llamaba la elite del poder. El capital que se decía estaba con su rival político, resulta que ahora celebra en Wall Street, como nunca lo ha hecho, el triunfo del candidato elegido. Pese a lo dicho, no puede evitarse que surja una duda ¿será realmente un cambio de estrategia del capitalismo para poner orden frente al avance de la burocracia política del Imperio?
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