15 de diciembre de 2016

I. A quince años del 19y20, la democracia representativa patentiza el capitalismo y no, el electorado.


Trump, un cambio de estrategia del capitalismo
14 de diciembre de 2016
 
 
 
Por Antonio Lorca Siero (Rebelión)
Desde la época del capitalismo burgués, el ejercicio político prácticamente ha sido encomendado a profesionales de la política, salvo en casos puntuales que surgen como anécdota, simplemente para alimentar la voluntad de poder individual, no satisfecha con la distinción basada en la pertenencia a la clase superior. El capitalismo ha dirigido los hilos durante siglos, situándose en la trastienda del negocio, a través de empleados fieles a la doctrina, permitiendo que vuelen libremente dentro de los límites fijados por el sistema. La cuestión es que, si gozan de un cierto grado de libertad positiva y habida cuenta del significado asignado al ejercicio del poder oficial, ¿no sucederá que acaben por gobernar con independencia? Para evitarlo, ya desde aquella época, se construyeron dos sólidas limitaciones al ejercicio de la voluntad de poder -antes había una meramente simbólica, a la que Maquiavelo llamó razón de Estado-, se trataba del sometimiento a las normas del ordenamiento jurídico y pasar por el sufragio periódico -no necesariamente por sus resultados-. Con lo que la posibilidad de caminar por libre se estrechaba.


Por otra parte, el arraigo del sentido institucional frente al personalismo, convirtió al Estado en soberano del ejercicio político, es decir, en empleador de los políticos. De ahí que su actividad se haya centrado, primero, en acceder a un puesto en el organigrama mediante la lucha de partidos y, segundo, en hacerlo vitalicio. En contraprestación se les abona un salario digno. El acceso responde a las estrategias ideológicas propias de la lucha política, con la mirada puesta en el ejercicio del poder. La conservación pasa por la habilidad del individuo para reaccionar ante las circunstancias cambiantes y adaptarse a ellas. De todo esto le queda el poder personal residual que aún permite satisfacer la voluntad de poder. En tales condiciones, la actividad del político aparece definida en términos de burocracia, su patrón es el Estado, los individuos, sus administrados u objeto sobre el que ejerce el poder, mientras que el capitalismo y las masas se definen en el sistema como sus jefes. No hay que dar al término burócrata un sentido peyorativo porque no lo tiene, ya Weber dejó meridianamente claro que burocracia en sentido técnico, si bien acusa el problema de la lentitud, suele ser segura y eficaz.
La política burocratizada viene siendo la representación de la tendencia seguida por la política práctica a lo largo de los dos últimos siglos, auspiciada por un capitalismo centrado en dirigir la actividad económica, pero en el presente parece intuirse un cambio de postura por parte del capitalismo dirigente. Una de las causas que se puede apuntar es que el proyecto de mundialización de la economía, en el que el capitalismo basa sus recursos, se ha desbordado de los cauces previstos. El vender y especular sin limitaciones, arrasando cuanto se presenta como obstáculo o explotando lo que pueda ser objeto de explotación, ha llevado al capitalismo a entregarse a la irracionalidad desde el punto de vista de los espectadores, aunque sea simple racionalidad para sus intereses. Las masas reclaman regulación, y la burocracia de los Estados hegemónicos, influenciada, de un lado, por el interés electoral y, de otro, por la conservación del estatus político, ha mostrado cierta disposición a llevarla a la práctica. Esto supone aumentar las funciones del aparato estatal. Tales funciones han superado las primitivamente asignadas al Estado guardián del orden, asumiendo demasiadas competencias con la creación del Estado benefactor, todavía más al ascender a la condición de Estado moderador. La consecuencia para la política es que maneja un operativo colmado de funciones, lo que deriva en un incremento de ese poder residual.

En conclusión, ponderando su dependencia electoral y las atribuciones asumidas, empieza a ser un riesgo para el capitalismo, aunque todo su funcionamiento esté en manos del capital financiero. Como el eje de la política, los partidos, depende para su financiación del capital -entre otras dependencias que no es menester considerar ahora-, en este punto no habría problemas de fidelidad. Sin embargo, los mismos argumentos que en su día surgieron para limitar la voluntad del poder -el Derecho y la democracia representativa-, hoy se presentan como obstáculos para el capitalismo. La racionalidad jurídica no puede ser disfrazada, tiene que descender al terreno real, donde encuentra las bases para su funcionamiento, y aquí se exige poner límites a la sinrazón capitalista. Las masas, conforme progresan en calidad de vida, se vuelven menos tolerantes en algunos puntos y reclaman, además de bienestar, coherencia. Ambos resultan ser un problema que pesa sobre la dependencia a través de la financiación, porque son un componente decisivo a los efectos de mantenerse en activo como político percibiendo la nómina mensual y obteniendo los réditos personales del ejercicio del poder residual. En conclusión, la política burocratizada ya no tiene motivos para ser servil en exclusiva con el capitalismo, porque seguramente ponderen más los resultados de las urnas que el dinero.
En la política global, basada en la publicidad empresarial y la cultura industrializada, de la que hablaba Habermas, se ha recaído en la práctica de las creencias, frente a las tesis de racionalidad y utilidad que estableció el capitalismo. Pero las masas, aun contando con la ilustración dirigida desde la propaganda gubernamental, a veces despiertan del letargo, movidas por la realidad existencial que, por otra parte, no le interesa gran cosa al gran patrón si no ofrece rendimiento directo. Tal es el caso de tener que compartir la tarta del bienestar con extraños en el plano nacional. Si el tema se airea y azuza por los ideólogos contestatarios -ahora se llaman de derechas-, que aspiran a ocupar posiciones en el organigrama estatal como ejercientes del poder, aparecen los primeros signos de oposición a la política oficial. En definitiva de lo que se trata, primero, es de tener los beneficios derivados de la globalización, siempre que sean directamente perceptibles para el Estado-nación y no se dilapiden por el Imperio; segundo, se exige que tales beneficios repercutan sólo en los nacionales -estar fuera para lo malo y dentro para lo bueno-. La crisis de la idea imperial dirigida por la burocracia tiene un primer exponente práctico en los resultados del brexit. Aunque sin duda calculada por el capitalismo, a la política le cogió por sorpresa y ha dejado tocado una parte del poder residual asumido con la práctica del neoliberalismo, pero el capitalismo aspira a más que una simple llamada de atención a la política burocratizada.

    Parece que el capitalismo no está por la labor de dejarse conducir por veleidades políticas de los que basan su poder en la dependencia de la nómina estatal. Inevitablemente la acción tiene que partir del Estado hegemónico desde el que se ejerce la realidad imperial, sede de la elite del poder capitalista, para que surta efectos a nivel global. Sus nacionales han votado y al final han descubierto el resultado de la votación. Estamos ante esa realidad dominante expresada en el caso Trump, en el que el capitalismo ha bajado a la arena política y ha descolocado a la política oficial. En primer término, ha situado en la escena electoral a uno de los suyos, un capitalista de clase, es decir, ya no se trata del político profesional asalariado del sistema, sino de un representante directo del poder real. Para reafirmar su posición como capitalista, el presidente electo no oculta su condición y la confirma renunciando a su salario como futuro presidente de USA e incluso, ya por una cuestión de imagen, deja aparcada su condición de capitalista ejerciente en tanto mantenga la presidencia. Finalmente, su equipo se nutre de aquello que Wright Mills llamaba la elite del poder. El capital que se decía estaba con su rival político, resulta que ahora celebra en Wall Street, como nunca lo ha hecho, el triunfo del candidato elegido. Pese a lo dicho, no puede evitarse que surja una duda ¿será realmente un cambio de estrategia del capitalismo para poner orden frente al avance de la burocracia política del Imperio?

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