Debatir
Venezuela… Debatir el “ciclo progresista”
Extractivismo y dialéctica de la dependencia
2 de agosto de 2017
2 de agosto de 2017
Por
Horacio Machado Aráoz
(Rebelión)
“La construcción del socialismo es para nosotros razón de vida (…)
No se trata sólo hoy ya de un impulso político, moral, ético,
ideológico. Se trata, mucho más que eso, de salvar la vida en este
planeta. Porque el modelo capitalista, el modelo desarrollista, el
modelo consumista que desde el Norte han impuesto al mundo, está
acabando con el planeta Tierra”.
(Comandante Hugo Chávez, cumbre contra el ALCA, Mar del Plata,
Noviembre de 2005)
Para nosotros es claro que el proceso bolivariano
constituye la enunciación más radical y potente del ciclo de
movilizaciones y luchas populares que irrumpieron en nuestra región para
fracturar lo que hasta entonces era la monolítica geografía política del
neoliberalismo. Si en algunos países esas luchas fueron dinamizadas y
sostenidas por movimientos sociales fuertes y arraigados, en Venezuela
ese proceso hubiera sido inimaginable sin la descomunal fuerza
carismática y el liderazgo disruptivo del comandante Chávez. No perdamos de vista que ese histórico proceso
insurgente en Nuestra América/Abya Yala se levantó no sólo para impugnar
el ‘orden’ neoliberal, sino para cuestionar y poner en crisis el propio
capitalismo, como proyecto civilizatorio colonial-occidentalocéntrico,
impuesto como modelo presuntamente único, universal, a seguir y
alcanzar.
Y -a
diferencia de la suerte que estos procesos corrieron en otros países, a
diferencia del resto de los gobiernos progresistas y el oficialismo de
‘izquierda’ circundante-, el movimiento bolivariano nunca olvidó ni dejó
de tener como horizonte la construcción del “socialismo del siglo XXI”.
A nuestro entender, la
gran osadía de Chávez (la del chavismo) fue la de haber encarnado la
convicción política de la necesidad histórica de construir un horizonte
social radicalmente post-capitalista, como única salida para nuestros
pueblos. Volver a hablar de la revolución, en serio, en términos
realistas y sin ambages, como proyecto histórico y como programa de
gobierno; encima, en pleno apogeo de la era de la resignación
posmoderna/neoliberal… Y, decisivamente, haber
hecho de la revolución -así concebida radicalmente como un movimiento
histórico de superación del capitalismo-, no una entelequia, sino un
proyecto político popular, masivo, abrazado y asumido por millones de
cuerpos humanos vivientes, dentro y fuera de Venezuela, y más allá de
nuestro continente, una fuerza históricamente actuante en pleno siglo
XXI, en eso consiste la grandeza de su figura y el carácter perenne
y vigente de su legado.
Por eso mismo, el chavismo en particular, el
movimiento bolivariano más abarcativamente, no pueden ser reducidos ni
asimilados a lo que hoy es y representa el actual gobierno venezolano.
Si bien sería inconcebible sin el liderazgo de Chávez y si bien también
fue predominantemente gestado desde el Estado (lo cual forma parte de
los problemas), nos parece fundamental ver y reconocerlo como un proceso
histórico colectivo que ha trascendido a sus gestores y que hoy va más
allá de quienes se atribuyen la responsabilidad de “dirigirlo” desde el
gobierno estatal. Hablamos
de un proceso y un movimiento mucho más denso y complejo que ha hecho de
la construcción del socialismo del siglo XXI su horizonte de sentido
histórico, su proyecto político y núcleo identitario.
Por eso mismo también, lo que está en debate en torno al “caso
venezolano” excede largamente la escala espaciotemporal de los próximos
años en ese país, e incluso de las próximas décadas en la región y en el
mundo. En función de la increíble condensación y nucleamiento de
energías revolucionarias que el proyecto bolivariano ha concitado, lo
que resulte de él afectará, para bien o para mal, las posibilidades
transformativas de los pueblos a nivel del sistema-mundo.
Por eso será
vital lo que seamos capaces de rescatar y de sostener de ese proceso.
Ahora bien, ese desafío no tiene nada que ver con “sostener a como
dé lugar, el gobierno de Maduro”, sino con la necesidad de re-pensar
profundamente esta experiencia y aprender de ella, para recuperar y
fortalecer a futuro las capacidades colectivas de transformación
radical. Inspirándonos en las potencialidades emancipatorias que ha
abierto,
hoy más que nunca, necesitamos hacer los aprendizajes
históricos de este proceso; ser capaces de ver sus equívocos y sus
puntos ciegos, para -a partir de allí- re-encauzar el rumbo de nuestras
luchas y redefinir el horizonte de nuestros sueños. Porque lo que está
en juego no es apenas una cuestión de “cambios de gobierno”, sino de transformación
civilizatoria.
En ese sentido, como venimos insistiendo desde
diversos movimientos y colectivos para quienes
la aspiración de un cambio revolucionario,
de un horizonte civilizatorio postcapitalista, es más que un deseo
político, una necesidad histórica de supervivencia de la especie, el
punto ciego determinante del proceso bolivariano -la falla insalvable
del “ciclo progresista”- ha sido la cuestión del (mal llamado y peor
entendido) «extractivismo» [1].
Siembra de petróleo… Cosecha de tempestades.
“Somos
una casa invadida por las termitas. Por fuera, todo se mira bien. Ahora
se construye mucho, se hacen grandes carreteras con el dinero del
petróleo, se hará mañana una gran ciudad, hasta cambiarán por otra a
nuestra Caracas, pero la procesión va por dentro, hijo. El suelo se
sostiene sobre el aire. El corazón de la tierra ha sido perforado, y a
medida que sacan el petróleo, queda vacío. Se va la soberanía y con el
dinero vienen los vicios…”. (Mario Briceño Iragorry, “Los Riberas”,
1957) [2]
A esta altura de los acontecimientos, ante el
panorama desolador del descalabro socioeconómico y político que está
viviendo la sociedad venezolana, pocas dudas caben que el error
histórico del Chavismo (acá enunciado como conjunto de políticas
aplicadas desde la gestión gubernamental del Estado)
ha sido la
continuación y profundización de esa forma extrema de los regímenes
extractivistas que constituye el rentismo petrolero.
Pese al carácter históricamente extraordinario de su liderazgo, la siembra
de Chávez, fue en gran medida, mal que nos pese, siembra
de petróleo[3] . La
revolución bolivariana ha sido inicialmente detonada como una gran siembra
de petróleo y, a pesar de todas las advertencias en contra, el
proceso bolivariano -en su curso fundamental- no ha logrado salirse de
la inercia histórica de una sociedad, una economía y una estructura de
poder asentada sobre esa letal trampa. En el ejercicio del gobierno, el chavismo no ha sido capaz de modificar un ápice la matriz petro-dependiente
de la economía venezolana; al contrario,
a lo largo de casi dos décadas que lleva en el control del Estado,
ha intensificado y profundizado a
niveles insólitos la dependencia del funcionamiento general de la
sociedad de las exportaciones petroleras [4] .
Por cierto, el proceso bolivariano no puede ser reducido a sólo una
apropiación y redistribución estatalista de la renta petrolera. Para
bien y para mal, ha sido y ha implicado mucho más que eso.
Pero ha sido
justamente el nervio principal del proceso, y se trata, por tanto, del
problema de fondo.
De un lado, la redistribución de la renta petrolera ha sido el mecanismo que
en lo inmediato permitió en su momento, una tan necesaria como urgente
reparación histórica de una larga cadena de privaciones, humillaciones y
ultrajes acumulados en los cuerpos de los sectores populares. Ese acto
de reparación dinamizó un vigoroso proceso de movilización y concientización política que, en definitiva, fue la
base del poder popular y la energía revolucionaria insurgente que
caracterizó al chavismo, sobre todo en su primera etapa.
Del otro lado, sin embargo,
lo que
debiera haber sido un punto de partida transitorio, se fue constituyendo
en un factor cada vez más importante y condicionante, que terminó
obnubilando el rumbo del proceso. Si bien permitió “salir de la pobreza
a millones de pobres”, la fenomenal redistribución de la renta petrolera
realizada por el chavismo -hasta antes de la crisis de la cotización
internacional del crudo-, lejos de ir abriendo paso a las
transformaciones radicales (económicas, políticas y culturales) que
implicaba ir progresivamente dejando atrás una formación social
capitalista-dependiente (por caso, la reapropiación colectiva de los
procesos y medios de producción, cambios a nivel de las fuerzas
productivas y mediaciones tecnológicas, de la orientación, el sentido y
los valores sociales que regulan los procesos económicos, en fin, de
cambios a nivel de las subjetividades que -como productores y
consumidores- agencian la (re)producción material de la sociedad en su
conjunto), fue, por el contrario, abriendo las puertas del infierno.
La pretendida “dignificación popular a través de
la renta petrolera” derivó, en el seno de la revolución bolivariana, en
el “renacimiento del Petro-Estado Desarrollista” (Terán Maontovani,
2014). Se terminó alentando la fantasía de
la socialización
del consumismo importador como
presunta vía de salida de la opresión histórico-estructural.
Y esa fantasía duró poco; duró lo que duraron las altas cotizaciones
internacionales del crudo. Sus efectos perversos, en cambio, serían
profundos y duraderos; cada vez más gravosos, hasta llegar a la actual
situación de debacle y crisis terminal generalizada.
La mentada “guerra económica” a la que alude el
oficialismo para explicar la actual situación de caos social y económico
que se vive, no es producto de planes desestabilizadores de la derecha,
ni tampoco de las impericias políticas del actual gobierno. Aunque estos
factores están operando y contribuyen a agravar aún más la crisis, no
son por sí mismos suficientes para dar cuenta de ella. Más allá de las
maniobras conspirativas de la oligarquía interna, de la hartera
injerencia norteamericana, y más allá de la corrupción, la ineficiencia
que atraviesan al gobierno de Maduro, el desabastecimiento de bienes
básicos, la falta de alimentos, de medicamentos y de otros productos
elementales para la vida cotidiana, la generalización de la
especulación, el contrabando, los mercados paralelos y la proliferación
de la economía delictual, etc.,
son síntomas extremos de cómo en las dos últimas décadas el
rentismo petrolero ha erosionado el tejido productivo interno y hasta el
suelo mismo de la sociabilidad.
A esta altura de los acontecimientos, es claro
que el problema no es (sólo) quién siembre,
sino también cómo siembra
y, fundamentalmente qué
siembra.
La “indigestión de divisas” como advirtiera emblemáticamente el “Padre
de la OPEP”, terminó una vez más, hundiendo
a la sociedad venezolana en “el excremento del diablo” (Pérez
Alfonzo, 1976). Y no es sólo que, como ya fuera advertido por una gran
cantidad de lúcidos economistas de la región, que la “inundación de
divisas” está asociada inexorablemente a una serie de graves
alteraciones monetarias y macroeconómicas (depreciación de la moneda
nacional, presiones inflacionarias internas, incremento del consumo de
bienes finales importados y sustitución de la producción interna vía
importaciones, fuga de divisas, endeudamiento externo, incentivos a
mecanismos de corrupción en el sector público y privado); lo que Alberto
Acosta (2009) caracterizó como “la maldición de la abundancia”. Es,
además, que esos problemas no son sólo “económicos”, sino que tienen
graves y peores connotaciones o dimensiones políticas y culturales.
En el curso de la “revolución bolivariana” se
fue dando una desproporción manifiesta y creciente entre el “desarrollo”
(expansión del consumo interno y de la infraestructura pública bajo los
patrones de consumo y usos sociales preexistentes) vía políticas
redistributivas estadocéntricas y petrodependientes, respecto de las
políticas de impulso de economías populares alternativas, medios de
producción y emprendimientos productivos bajo el control y al servicio
de la ampliación de las capacidades autonómicas de producción y
satisfacción de necesidades vitales. La
“economía de las grandes Misiones” no sólo le ganó por lejos a la
“economía de las Comunas”, sino que terminó asfixiando y aplastando
estructuralmente todo lo que de allí podría haber germinado en
términos de poder económico y político popular, autogestión solidaria,
concientización ecológico-política, consumo responsable, comercio justo,
expansión y valorización de la economía del cuidado, igualdad de género
en las condiciones de producción, en fin, soberanía alimentaria, hídrica
y energética, justicia ambiental. La economía de las Comunas fue
resultando un pequeño conjunto de islotes con diferentes grados de
vulnerabilidad, sin capacidad real para el abastecimiento interno
autonómico, en un mar de consumismo importador
moldeado bajo los
patrones hegemónicos de “estándares de vida” del mercado mundial.
Si económicamente esto gatilló un dispositivo
en el que cada nueva cuota de “redistribución del ingreso”
paradójicamente iba a la hoguera de las importaciones, quemando así
posibilidades y capacidades productivas endógenas y, por tanto,
atentando contra una sustentabilidad básica del proceso, políticamente
la siembra de petróleo vía las Misiones fue erosionando desde su propia
base material, el crecimiento del poder autogestionario, la soberanía
económica popular, la democratización y descentralización de los
procesos de toma de decisiones (económicas y políticas en general), los
mecanismos de autogobierno, democracia directa y participativa. La
redistribución de la renta petrolera, lejos de fortalecer el poder
popular, fue un poderoso dispositivo de acentuación de la (vieja) matriz
burocrática, verticalista y centralizada del Estado. En lugar de avanzar
en la socialización/comunalización, la gestión/ producción de la Vida en
Común fue concentrándose cada vez más en una élite(vale decir, en
una minoría privilegiada; aunque se diga “revolucionaria”). Están ahí
puestas las bases para la arbitrariedad, los abusos del poder y la
corrupción generalizada.
Esto que fuera tempranamente advertido por diversos estudiosos del
“problema venezolano” (Juan Pablo Pérez Alfonzo, Rodolfo Quinteros,
Orlando Araujo, Fernando Coronil, Edgardo Lander, entre otros) volvió a
resurgir como maleza en el suelo mismo de la revolución bolivariana.
Como señala Terán Mantovani: “El
tipo de esquema de poder asimétrico y monopolizado que conforma la
estructura del Petro-Estado y la economía rentista en general, determina
que los procesos políticos de distribución de la renta produzcan y
reproduzcan la polarización y estratificación social, en la cual el
pueblo aparece como altamente dependiente respecto de las élites
políticas y económicas. Por un lado, los nuevos gestores de la ‘siembra
del petróleo’ son envueltos por esta marejada de petrodólares. Se
produce un ensanchamiento del Estado y de la ilusión de “desarrollo”,
motorizada por la renta, lo que a su vez nos ha llevado a la formación
de una nueva burguesía corporativa en el seno de la Revolución
bolivariana, que mantiene una relación contradictoria con su pueblo
aliado” (2014: 15).
Por fin,
culturalmente, los efectos perversos de la “siembra de petróleo”
sobre las subjetividades y las sociabilidades son tanto o más ruines que
los ya mencionados. Como ha sido largamente señalado y a estas alturas
es o debiera ser algo obvio, el consumo (bajo las pautas hegemónicas
vigentes) funciona como el gran útero de gestación y reproducción de
subjetividades capitalistas. Si algo define al capitalismo neoliberal es
su mutación como régimen de consumo, más que de producción:
estamos ante
un sistema cuya dinámica funciona menos como un “modo de producción de
objetos-mercancías” que como un “modo de producción de
sujetos-mercantilizados/mercantilizables”. La expansión del consumismo
de mercado es algo absolutamente contraindicado para impulsar, siquiera
sostener, el más mínimo esfuerzo o voluntad social transformadora; es el
máximo depredador de las energías revolucionarias.
En el caso del proceso bolivariano, esto no fue una excepción. La
siembra de petróleo infectó esferas cada vez más amplias de la vida
social con la letal toxina de la mercantilización.
Extractivismo progresista, ¿post-neoliberal
y anti-imperialista?
“Para
luchar contra el imperialismo es indispensable entender que no se trata
de un factor externo a la sociedad nacional latinoamericana, sino por el
contrario, forma el terreno en el cual esta sociedad hunde sus raíces y
constituye un elemento que la permea en todos sus aspectos”. (Ruy Mauro
Marini, Prefacio a la 5° edición de “Subdesarrollo y revolución”, 1974).
Lo que señalamos para el caso bolivariano -la
expresión de la voluntad política más audaz y ambiciosa del último ciclo
de rebeliones populares en NuestraméricaAbyayalense-, es perfectamente
aplicable a todos y a cualquiera de las experiencias de los gobiernos
progresistas del reciente ciclo. Las razones de la profunda crisis que
hoy se cierne sobre Venezuela son en gran medida las razones del ocaso y
del “fin de ciclo progresista”. Por cierto, con matices, pero sin
diferencias en lo fundamental, lo dicho y analizado sobre el rentismo
petrolero es válido para la soja, la pasta de celulosa, el cobre, el
litio, el hierro, la palma aceitera, en fin, para cualquier commodity.
El capitalismo, desde sus orígenes hasta la fecha, se ha caracterizado
por sembrar en sus periferias países-commodities,
economías coloniales que le abastecen los imprescindibles subsidios
ecológicos que precisa para alimentar la voracidad insaciable del
“molino satánico” (Polanyi, 1949) de la acumulación sin fin/como fin en
sí mismo.
Estamos hablando en todos los casos de la
configuración de regímenes extractivistas, de los cuales, (tratándose
del excremento del diablo), el extractivismo petrolero es el peor y más
extremo de los modelos. Así, el gran yerro no sólo de los conductores
estatales del proceso bolivariano, sino de las experiencias de los
gobiernos progresistas en general, fue haber pretendido pensar y/o
construir una sociedad más justa, más igualitaria y más democrática
sobre la base de la profundización del extractivismo.
Pretender “salir del neoliberalismo”, luchar contra el
“imperialismo”, peor incluso, proyectar “la revolución” o impulsar un
“proceso revolucionario” mediante la intensificación del extractivismo
es el más absurdo oxímoron político que nos ha legado el fallido ciclo
progresista en América Latina .
Sencillamente,
porque el
extractivismo no es una característica pasajera de una economía
nacional, sino que da cuenta de una función
geometabólica del capital, fundamental e imprescindible para el
sostenimiento continuo y sistemático de la acumulación a escala global.
“Extractivismo” no se circunscribe a las economías
primario-exportadoras, sino que refiere a
esa matriz de relacionamiento histórico
estructural que el capitalismo como sistema-mundo ha urdido desde sus
orígenes entre las economías imperiales y “sus” colonias; se trata de
ese vínculo ecológico-geográfico, orgánico, que “une” asimétricamente
las geografías de la pura y mera extracción/expolio, con las geografías
donde se concentra la disposición y el destino final de las riquezas
naturales.
La apropiación desigual del mundo, la concentración del poder de control
y disposición de las energías vitales, primarias (Tierra/materia) y
sociales (Cuerpos/trabajo), en manos de una minoría, a costa del despojo
de vastas mayorías de pueblos, culturas y clases sociales, eso es lo que
el extractivismo asegura y hace posible.
En definitiva,
este fenómeno da cuenta de la dimensión
ecológica del
imperialismo, como factor fundamental y condición de posibilidad
material del sostenimiento del sistema capitalista global. La economía
imperial del capital ha precisado -como condición histórico-material de
posibilidad- la constitución de regímenes
extractivistas para poder
afianzarse y expandirse hegemónicamente como sistema-mundo. Nuestro continente “nació” (fue, en realidad,
violentamente incrustado al naciente sistema-mundo) como producto de un
zarpazo colonial que nos constituyó, desde fines del siglo XV hasta la
fecha, como una economía
minera, zona de sacrificio.Desde entonces, nuestras sociedades se
con-formaron bajo el formato de regímenes extractivistas, más
aún incluso, a partir de las “guerras de independencia” y la
constitución de nuestros países como “estados nacionales”.
Así, el extractivismo en América Latina no
significa apenas un tipo de “explotación de los recursos naturales”,
sino que da cuenta de todo un patrón de poder que estructura, organiza y
regula la vida social en su conjunto en torno a la apropiación y
explotación oligárquica (por tanto, estructuralmente violenta) de la
Naturaleza toda, (incluida, esa forma especialmente compleja y frágil de
la Naturaleza que son los cuerpos humanos vivientes). El extractivismo
en nuestra región es la perenne marca de origen de nuestra condición
colonial, que no se ha borradosino que se ha afianzado, durante nuestra
etapa ‘post-colonial’.El extractivismo ha permeado nuestra cultura, ha
moldeado nuestra institucionalidad, nuestra territorialidad e
‘idiosincrasia nacional’; ha dejado su huella indeleble en la estructura
de clases, en las desigualdades racistas y sexistas; en fin, en la
naturaleza de los regímenes políticos, el tipo de estructura de
relaciones de poder y sus modalidades de ejercicio y reproducción. En
una palabra, los regímenes extractivistas son, ni más ni menos, que la
base estructural de las formaciones geo-sociales (Santos, 1996) propias
del capitalismo colonial-periférico-dependiente; expresan la modalidad
específica que el capitalismo adquiere en la periferia.
Por eso, en todo caso, la profundización,
ampliación o intensificación del extractivismo, es la profundización,
ampliación e intensificación de nuestra condición
periférico-dependiente, colonial, dentro del capitalismo mundial.
El
extractivismo funciona como dispositivo clave de reproducción de
nuestra integración subordinada al sistema-mundo; está en el meollo
mismo de la dialéctica de
la dependencia. Esto significa que, en nuestras sociedades, la expansión
del crecimiento económico va insoslayablemente aparejado a la
profundización de la dependencia y a la intensificación de los
mecanismos estructurales de expropiación. La razón progresista ha sido
ciega a este elemental (y viejo) problema constitutivo de nuestras
formaciones sociales.
Aparentemente, a juzgar por sus políticas y por
su retórica, el progresismo creyó posible “salir del neoliberalismo” y
“luchar contra el imperialismo” profundizando la matriz extractivista y
acelerando al extremo la exportación de materia y energía. Entendiendo
el “post-neoliberalismo” como políticas de “inclusión social” (vía
programas masivos de asistencia social, incremento de los presupuestos
de la infraestructura y prestaciones estatales de servicios básicos,
incentivos al mercado interno para dinamizar el crecimiento del consumo
interno, del empleo, los salarios y la demanda agregada en general) los
gobiernos progresistas materializaron el pasaje del Consenso de
Washington al Consenso de Beijing o “consenso de las commodities”(Svampa,
2013).
Sus políticas “revolucionarias” fueron -en el fondo- no otra cosa que un momentáneo retorno a políticas neokeynesianas. La renta extractivista que financió las “políticas de inclusión” (al consumo de mercado) operaron en realidad una nueva oleada de apropiación y despojo de tierras, agua y energía, extranjerización y re-primarización del aparato productivo, mayor penetración y concentración del poder (económico, político e institucional) en manos de grandes empresas transnacionales; en suma, expansión de las fronteras materiales y simbólicas del capital hacia cada vez más amplias y profundas esferas de la vida social. La “inclusión social” fue, de hecho, inclusión como consumidores; “tener derechos” pasó a significar -para amplias mayorías- ser beneficiario de ciertos programas sociales y tener acceso a cierta cuota de consumo en el mercado. La “redistribución del ingreso” no afectó las desigualdades sociales básicas ni alteró la estructura de clases; los gobiernos progresistas, en verdad, ni hablaron de “lucha de clases” o superación de una sociedad de clases: su objetivo manifiesto fue la “ampliación de las clases medias”. A la par del consumo social compensatorio para las anchas bases de la pirámide social, se expandió el consumo exclusivo de las élites y el consumismo mimético de las clases medias.
Por supuesto,
esto no significó desmercantilizar nada, en ningún sentido, sino, al contrario, abrir paso
a una inédita intensificación y ampliación de horizonte de la
mercantilización, tanto a nivel de las prácticas sociales objetivadas,
como a nivel de las subjetividades y sensibilidades, incluso en el
imaginario social de los sectores populares. En definitiva, en este
sentido fundamental, los gobiernos progresistas no marcaron una “etapa
post-neoliberal”, sino que fueron la prolongación y profundización del
neoliberalismo por otros medios. Todo eso, financiado por la exportación
creciente de materias primas; por la profundización del extractivismo.
Así,
nuestro crecimiento “a tasas chinas” fue
funcional a la revitalización de la dinámica de acumulación global. Cada
carga de nuestras exportaciones alimentó la locomotora capitalista
mundial con gravosos subsidios ecológicos extraídos de nuestros
territorios/cuerpos. Cada punto de incremento en la demanda mundial
(china) de nuestras materias primas dio mayor impulso a la ola de
despojo, devastación de ecosistemas y mercantilización de bienes comunes
y cuerpos humanos. Cada nueva obra pública, cada incremento en la
“inversión” en carreteras, hidroeléctricas, puertos, hidrovías y cuanta
infraestructura pública se hizo para “mejorar la conectividad regional”
y la “integración latinoamericana” significó, sí, más empleo, más
consumo popular, pero también, mayor apropiación de plusvalía por parte
de grandes transnacionales, aumento del poder económico y político de la
clase capitalista mundial y de los segmentos de las burguesías internas;
en fin, intensificación y profundización de laseconomías de enclave:
fragmentación territorial de los ecosistemas, debilitamiento de los
entramados productivos endógenos, pérdida de sustentabilidad y autonomía
económica, tecnológica, financiera y, al contrario, profundización de
nuestra inserción estructuralmente subordinada y dependiente.
Mientras las pudieron sostener, las políticas expansivas del ciclo progresista mejoraron, sí, a corto plazo, las condiciones inmediatas de vida de los sectores populares; eso está fuera de discusión. El punto es que esas mismas políticas intensificaron nuestra posición y condición de subalternidad en el marco de la geopolítica imperial del capital. Ese crecimiento profundizó la subsunción geometabólica de nuestros territorios/cuerpos a la trituradora del “molino satánico” global. De eso hablamos cuando hablamos del extractivismo como dispositivo clave de la dialéctica de la dependencia. Por eso mismo, el imperialismo es, principal y fundamentalmente,imperialismo ecológico: no se trata de un poder de dominación externo, sino que es intrínseco y constitutivo a nuestras formaciones sociales; está en las bases mismas de la matriz socioterritoral, la estructura de clases y de poder de las sociedades capitalistas periféricas. Los regímenes extractivistas son así, la cara interna del imperialismo (ecológico) del capital.
Ecologismo popular y radicalización de la
praxis revolucionaria
“El cambio supone una subversión gradual de las
necesidades existentes, es decir, un cambio en los mismos individuos, de
manera que, en los propios individuos, su interés por la satisfacción
compensatoria ceda ante las necesidades emancipatorias. (…))
Evidentemente, la satisfacción de estas necesidades emancipatorias es
incompatible con las sociedades establecidas de estados capitalistas y
estados socialistas”. (Herbert Marcuse,1979).
“Desde el punto de vista de una formación
económico-social superior, la propiedad privada del planeta en manos de
individuos aislados parecerá tan absurda como la propiedad privada de un
hombre en manos de otro hombre. Ni siquiera toda una sociedad, una
nación o, es más, todas las sociedades contemporáneas reunidas, son
propietarias de la tierra. Sólo son sus poseedoras, sus usufructuarias,
y deben legarla mejorada, como bonipatres familias, a las generaciones
venideras”. (Karl Marx, 1867).
Las gravosas e insoslayables consecuencias económicas, políticas y culturales del extractivismo sobre nuestras sociedades, es lo que desde un amplio y diverso conjunto de actores (no sólo intelectuales, investigadores, sino movimientos sociales, pueblos originarios, comunidades campesinas, organizaciones sociales de base comunitaria, colectivos asamblearios nucleados en torno al ecologismo popular) hemos venido tan insistente como infructuosamente planteando al interior de estos procesos políticos en nuestra región. Nuestras luchas contra el extractivismo no procuraban “hacerle el juego a la derecha”, ni erosionar la base de sustentabilidad económica y política de los gobiernos progresistas, sino al contrario. En todo caso, buscaron siempre mantener claridad en el sentido y el rumbo de la práctica revolucionaria.
El oficialismo de izquierda, en particular los
“intelectuales orgánicos” que se abroquelaron acríticamente detrás de
una defensa impermeable de esos gobiernos, hoy en su ocaso,
desconsideraron absolutamente esas advertencias. Por negligencia o
conveniencia, con soberbia y/o necedad, ignoraron sistemáticamente los
planteos provenientes de los movimientos del ecologismo popular; muchas
veces con mala fe, los asimilaron a los planteos del ambientalismo
nórdico. Desde la oficialidad del poder, se apropiaron del nuevo
lenguaje emancipatorio arduamente construido desde las luchas: el Buen
Vivir o SumajKawsay, Plurinacionalidad, Derechos de la Naturaleza,
Bienes Comunes, Socialismo del Siglo XXI. Lo usaron, sin embargo, como
una nueva retórica para solapar el viejo imaginario (colonial y
políticamente perimido) del desarrollismo “nacional y popular”, centrado
en un “Estado fuerte” que “controla al mercado” y comanda el proceso de
“crecimiento con inclusión social y redistribución de la riqueza”. Lo
que nació como expresión de un nuevo paradigma civilizatorio
radicalmente post-capitalista, descolonial, despatriarcal y ecologista,
fue sencillamente banalizado y vaciado de contenido.
Hasta hoy en día, esa izquierda oficialista
sigue mostrándose completamente ciega ante el extractivismo y su
dialéctica de la dependencia. No sólo no entienden la relevancia,
gravedad y urgencia de la problemática ecológica, sino que tampoco
entienden, al parecer, que el
extractivismo no es sólo un problema regional, sino global; no es sólo
“ambiental”, sino civilizatorio. Como muestra dolorosamente la
coyuntura crítica de la sociedad venezolana (la de América Latina toda,
pero también la dramática situación del planeta en general), el problema
del extractivismo no es “sólo” la cuestión de la devastación ecológica
de ciertos territorios, sino, en el fondo, la cuestión de raíz de la
depredación capitalista del mundo de la vida como tal.
La lección histórica que nos deja este amargo fin de ciclo, es que, de una vez por todas, deberíamos ya definitivamente desafiliarnos de la religión colonial del “progreso”, despejar de nuestro imaginario la ilusión fetichista de que sería posible desacoplar el engranaje de la producción (capitalista de riqueza) del de la devastación (de las fuentes y formas de Vida). Pues, en plena Era del Capitaloceno, en la que nos hallamos, está a la vista que ambos mecanismos forman parte inseparable del mismo “molino satánico”. El aprendizaje histórico que deberíamos ser capaces de hacer de la frustrada experiencia del “ciclo progresista” es que el (neo)desarrollismo de ninguna manera es una alternativa válida para nuestros pueblos; lejos de ser una vía siquiera ‘transitoria’ hacia el “socialismos del Siglo XXI”, fue un atajo que nos hundió aún más en las condiciones estructurales de subalternidad y súper-explotación propias de nuestra posición colonial-periférico-dependiente dentro del capitalismo global.
No se trata de una cuestión de “reforma” o
“revolución”. No es que los cambios “iban bien”, pero que faltó “seguir
avanzando” en la misma dirección. Se trata de tomar nota de que la
política de “crecimiento con inclusión social” no sólo no alcanza como
horizonte político de cambio social revolucionario, sino que en realidad
es una política completamente errada e históricamente perimida, si a lo
que aspiramos es a un verdadero proceso de emancipación social.
Un
programa político basado en la pretensión de la satisfacción (así sea “para
todos y todas”) de las necesidades existentes, es como tal un
programa reaccionario, que inhibe de raíz la posibilidad de imaginar y
avanzar en la dirección de los cambios que precisamos realizar.
El
sistema justamente nos constituye como sujetos-sujetados a su
reproducción a partir de la estructuración misma de las necesidades (y
la colonización de los deseos): las necesidades existentes son,
en realidad, las que el sistema necesita para su reproducción; son, por
tanto, un aspecto clave de lo que precisamos cambiar.
Los movimientos del ecologismo popular hemos
venido señalando ese punto ciego de los gobiernos progresistas. Las
políticas de “crecimiento con inclusión social” no sólo son funcionales
a la reproducción del sistema, sino que además se basan en la quimérica
creencia de que, dentro del capitalismo, sería posible “incluir a todos
los excluidos”, o peor, de que “incluyendo a los excluidos” se va
transformando el sistema… El programa de la “inclusión social” no sólo
es inviable socialmente (pues
el capitalismo es por definición un régimen oligárquico de
apropiación y usufructo diferencial de las energías vitales, donde “la
pobreza de la mayoría, a pesar de lo mucho que trabajan” sólo va a
engordar “la riqueza de una minoría, riqueza que no cesa de crecer
aunque haga ya muchísimo tiempo que hayan dejado de trabajar”), sino también ecológicamente: hay taxativos
límites biológicos y físicos dentro del Sistema Tierra que hacen
inviable un horizonte de “crecimiento infinito”.
Si a mediados del siglo XIX podría haber sido
todavía comprensible, la ceguera ante la crucial cuestión ecológica de
fuerzas sociales que se dicen revolucionarias, anti-capitalistas,
resulta, en el siglo XXI, lisa y llanamente inadmisible. La crisis
ecológica, las desigualdades e injusticias socioambientales, los
impactos tóxicos y destructivos del industrialismo, el urbanocentrismo,
el patrón energético moderno, la producción a gran escala y el
consumismo (no sólo sobre los ecosistemas, sino sobre la condición
humana), no pueden no estar en la agenda de un programa que se proponga
seriamente la construcción del socialismo del siglo XXI. Como lo dijera
el comandante Chávez, la construcción del socialismo es, en este siglo,
“razón de vida”.
El ecologismo, así, (el ecologismo popular, que
nada tiene que ver con el conservacionismo, el maltusianismo, la
economía verde ni cualesquiera de las distintas expresiones del
eco-capitalismo tecnocrático)
lejos de constituir un programa
social ‘reaccionario’ o ‘funcional a la derecha’, expresa en realidad un
nuevo umbral del pensamiento crítico y las energías utópicas. La
irrupción de los movimientos del ecologismo popular en la escena
política del siglo XXI está dando cuenta de la necesidad de una profunda
renovación y radicalización del contenido y el sentido de la práctica
revolucionaria; acorde a las necesidades de nuestro tiempo. Porque en
nuestro tiempo, está claro que no se trata de “incluir” sino de
“transformar”.
Hay que tomar seriamente -en términos políticos
y epistémicos- que estamos viviendo los momentos extremos de la Era del
Capitaloceno (Altvater, 2014; Moore, 2003), una era signada por las
huellas prácticamente irreversibles que la destructividad intrínseca del
capitalismo ha impreso sobre la Biósfera, la Madre Tierra. Justamente
por ello, el sentido de la acción política y el cambio social que como
especie, como comunidad biológica, asumamos, signará decisivamente
nuestras posibilidades de sobrevivencia, o no.
Ese es el escenario en el que nos hallamos. No se trata de ‘catastrofismo’, sino del más crudo realismo. Como lo advierte Donna Haraway (2016), el Capitaloceno no es una “nueva” era geológica, otro horizonte espacio-temporal de larga duración; al contrario, el Capitaloceno designa un “evento límite”, es decir, un momento de la historia de la Tierra cuyos presupuestos y condiciones ecológicas y políticas lo hacen inviable: o se transforman esos presupuestos, o se extingue.La cuestión ecológica, tal como es planteada por el ecologismo popular, es así crucial para la sobrevivencia de la especie. Por eso mismo, nos empuja a atrevernos a pensar el fin del capitalismo, a recuperar y renovar formas y modos de vida no-capitalistas. Nos incita a pensar la revolución no apenas como ‘cambio de políticas/políticas redistributivas’, ‘cambio de gobierno’ o ‘toma del Estado’, sino como un radical y profundo cambio civilizatorio. Es decir, el escenario del Capitaloceno, la posibilidad cierta de un colapso terminal de las condiciones ambientales que hacen posible la vida humana en el planeta como consecuencia de la huella ecológica provocada por el capitalismo, nos desafía a pensar el cambio revolucionario completamente en otra escala; una escala espacio-temporal mucho más amplia que la que hasta ahora se ha considerado. Necesitamos pensar la revolución como un cambio de Era Geológica. Si el Capitaloceno es un momento crítico, donde la vida (al menos en su forma humana) está expuesta a la extinción, si designa el tiempo geológico en el que el capitalismo ha trastornado hasta tal punto los flujos elementales del sistema Tierra casi al extremo de volverla in-habitable, hacer la revolución en el presente, significa realizar todas las transformaciones que sean necesarias a fin de restituir las condiciones de habitabilidad del planeta; volver a hacer de la Tierra, nuestro Oikos/Hogar, el lugar apto para la (re)producción de nuestra vida como comunidad biológica.
Si la idea de un socialismo del Siglo XXI es
algo más que un mero eslogan político, y lo consideramos, en términos
realistas y concretos como un nuevo horizonte político, un nuevo modo
histórico de (re)producción social de la vida, y un nuevo régimen de
relaciones sociales, esa noción de “socialismo del siglo XXI” nos lleva
a pensar la revolución como una profunda migración civilizatoria que nos
saque de la era insostenible del Capitaloceno. El ecologismo popular
-los sujetos y movimientos sociales que lo encarnan- se toma seriamente
este desafío; piensan/pensamos la revolución como cambio
sociometabólico, como una radical transición
socioecológica hacia
un absolutamente nuevo modo de producción social (de la vida), que
supone y requiere no apenas “oponernos al neoliberalismo” sino
deconstruir de raíz las formas
elementales del capital.
En este punto, hallamos la convergencia
fundamental entre el chavismo y el ecologismo popular. Si algo
precisamos rescatar y recuperar del movimiento bolivariano, si en algo
reside su originalidad, su pertinencia histórica y su potencia
revolucionaria, es en la centralidad que se le ha querido dar a
las
comunas como nuevas bases ecobiopolíticas y unidades de producción de la
vida social. Eso que ha sido su gran aporte histórico, ha sido también
-hoy lo podemos ver con claridad- su límite y su contradicción:
construir el socialismo comunal ha quedado sólo como una expresión de
deseos. El chavismo en el gobierno siguió el camino de la “siembra del
petróleo”, en lugar del sendero alter-civilizatorio de
la comunalización. Lejos de favorecer la germinación del poder popular,
esa siembra de petróleo lo intoxicó y lo fue asfixiando cada vez más.
En las horas aciagas que corren, sería de gran
utilidad volver y juntar fuerzas en torno a ese proyecto político que
fue truncado. “Comuna o nada” es un lema que resume el legado perenne
del comandante Chávez y es también
un principio elemental clave para
orientar el cambio revolucionario, la transición socioecológica hacia
una nueva era Civilizatoria y Geológica.
Comunalizar es
el verbo donde convergen el chavismo y el ecologismo popular como
fuerzas sociales revolucionarias; es lo que tenemos en común, como
horizonte guía y aspiración transformadora. Comunalizar es,
por supuesto, des-mercantilizar, pero también des-estatalizar: el Estado
no es lo opuesto del Mercado, sino la contracara jurídico-política del
capital. Avanzar hacia un socialismo comunal no implica un “Estado
comunal”, sino la deconstrucción radical de la lógica
racional-burocrática, centralizada y vertical de ejercicio del poder y
gestión de la vida colectiva. Comunalizar es
democratizar y descentralizar los procesos de producción de la vida;
implica sembrar poder y capacidades autogestionarias, construir
autonomía
social desde las bases, tanto en las esferas de la vida
doméstica, como de la vida pública. Comunalizar es
des-privatizar y desmercantilizar las relaciones sociales, los
imaginarios, los cuerpos y los territorios. No basta con suprimir la
propiedad privada de “los medios de producción”; tenemos que suprimirla
de la faz de la tierra; hacer que llegue el día en el que “la
propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados” sea
un absurdo inaceptable.
Así, radicalizar la revolución es comunalizar
la Madre Tierra;es diseñar, construir y asumir como forma de
vida, un nuevo metabolismo social que la reconozca, la considere y la
trate como lo que en realidad es: base imprescindible y fuente de Vida
en Común.
Producir un radical giro sociometabólico que
parta del respeto y el cuidado radical de la Madre Tierra, supone
salirnos de los engranajes del productivismo y el consumismo que hacen
girar “el molino satánico” de la acumulación como fin-en-sí-mismo;
supone también corrernos del industrialismo, del urbanocentrismo y el
fetichismo tecnológico que nos hace creer que el “desarrollo de las
fuerzas productivas” es una línea evolutiva universal y que para
cualquier problema social y/o ecológico siempre bastará y será posible
hallar una solución tecnológica. Ese cambio sociometabólico no implica
“aumentar los salarios” sino des-salarizar el trabajo; no “redistribuir
el ingreso”, sino redefinir radicalmente el sentido social de la
riqueza, esta vez, en función de los valores de uso y de la
sustentabilidad de la vida y no de la valorización abstracta y la
super-producción de mercancías.
En fin, procurar ese giro sociometabólico
involucra, en última instancia, des-mercantilizar las emociones, vale
decir, buscar, sentir y vivir la felicidad en las relaciones,
y no en las cosas. En
lugar de la expansión (incluso ‘igualitaria’) de los ‘bienes de
consumo’, el nuevo horizonte utópico que se vislumbra desde esta
perspectiva pasa más bien por un escenario donde “el
hombre socializado, los productores libremente asociados, regulen
racionalmente su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan
bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder
ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de energías y en
las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana” (Marx,
1981: 1045).
Claro, somos conscientes de que el giro sociometabólico del que hablamos como medio y proceso revolucionario, constituye un desafío ideológico, existencial y emocional no apenas para la derecha, sino también para amplios sectores que se consideran de “izquierda”; claramente es así para la izquierda oficialista. Todavía estos sectores siguen anclados en el socialismo (realmente in-existente) del siglo pasado: concibiendo la revolución como “desarrollo de las fuerzas productivas”, creyendo que el imperativo de la liberación pasa por “industrializarnos”, “crear puestos de trabajo”, “aumentar salarios”, construir más carreteras” y “ampliar las políticas sociales”.Esos sectores, esa izquierda no percibe aún “los límites de la civilización industrial” (Lander, 1996); no puede ver más allá del muro mental de la colonialidad progresista. Justamente, no pueden ver que más allá de esos muros, hay mucha comunalidad viviente; personas, organizaciones, comunidades enteras que no demandan más asfalto ni quieren “progresar”, que no sueñan con “salir de shopping” ni luchan por el aumento de su “poder adquisitivo”… Sujetos colectivos que, por el contrario, se hallan movilizados por la defensa de sus territorios, congregados por los desafíos de la gestión autonómica de la vida en común, por la producción de la soberanía alimentaria, por la justicia hídrica, la democratización y sostenibilidad energética.
Esos sujetos -tenemos la esperanza y la
convicción- son quienes que están conjugando en sus luchas, el verbo de
la revolución, del socialismo del siglo XXI… Al comunalizar los bienes,
los nutrientes y las energías, los saberes, los sabores y las semillas,
estos sujetos están emprendiendo el camino de la gran migración
civilizatoria que nos saque del Capitaloceno y nos lleve a la Tierra de
un nuevo y auténtico Antropoceno: la Era Geológica del Hombre
Nuevo.
Bibliografía:
Acosta, Alberto (2009). “La maldición de la
abundancia”, CEP, Ed. Abya Yala, Quito.
Altvater, Elmar (2014). “El Capital y el
Capitaloceno”. En “Mundo Siglo XXI”, revista del CIECAS-IPN, N° 33, Vol.
IX.
Haraway, Donna (2016). “Antropoceno,
Capitaloceno, Plantacionoceno, Chthuluceno: generando relaciones de
parentesco”. Revista Latinoamericana de Estudios Criticos Animales, Año
III, Vol. I.
Lander, Edgardo (1996). “El límite de la
civilización industrial. Perspectivas latinoamericanas en torno al
posdesarrollo”. FACES, Universidad Central de Venezuela, Caracas.
Marcuse, Herbert [1979] (1993). “La ecología y
la crítica de la sociedad moderna”. Revista Ecología Política N° 5.
Icaria, Barcelona.
Marini, Ruy Mauro (1974). “Subdesarrollo y
revolución”. Ediciones Era, México.
Marx, Karl [1867] (1981). “El Capital”. Siglo
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Moore, Jason (2003). “Capitalism as World-Ecology: Braudel and Marx
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Pérez Alfonzo, Juan Pablo [1979] (2009).
“Hundiéndonos en el excremento del diablo”. Fund. Editorial El perro y
la rana, Caracas.
Polany, Karl [1949] (2003). “La Gran
Transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo”.
Fondo de Cultura Económica, México.
Santos, Milton (1996). “De la totalidad al
lugar”. Tau, Barcelona.
Svmpa, Maristella (2013). “Consenso de los
commodities y lenguajes de valoración en América Latina”. Revista Nueva
Sociedad N° 244.
Terán Mantovani, Emiliano (2014). “La crisis
del capitalismo rentístico y el neoliberalismo mutante”. Documento
de Trabajo N° 5, CELARG, Carac
Notas:
[1] Decimos “mal llamado y peor entendido”
porque generalmente se ha empleado el concepto de extractivismo para
referir a un sector, un tipo de actividades y/o una fase de los procesos
económicos; a lo sumo, se lo ha usado para caracterizar a economías
específicas (locales, nacionales o regionales) basadas en la
sobre-explotación exportadora de materias primas. Eso es ver apenas una
parte del fenómeno, lo que es lo mismo que no entender el problema como
tal, que, a nuestro juicio, tiene que ver con la dinámica geometabólica
del capitalismo como economía-mundo.
[2] Cita extraída de Emiliano Terán Mantovani,
“La crisis del capitalismo rentístico y el neoliberalismo mutante”.
Documento de Trabajo N° 5, CELARG, Caracas: 2014.
[3] Esa expresión remite a una nota publicada
por Arturo Uslar Pietri en el periódico “Ahora” en 1936 y que, desde
entonces, se ha convertido en una pieza emblemática de una visión
nacional-desarrollista basada en la idea de invertir la efímera renta
petrolera en la gestación de otros sectores productivos más sostenibles.
Un fragmento de dicha nota dice: “Urge
aprovechar la riqueza transitoria de la actual economía destructiva para
crear las bases sanas y amplias y coordinadas de esa futura economía
progresiva que será nuestra verdadera acta de independencia. Es menester
sacar la mayor renta de las minas para invertirla totalmente en ayudas,
facilidades y estímulos a la agricultura, la cría y las industrias
nacionales. Que en lugar de ser el petróleo una maldición que haya de
convertirnos en un pueblo parásito e inútil, sea la afortunada coyuntura
que permita con su súbita riqueza acelerar y fortificar la evolución
productora del pueblo venezolano en condiciones excepcionales.” (Arturo
Uslar Pietri, “Sembrar el petróleo”, 14 de julio de 1936). Al día de
hoy, el lema de PDVSA y el título del Boletín oficial es “Siembra
petrolera…. Cosechando Patria”.
[4] Las exportaciones petroleras venezolanas
pasaron del 65 % en 1998 al 96 % en el año 2014.
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