Gendarmería, muerte y silencio: A 70 años de la
Masacre de Rincón Bomba
8 de octubre de 2017
El 10 de octubre de 1947,
cientos de indígenas pilagá fueron asesinados en un paraje cercano a Las
Lomitas, Formosa. Los persiguieron, violaron, fusilaron, apilaron y quemaron.
No era ni la primera ni la última vez que la Gendarmería protagonizaba una
represión indígena. Pero el “problema” es siempre el mismo: la concentración
pública de sujetos indígenas es una invitación a la represión.Por
Luciana Mignoli | Red de Investigadores en Genocidio y
Política Indígena en Argentina.
“Les dimos corchazos para que tengan", celebra un
gendarme. Otro, tira piedras. El otro, esconde un hacha. Y otros, quizás, un
cuerpo. Escenas que infunden terror pero que están muy lejos de ser inaugurales
o casuales.
La desaparición forzada de Santiago Maldonado durante la
feroz represión en el territorio mapuche del Pu Lof en Resistencia en Cushamen,
Chubut, puso en primer plano la violenta relación de la Gendarmería Nacional
con las comunidades indígenas.
Una violencia que se inscribe en un continuo histórico en
donde la reunión de sujetos indígenas en el espacio público reactiva
rápidamente la necesidad de poner punto final al “malón”. Esa fue una de las
justificaciones históricas que se esgrimieron para fundamentar la violenta
anexión de territorios indígenas a través de las avanzadas cívico-militares
conocidas como “Campañas al Desierto”. Un despliegue enorme de mecanismos
represivos que impactan sobre los cuerpos y los territorios indígenas que
vienen aprehendidos y sostenidos desde el siglo XIX.
En la actualidad, se puede mencionar -entre muchas otras y
en distintos lugares del país- la voraz represión sobre la Comunidad Potae Napocna
Navogoh, La Primavera, Formosa, que en 2010 se encargó de “liberar” la Ruta Provincial N º
86. Allí -al igual que hace dos meses en Cushamen- la comunidad qom sostenía un
corte la ruta en defensa de su territorio y sus derechos. La avanzada de la
Gendarmería junto a la policía formoseña terminó con el asesinato del anciano
qom Roberto López, varias viviendas incendiadas y ocultamiento de la
documentación luego de la represión.
En Napalpí, Potae Napocna Navogoh o Cushamen, los y las
indígenas se habían reunido. Y el delito es reunirse. Cambian las fechas y el
color político del gobierno de turno. Pero los imaginarios que se actualizan en
las fuerzas represivas del Estado permanecen intactos: La concentración pública
de sujetos indígenas es leída como una invitación a la represión sobre esos
cuerpos. Y eso fue lo que pasó hace 70 años en Formosa, en una de las masacres
más silenciadas de la historia argentina.
La Bomba
Tonkiet era un hombre que -según los ancianos
sobrevivientes- “sanaba con su palabra”. Su llegada a fines de septiembre de 1947 a un paraje llamado La
Bomba, cercano a Las Lomitas, circuló rápidamente por el montaraz paisaje
formoseño.
Ese era su legítimo nombre en lengua pilagá, aunque luego
fue conocido por su nombre español: Luciano
Córdoba. Y en torno a él, cientos de familias se congregaron para participar de
un encuentro sagrado. Con el correr de los días, fueron cientos o quizá miles
de personas quienes se reunieron a orilla del madrejón y formaron un solo
cuerpo colectivo, ancestral y espiritual.
Dicen que el persistente sonido de tambores y alabanzas en
lengua originaria se escuchaba a varios kilómetros de distancia. Y también
dicen que la multitudinaria reunión fue leída como una amenaza para civiles y
militares que vigilaban el entonces territorio nacional. La Gendarmería Nacional
fue la que intimó a las familias a abandonar esa concentración espontánea.
Pero los caciques, ancianas y ancianos allí reunidos no se
dispersaron: era una reunión sagrada, estaban en su territorio ancestral y
entendían que no significaban amenaza alguna.
Sin mediar ningún intento de entendimiento, la negación
fue rápidamente asumida como un acto de rebeldía. Y en la tarde del 10 de
octubre de 1947, la
Gendarmería Nacional desplegó toda la ferocidad de la
violencia represiva del Estado. Su delito fue reunirse.
La emboscada fue fatal: por un lado, un avión con
ametralladora perseguía desde el aire; mientras que la cacería por tierra
abarcó distancias de más de cien kilómetros y varios días de persecución.
El minucioso y respetuoso documental “Octubre Pilagá.
Relatos sobre el Silencio”, de Valeria
Mapelman, recupera la memoria oral de los sobrevivientes y saca a la luz, entre
otros, los delitos sexuales cometidos contra mujeres y niñas. La violencia de
género en el marco de un proceso genocida entendida como mecanismo de tortura y
silenciamiento.
Allí, también se recuerda en forma colectiva cómo fue ese
proceso genocida que incluye matanzas, sometimiento, traslados forzosos y
desmembramiento familiar, tal como se especifica en el concepto de genocidio
que la Asamblea
General de las Naciones Unidas elaboraría un año después de
esta masacre para analizar los crímenes del nazismo.
Quienes lograron sobrevivir, fueron capturados por los
gendarmes y enviados a trabajar en “reducciones indígenas” en condiciones de
semiesclavitud y bajo el control de la misma Gendarmería
Nacional que llevó adelante la masacre.
Morir sin justicia
Qadeite era una niña cuando comenzó la masacre. Aquel
fatídico 10 de octubre de 1947 huyó junto a su madre y su pequeño hermano. Se
escondió en el monte. Pasó hambre. Escuchó inmóvil el paso de las tropas que
con una jauría a cuestas avanzaban por el territorio en busca de futuros
fusilamientos.
A muchos “se los tragó el monte”. El hambre y las heridas
los llevó a engrosar la cantidad de muertos. Nombres e historias que ni
siquiera forman parte de un listado oficial. Nombres e historias que el Estado
decidió deliberadamente ocultar. Víctimas de una maquinaria genocida que aún
hoy no es reconocida.
Qadeite relataba que la encontraron junto a su familia y otro
grupo de personas que también estaba escapando. Y luego los llevaron a las
reducciones de Francisco Muñiz y Bartolomé de las Casas.
En esta última funcionó también el Internado para Niños
José de San Martín, que manejaba un grupo de monjas y un capellán, institución
destinada a impartir instrucción católica, disciplina y “pautas para el
trabajo”. A sus ochenta y tantos años, Qadeite aún recordaba con angustia la
imagen de su mamá forcejeando con las monjas para evitar que se llevaran a su
hermanito.
“Cuando escapamos (de la Reducción) fuimos a lo de un
señor que siembra algodón y ahí quedó toda la familia. Y ya después fuimos
de un sembrado a otro. Toda la vida fue un peregrinar de un patrón de otro, de
una cosecha a otro. Nunca más fuimos libres”.
Más de sesenta años después, eso contaba Qadeite a escasos
kilómetros del epicentro de la matanza. Terreno donde no hace falta agudizar
demasiado la visión para observar los pozos que indican las fosas comunes ni
rasgar demasiado el polvo para que salgan a superficie los restos de las
víctimas masacradas.
Una mujer tierna y valiente, que les cantaba a sus
bisnietas mientras tejía sus yicas, que de a poco pudo recomponer los relatos
del horror, y que tenía clarísima la ferocidad y la violencia de un Estado que
nunca –ni siquiera- le pidió perdón.
Su hija, Noolé (o Cipriana Palomo, según el
documento) es titular del Consejo de Mujeres de Federación de Comunidades
Indígenas del Pueblo Pilagá, una organización que reúne distintas comunidades
de la provincia de Formosa y logró el reconocimiento del Instituto Nacional de
Asuntos Indígenas (INAI).
Qadeite falleció en septiembre de 2015, unos meses después de la
partida de Setkoki´en(Melitón
Dominguez), otro activo sobreviviente de la masacre.
El año pasado fue el turno de Salqoe (Pedro Palavecino), un anciano que
siempre instaba a seguir en la lucha por la verdad y la justicia. “Falta seguir,
porque muchos no saben. Y porque todavía duele”, decía.
Y hace un mes murió Ni´daciye (Solano Caballero) que en diciembre
del año pasado llegó hasta la Ciudad de Buenos Aires desde su Formosa natal
para dar testimonio.
“Tengo 97 años y no olvido. Yo no olvido esta causa. ¿Por
qué? Porque ahí está la sangre, ahí están los huesos, ahí en la tierra. Este es mi
dolor. No es chiquito. Es grande, está arriba este dolor para mí. Pero estoy
contento de llegar acá, a ustedes. Pero la justicia tiene que ser grande,
porque pasaron muchos años”.
En 2005, la Federación Pilagá denunció al Estado por esta
masacre. Inició un juicio civil y otro penal. Los ancianos y ancianas
sobrevivientes van muriendo en el olvido y sin respuestas del Estado.
Genocidios de segunda
Este 10 de octubre a las 17, la Federación realizará un
acto por la conmemoración de los 70 años de esta masacre en la comunidad
indígena de Oñedié, Ruta 28 Norte en intersección con la Ruta Nacional 81,
Las Lomitas. Entre otras cosas, esa tarde se inaugurará un memorial en honor a
las víctimas y sobrevivientes de la masacre, realizado por el artista plástico
Ulises González, integrante de la Red de Investigadores en Genocidio y Política
Indígena en Argentina.
¿Cuántos organismos de derechos humanos les mandarán sus
adhesiones? ¿Cuántas figuras públicas acompañarán ese día al Pueblo Pilagá?
¿Cuántos medios de comunicación
destinarán amplias coberturas a esta masacre impune? ¿En cuántas escuelas
recordarán este hecho histórico? ¿Y por qué hay dolores que conmueven más que
otros?
Porque hasta tanto no comprendamos que esa víctima
indígena se me parece, hasta tanto no podamos sentir el dolor de esas
comunidades como propio, hasta tanto no nos conmueva cada conflicto y cada
represión, ese proceso social genocida sigue vigente.
Un genocidio indígena sobre el cual se constituyó este
Estado Nación que cree haber “bajado de los barcos” y aún hoy sigue negando que
sometió a la población originaria a campos de concentración, violaciones
sistemáticas, reparto forzado, trabajo semiesclavo, separación familiar,
expulsión de territorios, cambio de nombres, imposición de la religión católica
y eliminación física.
Porque participamos -sin siquiera saberlo- de dinámicas de
circulación de estos discursos que permitieron perpetrar un genocidio, que se
sostuvieron a lo largo de los años y que, desde la desaparición forzada de
Santiago Maldonado, han tenido un salto exponencial de racismo.
El genocidio no sólo opera a través de las fuerzas
militares, sino que lo hace a través del discurso dominante, del sentido común,
de los medios de comunicación, de
los libros de historia, de los museos, de los actos escolares.
Reconocer, asumir y trabajar ese genocidio originario nos
permitirá entender cómo se construyen y legitiman las demandas actuales; y por
qué aún hoy la reunión de sujetos indígenas en el espacio público sigue
permitiendo desplegar toda la fuerza de los aparatos represivos del Estado ante
la latencia de un malón que siempre se actualiza.
Por eso, en el 70º aniversario de una de las masacres
crueles del siglo XX, Qadeite, Salqoe,Setkoki´en, Ni´daciye y todo el Pueblo Pilagá merecen que
nunca deje de exigirse memoria, verdad y justicia por las víctimas y sobrevivientes
de Rincón Bomba.
Crédito de la imagen de portada: Fotografía publicada en
el libro de Valeria Mapelman (2015),
Octubre Pilagá. Memorias y archivos de la masacre de La Bomba, Buenos Aires:
Tren En Movimiento Ediciones, tomada de El último alzamiento, Revista de
Gendarmería Nacional (1992).
CONTACTOS PARA NOTAS:
Noolé Palomo: 3718623642, Consejo de Mujeres
Ángel Navarrete: 3715497145 (Whastapp), Consejo de Ancianos
Bartolo Fernández: 3715488236, Consejo de Representantes
Tomas Domínguez, teléfono 3718560854 (Whatsapp), Secretario de la Federación
Para enviar adhesiones: federaciondelpueblopilaga@gmail.com
Noolé Palomo: 3718623642, Consejo de Mujeres
Ángel Navarrete: 3715497145 (Whastapp), Consejo de Ancianos
Bartolo Fernández: 3715488236, Consejo de Representantes
Tomas Domínguez, teléfono 3718560854 (Whatsapp), Secretario de la Federación
Para enviar adhesiones: federaciondelpueblopilaga@gmail.com
Fuente: http://www.anred.org/spip.php?article15188
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