1 de marzo de 2018

Enmarquemos en los extractivismos a los genocidios, desde ayer hasta hoy, del Capital-Estado con liderazgo y apoyo del capital global.

El auge de la Minería transnacional en América Latina. De la ecología política del neoliberalismo a la anatomía política del colonialismo*.

 Horacio Machado Aráoz

(…)Neoliberalismo o la geopolítica del Imperio. Una genealogía del “boom” minero de los noventa
Mientras que por una parte el capital debe esforzarse por derribar cualquier obstáculo espacial a las relaciones comerciales, es decir, al intercambio, y conquistar toda la Tierra para su mercado, por otra, lucha por aniquilar este espacio mediante el tiempo […] Cuanto más desarrollado es el capital […] más se esfuerza simultáneamente por alcanzar una extensión aún mayor del mercado y por conseguir una aniquilación mayor del espacio mediante el tiempo. Karl Marx, Grundrisse, 1859. (…)

El análisis precedente sobre las imbricaciones entre minería, modernidad y colonialismo, ligado a los enfoques de la ecología política, permiten indagar más en profundidad sobre los factores y condiciones que están en las raíces del más reciente ciclo de auge minero en América Latina. En particular, se plantea la pertinencia de analizar la reciente irrupción de la minería transnacional en la región a la luz de las consideraciones realizadas sobre los ciclos de violencia que traza la dinámica histórico-política del colonialismo. En esta perspectiva, no cabe visualizar la irrupción de la minería transnacional en la región como un fenómeno sectorial o geográficamente aislado, ni temporalmente circunscripto a la década de los noventa, sino como parte y producto de un proceso más amplio, vinculado al complejo de transformaciones estructurales desencadenadas a partir de la crisis y recomposición del esquema de dominación y acumulación global ocurrido en el último tercio del siglo XX. Al conectar el auge minero con la geopolítica del neoliberalismo y remontar sus orígenes a la crisis del régimen de acumulación de posguerra, se busca también poner de relieve algunos aspectos no suficientemente destacados de tales procesos, a saber, en primer lugar, la importancia política determinante que la cuestión ecológica en general, y los conflictos ecológico-distributivos en particular, adquirieron en la gestación y manifestación de dicha crisis.
Correlativamente, esta mirada permite apreciar en qué medida el neoliberalismo –considerado como expresión de las estrategias de resolución a la crisis sistémica de los setenta ensayadas desde los centros mundiales de poder–, puede ser entendido, en última instancia, como una profunda reorganización socio-territorial de la acumulación a escala global, en tanto dispositivo geopolítico destinado a redefinir las modalidades del imperialismo ecológico, esto es, a reasegurar a los centros mundiales de consumo y acumulación el control, acceso y disposición de los “recursos naturales” claves para la reproducción del sistema. En tercer término, el enfoque propuesto lleva a resaltar la importancia eco-geopolítica de América Latina en el sistema de acumulación mundial, lo que se manifiesta tanto por su rol en el proceso de luchas desencadenante de la crisis, como luego, en tanto ámbito socio-territorial clave de experimentación y consolidación del Neoliberalismo.
Así, la ecología política del boom minero de los noventa lleva a considerarlo como producto resultante de la geopolítica del neoliberalismo. Desde esta visión, tanto el auge minero, como el conjunto de políticas que significaron y permitieron la abrupta radicación del complejo primario-extractivo exportador en la región, deben analizarse como partes y emergentes de la crisis y recomposición del esquema de dominación y acumulación global ocurrido hacia los setenta; crisis que, precisamente, tiene por epicentro –y que, en lo sucesivo, pone como eje clave de las disputas geopolíticas– el dominio y control sobre los “recursos naturales”.

La década del setenta marca precisamente la irrupción de la “problemática ambiental” en la agenda política mundial. Como no ha sido suficientemente profundizado aún, la problemática ecológica en general, y los conflictos ecológico-distributivos en particular, tienen una incidencia políticamente decisiva en la configuración de la crisis definitiva del keynesianismo/fordismo. Si bien James O’Connor –referencia obligada en este punto– ha sido uno de los primeros en vincular directamente la crisis de los setenta a lo que denomina la “segunda contradicción estructural del capital” (1991), un análisis históricogeográfico de esta cuestión, situado desde la periferia del sistemamundo, permite ir más allá del planteo general y ahondar en el rol determinante del imperialismo ecológico como componente necesario del imperativo de la acumulación, y lleva además, a resaltar el papel que, en ese sentido, han jugado América Latina y la “cuestión minera” en el específico proceso de manifestación y resolución ulterior de la crisis del régimen de acumulación de posguerra.

En efecto, el extraordinario ciclo de tasas de crecimiento altas y sostenidas verificadas en el mundo en general durante los “años dorados” de la posguerra involucraron un inusitado incremento de las tasas de explotación de los “recursos naturales”, un aumento sustancial de los ritmos de extracción y consumo de bienes y servicios ambientales, así como la aceleración de la producción de desechos y de contaminación en general. Esa escalada expansionista de la producción y el consumo estuvieron alimentadas por diversas razones políticas, entre ellas, la confrontación geopolítica con el bloque soviético, la competencia intercapitalista entre las potencias occidentales, y la importancia creciente que –especialmente en las sociedades capitalistas–, asumirá por entonces el consumismo, como factor político de contención de las luchas de clase y de la ecuación general de gobernabilidad del sistema.

En ese marco, tuvieron lugar también los crecientes esfuerzos desarrollistas e industrialistas esbozados por las economías periféricas, bajo el impulso de los procesos de descolonización formal en África y Asia, y las pretensiones de “soberanía económica” asumidas por diversos regímenes nacional-populistas en América Latina. Tales intentos implicaron un soterrado cuestionamiento a la división internacional del trabajo históricamente establecida entre potencias industrializadas y economías dependientes proveedoras de materias primas, e involucraron un creciente foco de tensiones en torno al control sobre las fuentes de energía y de bienes primarios estratégicos, poniendo, en lo sucesivo, a los conflictos ecológico-distributivos en el eje de la confrontación Norte-Sur. Surgidas bajo el influjo ideológico-político de los movimientos indigenistas, nacional-populistas y de no-alineados, principalmente, las pretensiones de autodeterminación de los pueblos del “Tercer Mundo”, se plasmarían, en esa etapa, mediante políticas activas vinculadas a la nacionalización de las reservas petroleras, mineras y de recursos no renovables en general, así como de otros sectores clave de la economía (transportes, telecomunicaciones, banca, etc.); el control del comercio exterior; imposición de límites y restricciones a las inversiones extranjeras y al movimiento de capitales; reformas agrarias tendientes a disminuir la concentración interna de la propiedad rural; luchas diplomáticas por el mejoramiento de los términos de intercambio de las materias primas; cartelización y control de la oferta en los mercados energéticos y de materias primas en general, entre las más importantes.
América Latina tendría un rol destacado en todo este proceso, a través del fortalecimiento de movimientos y procesos revolucionarios, expresado en la irrupción de las revoluciones en Bolivia (1952), Ecuador (1954), Venezuela (1958), Cuba (1959) y Perú (1968), y el impacto de regímenes nacional-populistas emblemáticos, como el Cardenismo en México, Getulio Vargas en Brasil, y el peronismo en Argentina. 

En el plano mundial, como corolario simbólico de tales reivindicaciones, cabe citar la aprobación de la Resolución 1803 (XVII) de Naciones Unidas acerca de la “Soberanía Permanente sobre los Recursos Naturales” (14 de diciembre de 1962), en la que se consagraba: “el reconocimiento del derecho inalienable de todo Estado a disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales en conformidad con sus intereses nacionales, y respeto a la independencia económica de los Estados”; y en la que establecía, además, que “el derecho de los pueblos y las naciones a la soberanía permanente sobre sus riquezas y recursos naturales debe ejercerse en interés del desarrollo nacional y del bienestar del pueblo del respectivo Estado”, afirmando que la violación de tales derechos “es contraria al espíritu y a los principios de la cooperación internacional y a la preservación de la paz”.

Desde el punto de vista de la “cuestión minera”, los procesos de reivindicación nacional-desarrollista imperantes en la región se plasmarían a través de nacionalizaciones y de políticas de control y regulación al capital extranjero (incremento de gravámenes, restricciones a las importaciones y exportaciones, límites a la repatriación de utilidades, etc.) orientadas tanto a lograr una mayor participación en la renta minera como a redireccionar la actividad hacia el impulso y abastecimiento del desarrollo industrial interno (Thorp y Bertram, 1978; Moussa, 1999; Sánchez Alvabera et al., 1998; Kuramoto, 2000; Campodónico y Ortiz, 2002). Dentro de ese panorama general, las acciones con decisivos impactos globales en este campo serían, con certeza, los intentos del gobierno de Jânio Quadros de impulsar el control nacional de los yacimientos de hierro, usufructuados, por entonces, por compañías británicas y norteamericanas (Saint John Mining Co., Hanna Mining Co., U.S. Steel Co.) y, más aún, la nacionalización del cobre anunciada por Salvador Allende, el histórico 11 de julio de 19712. Más que otras medidas similares, la trascendencia geopolítica y geoeconómica de la nacionalización del cobre chileno se funda tanto en el hecho de tratarse del insumo mineral intensivo determinante para todos los procesos industriales de la época (en particular, los sectores eléctrico, automotriz y de la construcción), como en que los yacimientos chilenos (Chuquicamata, El Teniente, Salvador y Exótica), –todos controlados por dos empresas norteamericanas, Kennecott Copper Co., Anaconda Mining Co.–, representaban el abastecimiento de casi el 40% del cobre a nivel mundial, a lo largo de prácticamente toda la primera mitad del siglo XX (Caputo y Galarce, 2007; Guajardo, B., 2007; Ffrench Davis y Tironi, 1974).

En conjunto, esta escalada de las “políticas nacionalistas” de control de los “recursos naturales” generalizadamente aplicadas por el bloque geopolítico de los países del Sur, tuvo una incidencia innegable como desencadenante de la crisis del régimen de acumulación de posguerra. Tales políticas, significaron para las principales potencias del Norte y sus grandes conglomerados empresariales, un abrupto encarecimiento de materias primas estratégicas, así como una mayor incertidumbre e inestabilidad en los flujos de abastecimiento. Al afectar los niveles de rentabilidad en el sentido analizado por O’Connor, la crisis “económica” se tornó crecientemente política, mediante su impacto recesivo. Con ello, la “cuestión ecológica” pasó a constituirse en un tema prioritario de la agenda política internacional, fenómeno manifiesto a través de la publicación del Primer Informe Meadows (1971) –sintomáticamente titulado “The Limits to Growth”– y la realización de la “Primera Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Humano” (Estocolmo, 1972) (Naredo, 2006).

Es en este marco que cabe comprender la naturaleza y profundidad de la crisis capitalista de los setenta: el cuestionamiento y los avances relativos logrados por los países periférico-dependientes en términos de revertir el imperialismo ecológico a través del cual los países centrales subsidiaron históricamente el metabolismo urbanoindustrial de sus poblaciones, pusieron en vilo la continuidad y gobernabilidad del sistema en su conjunto. La crisis, como tal, desnuda en qué medida el dinamismo económico y la “estabilidad política” de los “países centrales” dependió (y depende) de la subalternización de los territorios y poblaciones de los países periféricos.

Al poner en cuestión el “reparto desigual” del mundo implicado en el desarrollo geográfico desigual y combinado, propio de la producción y organización capitalista del espacio (Harvey, 2007), las políticas “nacionalistas” de los países periféricos no sólo alimentaron una crisis a nivel del régimen mundial de poder sobre el que se asienta la dinámica de la acumulación capitalista, sino también una crisis de gobernabilidad al interior de las sociedades centrales, las cuales en buena medida resolvían su ecuación de gobernabilidad mediante la exacerbación consumista, “externalizando” su peso ecológico a los países dependientes (Leff, 1994; Martínez Alier, 1995).

La magnitud de la amenaza de la “escalada nacionalista” en los países del Sur tiene su reflejo proporcional en la violencia restauradora de las políticas neoliberales, precisamente la respuesta que los países centrales, bajo la recomposición del liderazgo imperialista de Estados Unidos, implementarían para “superar” la crisis (Panitch y Gindin, 2004; Ahmad, 2004; Albo, 2004; Harvey, 2004). Visto retrospectivamente, el neoliberalismo significó una vasta reorganización del poder mundial, una redefinición de las estrategias y modalidades de dominación, producidas básicamente a través de la reestructuración de los flujos productivos y comerciales a escala global.

El papel clave que en esto tienen las políticas de liberalización –financiera, comercial y territorial– consiste en que de ellas dependen los niveles de movilidad espacio-temporal del capital, de allí ésta resuma la esencia del neoliberalismo3 . La liberalización no sólo permitió acelerar el ritmo de circulación del capital (como mecanismo básico de recomposición estructural de la tasa de rentabilidad del sistema), sino que además posibilitó una profunda recomposición de las jerarquías geopolíticas del mundo implícitas en los patrones de la división internacional del trabajo. La extraordinaria capacidad de movilidad adquirida por el capital (compresión espacio-temporal) le otorgó un grado históricamente inédito de poder (capacidad de disposición, sensu Weber) sobre los territorios y las poblaciones. 

De tal modo, la liberalización generalizada de la economía permitió al gran capital transnacional –con el imprescindible apoyo legal–institucional y militar de los aparatos estatales de las grandes potencias y las estructuras multilaterales de la gobernanza mundial- reorganizar un nuevo ciclo de acumulación por desposesión (Harvey, 2004).

La superación de la crisis emergente de la convergencia entre la primera (incremento de los “costos laborales”) y la segunda contradicción (incremento de los “costos ambientales”) en términos de O’Connor (1991), se superarían a través de un nuevo esquema que impondría la intensificación global de las tasas de explotación, tanto del “trabajo”4 como de la “naturaleza”5.
Como lo destaca tanto el análisis originario de Marx como los planteos de Foucault, el poder del capital tiene en la gestión y organización del espacio una de sus formas elementales. En tal sentido, el neoliberalismo instituyó una inusitada competencia inter-territorial por la localización del capital, dando lugar a la dinámica de fragmentación local/ integración-vertical-global que caracteriza a la globalización en curso (Santos, 1996). Como resultado, se fue diseñando progresivamente una nueva geografía mundial que expresa las recategorizaciones jerárquicas: mediante una ‘diferenciación’ al interior de los espacios periféricos, se constituye:
·          Por un lado, un conjunto de fragmentos socio-territoriales constituidos como nuevo núcleo de la producción industrial estandarizada y de consumo masivo, cuya localización responde a la ‘competitividad de la mano de obra’ (serían las denominadas ‘economías emergentes’, del este asiático, más México y parcialmente Brasil).
·          Por otro lado, el grueso de los países periféricos, sujetos a una súper especialización primaria, como proveedores netos de bienes y servicios ambientales (lo que compromete a América Latina y a África) (Arceo, 2007).
·          Por último, el panorama se completa con la reconcentración de los espacios socio-territoriales de los países centrales como nodos de la producción/ consumo de bienes sofisticados, generación tecnológica e innovación de procesos y productos, y, decisivamente, como núcleo concentrador y regulador de los flujos financieros a escala mundial.

Como se adelantó, América Latina y el proceso de “reconversión minera” desempeñan en todo este proceso, una importancia decisiva y excluyente. Como en los orígenes del mundo moderno-colonial-capitalista, podría decirse, sin temor a exageración, que la historia de la reconfiguración neocolonial del mundo bajo la globalización neoliberal tiene en los territorios y poblaciones de Nuestra América su capítulo fundacional y su ámbito “privilegiado” de experimentación.

En efecto, esquemáticamente, la geopolítica del neoliberalismo tiene como hito fundacional el bestial ajuste represivo del terrorismo de estado de los setenta, con el que se cortarían de cuajo las pretensiones transformativas de los decenios previos; se profundiza con la fase de violencia y disciplinamiento económico implementada con los “ajustes estructurales” durante el estallido de la “deuda externa” en los ochenta; y completa finalmente en los noventa en su etapa de privatizaciones y reformas estructurales destinadas a la apertura y puesta en disponibilidad de la vasta riqueza y diversidad de la geografía regional para el capital transnacional.

En tanto reorganización neocolonial, todo el vasto proceso de transformación de la geografía económica y cultural del mundo que involucró el neoliberalismo supuso el recurso a un uso desmesurado y “antieconómico” de la violencia imperial. (…)
Desde un punto de vista general, el terrorismo de estado no sólo cumplió la “función política” de desmantelar los procesos de movilización y organización popular a través de los mecanismos de persecuciones clandestinas, torturas y desaparición forzada de personas, sino que también desempeñó la crucial “función económica” de instaurar las bases del nuevo ciclo expropiatorio que se aplicaría durante las dos décadas siguientes, principalmente a través del ciclo de endeudamiento externo. Como destaca Pablo Dávalos (2006) no hay que pasar por alto el crucial papel de la deuda externa desempeñado a lo largo de todo este proceso, desde los setenta a nuestros días. En efecto, el peso de la deuda externa prolonga el “terrorismo de Estado” de los setenta, en la economía del terror durante los años ochenta: los sucesivos ajustes estructurales que los países centrales impusieron a través del FMI provocan el escenario de devastación social que caracterizó a la denominada “década perdida”. Asimismo, el drástico paisaje social dejado por las políticas de ajuste estructural de los ochenta serviría como marco político para producir la “aceptabilidad” de las políticas del Consenso de Washington en los noventa. Las mismas, bajo la retórica de la necesidad de “recuperar la senda del crecimiento” como condición para “combatir la pobreza”, impulsan una abusiva política de privatizaciones, apertura comercial irrestricta, liberalización financiera, sistemas de incentivos extraordinarios a las inversiones extranjeras, y desregulación y precarización del “mercado de trabajo”.

A diferencia de los años ochenta en que los organismos multilaterales impulsaron programas de ajuste para cumplir con las obligaciones de la deuda a través de superávit fiscales estructurales, durante los años noventa se impulsó un vasto programa de privatizaciones y la instalación de un mega-aparato primario extractivo exportador destinado a cubrir los pagos de la deuda, ahora a través de los saldos positivos de las balanzas comerciales. Las privatizaciones de los noventa constituyeron una continuidad de los más perversos y directos mecanismos de acumulación por desposesión: tras la gran salida neta de capitales de los ochenta, le sucede ahora la avanzada del capital transnacional sobre los principales activos e inversiones físicas de los países de la región, tanto a través de los programas de “capitalización de la deuda” como a través del masivo ingreso neto de Inversión Extranjera Directa (IED) destinada a adquirir los devaluados activos nacionales (Harvey, 2004: 118). (…)
*Héctor Alimonda (coord) 2011 Naturaleza Colonizada. Ecología política y minería en América Latina (Buenos Aires: CLACSO/CICCUS)
Fuente: http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/gt/20120319035504/natura.pdf
  

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