15 años de soja: La
prueba del delito
La soja transgénica y el uso de glifosato
fueron aprobados hace 15 años en un trámite exprés, sólo 81 días, y en base
estudios de la propia empresa Monsanto. Por primera vez el expediente de 146
páginas es analizado en clave científica por seis investigadores.
Por Darío Aranda, especial para lavaca
El lunes 25 de marzo de 1996 fue un día soleado en la ciudad de
Buenos Aires, fresco por la mañana, calor por la tarde, como tantos del
comienzo del otoño. En el amplío despacho de Paseo Colón 982, entonces
Secretaría de Agricultura, se aprobó el expediente que iba a modificar
radicalmente la estructura agropecuaria de Argentina. Luego de un trámite que
sólo llevó 81 días, el secretario de Agricultura Felipe Solá firmó la
resolución 167 que autorizó la producción y comercialización de la soja
transgénica, con uso de glifosato. A quince años de ese día, por primera vez,
científicos de distintas disciplinas tuvieron la posibilidad de leer el
expediente y estudiar las pruebas sobre la supuesta inocuidad del cultivo. De
la lectura se confirma que la autorización carece de estudios sobre efectos en
humanos y ambiente, la información es incompleta y tendenciosa, y cuestionaron
que el Estado argentino no haya realizado investigaciones propias y tomara como
propios los informes presentados por la parte interesada (la empresa Monsanto ).
En Argentina hay 19 millones de hectáreas (el 56 por ciento de la superficie
cultivada) y se utilizan al menos 200 millones de litros de glifosato.
Cuando el periodista se comunicó con el área
de prensa del Ministerio de Agricultura y solicitó “las pruebas que sirvieron
para aprobar la soja transgénica”, del otro lado del teléfono se escuchó una
risa seguida de un amplio “¿qué?”. Al instante, ya recobrada la compostura, el
prensa ministerial prometió que haría todo lo posible y llamaría al redactor.
Como era de esperar, nunca hubo llamado de respuesta.
La foja número 1 es un carta, fechada el 3
de enero de 1996, del subsecretario de Alimentos de la Secretaría de
Agricultura, Félix Manuel Cirio, dirigida al presidente del Instituto de
Sanidad y Calidad Vegetal, Carlos Lehmacher. “Tengo el agrado de informarle que
la Comisión
Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia), en
su reunión de 21 de septiembre, consideró que en lo referente a bioseguridad
agropecuaria no habría inconvenientes para la comercialización de la semilla”,
informa Cirio, pero no se adjunta ninguna nota donde se informe en base a qué
estudio la Conabia habría dado el visto bueno.
En el segundo párrafo da un paso más. “En lo
concerniente a bioseguridad para consumo humano y/o animal, le adjunto copia de
la documentación presentada por la empresa Monsanto ante la Administración de
Alimentos y Drogas (FDA)”. Le siguen 106 carillas en inglés, un informe fechado
en 1994 y con carátula de la empresa productora de semillas transgénica y
glifosato.
La foja 135 es tan breve como contundente:
“Autorizase la producción y comercialización de la semilla y de los productos y
subproductos derivados de ésta, provenientes de la soja tolerante al herbicida
glifosato”.
“Tendencioso, arbitrario y poco
científico”
En enero de 2009 la presidenta Cristina
Fernández de Kirchner firmó un decreto por el cual ordenó la
creación de la
Comisión Nacional de Investigación sobre Agroquímicos. Seis
meses después, trascendió un informe titulado “Evaluación de la información
científica vinculada al glifosato en su incidencia sobre la salud y el
ambiente”. Seis capítulos y 130 carillas que recopiló estudios y donde fue
recurrente una conclusión: la necesidad de investigaciones sobre los efectos
del glifosato. No definió si es inocuo o perjudicial. A pesar de la
incertidumbre, la Comisión no cuestionó que se continúe utilizando en el país
200 millones de litros de glifosato al año. En el escrito influyó la mirada del
Ministro de Ciencia, Lino Barañao, reconocido funcionario afín a la industria
biotecnológica y con pasado laboral en empresas del sector.
Pocos científicos se animaron a opinar en
ese momento, temerosos de perder sus becas de trabajo y subsidios estatales.
Profesora titular de la Facultad de
Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de la Plata (UNLP) e
investigadora independiente del Conicet, Norma Sánchez, fue una de las pocas
científicas que se animó a analizar, y cuestionar, el informe que en 2009
realizó el Ministerio de Salud, Conicet y Ministerio de Ciencia sobre la
supuesta inocuidad del glifosato.
“El objetivo del informe implica una visión
reduccionista y fragmentaria que pretende simplificar una situación compleja,
excluyendo al sujeto y parcializando la construcción del conocimiento. El
informe es una simple enumeración de bibliografía, con muy poco análisis
crítico, reflexivo y comparativo de sus resultados. Las conclusiones son
inconsistentes y confusas. Parece ignorar que la ciencia es una construcción
social que debe cuestionar aspectos éticos y contribuir a alterar políticas de
acción que no conduzcan al bien común”, lamentó la investigadora en 2009.
Cuando en 2010 el periodista la invitó a
analizar la resolución de Agricultura que liberó el uso de la soja, no lo dudó.
“El expediente de aprobación es, desde el punto de vista científico,
tendencioso, arbitrario y poco científico. La mayor parte de los resultados en
puntos de extrema importancia como la parte de consumo humano, o los tests
ecotoxicológicos en ratones, pollos y peces, donde no encuentran ningún
problema, corresponden a sus propias investigaciones que figuran en
referencias como reportes técnicos de Monsanto. Pero también hay algo engañoso,
citan trabajos de científicos, publicados en revistas científicos conocidos,
pero que pertenecen al grupo de investigación de Monsanto. Son juez y parte”,
denuncia Sánchez.
El expediente asegura la falta de aparición
de malezas resistentes al glifosato y la nula toxicidad en vertebrados. “Está
bien que para 1996 no había tantos trabajos como ahora, pero esto ya está
totalmente demostrado que es falso”, explica Sánchez y adjunta un listado de
investigaciones actuales que desmienten a Monsanto. Califica como un “reduccionismo”
que los estudios solicitados a Monsanto analicen sólo los efectos de la planta
cuando es consumida por humanos y animales: “Esto es recortar el problema. Este
cultivo transgénico forma parte de un ‘paquete tecnológico’ que ineludiblemente
conlleva al uso de glifosato en grandes cantidades. ¿Y entonces? Aunque la soja
fuera totalmente inocua, que hacemos con el glifosato?”.
“Hay innumerables puntos para marcar en el
expediente. Un ejemplo grosero se encuentra en el folio 13, donde se reconoce
que en algunos experimentos los resultados no le permitieron hacer los análisis
estadísticos correspondientes, pero no obstante sacan conclusiones en relación
a la calidad nutritiva de la soja transgénica. No dan una sola cita
bibliográfica que apoye lo que están diciendo. Mencionan estudios hechos por
Monsanto, pero no los citan en bibliografía ni dicen quién los evaluó”,
puntualiza.
Sánchez, docente de la cátedra Ecología
de Plagas de la UNLP, no tiene dudas de que el expediente “resulta altamente
cuestionable por la falta de independencia. La mayor parte de la bibliografía
es del grupo de investigación de Monsanto. Lo fundamental pasa por la
irresponsabilidad de todo el procedimiento”. La investigadora explica que la
Conabia debería haber evaluado la solicitud de permiso a través de
estudios multidisciplinarios específicos llevados a cabo tanto localmente como
en el exterior, con aplicación del enfoque precautorio, criterios técnicos y en
base a conocimientos científicos independientes. “En este caso todo el conocimiento
provino de las investigaciones realizadas en Estados Unidos y por
investigadores, en su mayor parte, ligados a la empresa interesada”.
“Es el informe
oficial de Monsanto”
En 2004, cuando pocos científicos fijaban su
mirada en los efectos sanitarios del modelo agropecuario, el médico Alejandro
Oliva coordinó una investigación que llevó tres años, abarcó seis pueblos de la Pampa Húmeda y
confirmó la vinculación directa entre malformaciones, cáncer y problemas
reproductivos con el uso y la exposición a contaminantes ambientales, entre
ellos los agrotóxicos utilizados en los agronegocios. El trabajo fue realizado
por Oliva junto a su equipo del Hospital Italiano de Rosario, el Centro de
Investigaciones en Biodiversidad y Ambiente (Ecosur), la Universidad Nacional
de Rosario, la
Federación Agraria local y el Instituto Nacional de
Tecnología Agropecuaria (INTA).
Oliva leyó el expediente pero (de manera
cortés) rechazó hacer un análisis punto por punto. Y argumentó por qué: “Este
(el expediente) es el informe oficial de Monsanto presentado a la FDA, y que se
usó en la aprobación a nivel nacional. Es un documentos respaldado por
investigaciones publicadas, por supuesto que por investigadores afines a
Monsanto”.
Oliva apunta desde hace años a la necesidad
de estudios epidemiológicos en zonas con uso de agroquímicos y también señala
las responsabilidades políticas. “El debate alrededor del expediente de
aprobación es de irresponsabilidad de gestión política, sin haber ni siquiera
traducido el documentos ni pedir dictámenes de expertos”.
“Hay razones para
pedir una reevaluación”
Oscar Scremin es especialista en
neurofisiología, estudia las afecciones que sufre el sistema nervioso central
como consecuencia del contacto con plaguicidas. Recibido en 1963 en la Universidad Nacional
de Rosario (UNR), era decano de la Facultad de Medicina en 1976. Dictadura
militar mediante, tuvo que emigrar. Recaló en la Universidad de California
(Estados Unidos), donde es profesor e investigador.
A Scremin le cuesta creer que ese expediente
de 146 fojas haya sido una de las bases de la liberación de la soja modificada
en laboratorio y del uso masivo de glifosato. “No existe en el expediente una
sola palabra referente a la toxicidad del glifosato que necesariamente se
utilizaría para obtener las ventajas de resistencia de la soja y vulnerabilidad
de casi todas las otras plantas a ese herbicida. Tampoco hay ninguna referencia
sobre la reducción de la biodiversidad que obviamente podía resultar, como los
hecho han demostrado”, remarca sin salir de su asombró y precisa que los
documentos aportados por Monsanto se limitan a describir estudios sobre la
proteína que produce el gen de su patente a través de “un número reducido de
análisis, con breves estudios, limitados a unas pocas semanas de administración
en animales con métodos crudos (peso del animal, pesos de órganos y
sobrevida)”.
Scremin apunta al fondo de la cuestión. ”Hay
razones para pedir una reevaluación porque se han omitido los efectos
potenciales más serios a saber, como el perjuicio ecológico y los efectos sobre
la salud humana. Se impone revisar el proceso de registro, prestando especial
atención a los efectos sobre el medio ambiente y la salud humana de todos los
herbicidas e insecticidas que se agregan al ‘cocktail’ de agroquímicos que son
utilizados en conjunción con la soja”.
Aclara que una reevaluación debe incluir a
entidades sin conflictos de intereses económicos, como universidades e
instituciones de investigación sin fines de lucro, de Argentina y el exterior.
“Existe una abundante bibliografía que va mas allá de los estudios efectuados
por Monsanto o por consultores a su servicio y que debiera tenerse en cuenta”,
solicita.
En la misma línea se expresan desde hace una
década familias rurales y organizaciones ambientales, pero siempre chocaron con
la negativa de empresas y funcionarios.
Expediente fantasma
Los estudios base para la aprobación de la
soja y el glifosato son el tesoro mejor guardado de los distintos gobiernos
nacionales.
Carlos Menem dio luz verde, pero todos los gobiernos que le siguieron
mantuvieron en secreto cómo fue aprobado el “paquete tecnológico” (semilla y
agroquímico) que modificó el modelo agropecuario de Argentina.
En abril de 2009, cuando aún estaba fresco
el conflicto por la resolución 125, el periodista Horacio Verbitsky dio a
conocer las irregularidades administrativas del expediente, desde la falta de
traducción del informe de Monsanto hasta la rapidez de su trámite (81 días).
“Se violaron los procedimientos administrativos vigentes, se dejaron sin
respuesta serios cuestionamientos de instancias técnicas y no se realizaron los
análisis solicitados”, aseguraba Verbitsky.
La lectura del expediente no deja dudas. La
foja 113, fechada el 26 de enero, solicita a Monsanto: “Sería importante
disponer de información sobre la respuesta a las consideraciones efectuadas por
el FDA “. Firmaba el director de Calidad Vegetal del Iascav, Juan Carlos
Batista. El 9 de febrero reiteró el pedido (folio 115). Y el 25 de marzo de
1996, Batista envió un fax a las 13.04 a la embajada de Estados Unidos,
“Departamento Agrícola”. Solicitó información sobre “inocuidad como alimento” a
la FDA. El
mismo 25 de marzo, el coordinador del Área Productos Agroindustriales, Julio
Pedro Eliseix, escribió a Batista y propuso tres “criterios de evaluación”: “A)
Identidad y nutrición. B) Aparición de efectos no deseados: alergenicidad,
cancerogénesis, otras toxicidades. C) Se cree conveniente que la empresa
garantice un correcto rastreo y recupero de la mercadería” (folio 126).
No hubo respuesta. Ese mismo día, el
secretario de Agricultura, Felipe SSolá, firmaba la resolución 167 que autorizó
la producción y comercialización de soja transgénica tolerante a glifosato.
“No se puede perder
más tiempo”
El jefe del Laboratorio de Embriología
Molecular de la
Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), Raúl Horacio
Lucero, recuerda que en la década del 90 comenzó a recibir en su consultorio
niños con malformaciones. Bebés sin dedos, chicas con brazos sin articulación,
datos de fetos muertos, abortos espontáneos. Todos provenían de parajes con uso
masivo de agroquímicos. Las historias clínicas de Lucero muestran una directa
relación entre el aumento de uso de agroquímicos en Chaco y casos de
malformaciones, siempre en zonas con uso masivo de herbicidas y plaguicidas. En
todos analizó la genética de los padres y confirmó que los cromosomas no
presentaban problemas. Alertó a otros investigadores e, incluso, a la
Legislatura del Chaco, pero no tuvo respuesta.
Recibió el expediente con mezcla de intriga
e indignación. “Llama la atención que en un documento de 100 páginas sólo haya
una referencia respecto del herbicida glifosato, en la página 14 hablan de la
‘extremadamente baja toxicidad para mamíferos, aves y peces’, y refiere un
trabajo de 1989” ,
detalla Lucero y explica que para analizar la seguridad de un nuevo producto se
deben investigar parte por parte todo lo que conlleva el “paquete tecnológico”.
En el expediente la Conabia consigna que “en
lo referente a bioseguridad agropecuaria no habría inconveniente para la
comercialización de la semilla transgénica”. Lucero sonríe: “Se les pasó el
pequeño detalle que es evaluar desmenuzadamente el herbicida que viene en el
‘paquete’ ya que no puede existir esta semilla sin la ayuda protectora del
glifosato. La palabra bioseguridad engloba medir el impacto de todo lo que
modificará el escenario con la entrada de una nueva tecnología”.
El expediente da cuenta, en propias palabras
de Monsanto, que Estados Unidos clasificó al glifosato como categoría E (sin
evidencias de efectos cancerígenos en humanos). “Pareciera que nuestros
evaluadores dieron por descontado que la Agencia de Protección Ambiental (EPA)
de Estados Unidos tiene injerencia directa sobre nuestras políticas ambientales
nacionales”, retruca Lucero y recuerda que esa clasificación fue en base a un
informe de Gary Williams, quien realizó un extracto de las principales
conclusiones de un estudio nunca publicado del Environment Health Laboratory
perteneciente a Monsanto.
El investigador de la UNNE resalta que la misma Agencia (EPA)
explicitó que esas conclusiones no deben tomarse como definitivas ya que el
glifosato podría ser cancerígeno bajo ciertas circunstancias. Lucero afirma que
urge un debate sincero y reclasificación, sobre todo en base a trabajos
científicos que vinculan el producto comercial y el herbicida puro con
alteraciones en el material genético, abortos espontáneos y malformaciones
embrionarias. “Debemos analizar la situación quince años después de la aplicación
masiva de este producto y obrar en consecuencia ante la evidencia científica y
epidemiológica, no se puede perder más tiempo”.
Equivalencia sustancial
Rubens Onofre Nodari es biólogo molecular.
Investigador del Centro de Biotecnología de la Universidad Federal
de Santa Catarina (Brasil) y profesor titular de Postgrado en Recursos
Genéticos Vegetales. También llamó la atención sobre la “falta de independencia”
de un Estado que toma como propio los informes empresariales. Recordó que ni
siquiera la FDA solicitó estudios completos e independientes y precisó que en
muchas partes del expediente hay afirmaciones sin fundamento científico o
basadas en estudios no publicados.
El doctor en genética de la Universidad de
California llama la atención sobre la ausencia de referencia en cuanto al
riesgo para el medio ambiente o la salud humana, y recuerda que la comunidad
científica de la última década ha demostrado los efectos en la biodiversidad,
especialmente acuática, y la vinculación entre herbicidas y cánceres.
Nodari apuntó a la arista quizá más silencia
de los transgénicos, y que más duele a la industria semillera mundial. La
Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de Estados Unidos nunca aprobó
como seguro ningún alimento transgénico. Lo que realizó fue implementar, en la
década del 90, el concepto de “equivalencia sustancial”, mediante el cual
determina que un producto modificado en laboratorio (en este caso la soja) no
necesita pruebas específicas de seguridad. La equivalencia sustancial es un
concepto determinado por sectores políticos, no por científicos ni adoptado por
la Justicia.
Nodari, que además es miembro del Consejo
Nacional de Desarrollo Científico del Ministerio de Ciencia de Brasil,
ejemplificó que la industria transgénica, y los organismos estatales, toman
como referencia la similitud de composición e infieren que la seguridad
alimentaria es sustancialmente equivalente. “Con la misma comparación, la carne
de las vacas locas puede ser tan segura como la carne de vacas sanas, ya que
ambos tienen similitud muy elevada en la composición química”, compara el
investigador y puntualiza media decena de estudios que exhiben resultados
negativos al alimentarse con soja transgénica.
“Desde el Conicet o las universidades
podrían haber escuchado”
Walter Pengue es ingeniero agrónomo con
especialización en genética vegetal y magíster en Políticas Ambientales de la
Universidad de Buenos Aires. Doctor en Agroecología, profesor de grado y
posgrado de la UBA. “¿Cómo es posible que esta liberación haya residido y se
haya apoyado solamente en una recomendación enviada a la Conabia por Félix
Cirio en enero de 1996 indicando que no habría problemas comerciales en los
productos derivados por esta soja y que se basaba asimismo en otro informe y lo
remitía en un estudio sobre la situación de esta soja RR presentado a la EPA
por la compañía
Monsanto en 1994” ,
pregunta Pengue, y se indigna: “Es tremendamente pobre el aporte en estudios
vinculados a los impactos ambientales y hasta agronómicos derivados de tal
liberación”.
Recuerda que hace quince años existían dudas
que circulaban en ámbitos académicos, por ejemplo la posible proliferación de
malezas resistentes a los agroquímicos. “En lugar de responder a ello, ecólogos
o ingenieros agrónomos, algunos biotecnólogos argentinos, muy livianamente
indicaban que eso no podría suceder, sin respaldo científico alguno de estos
argumentos, más allá de cierta obnubilación y compromiso solo con sus
laboratorios, institutos y empresas”, apunta y precisa que esos efectos se
dieron rápidamente. En la actualidad existe una decena de malezas resistentes
al glifosato, lo cual implica el uso de más herbicida, más efectos secundarios
y mayores costos.
Pengue denuncia que el expediente carece de
estudios que den cuenta del impacto del herbicida en la salud y el ambiente “a
pesar del semejante nivel de volumen liberado” y vuelve a apuntar al ámbito
científico: “Desde el Conicet o las mismas universidades podrían haber
escuchado y haber avanzado en proyectos de evaluación de impactos. Todo lo
contrario hicieron, incluso las cátedras se fueron vaciando de expertos, e
incluso algunos fueron comprados y se trasladaron a trabajar en las empresas
privadas”.
El docente e investigador solicita realizar
estudios integrales, donde intervengan desde biólogos moleculares y agrónomos
hasta agroecólogos y sociólogos. Y vuelve al inicio del expediente: “El cultivo
que más impactos generó de todo tipo en la Argentina contemporánea fue liberado
en el país sólo utilizando un informe desarrollado por la empresa interesada.
El Estado argentino debiera ser el contralor del bien común de todos y no sólo
de los interesados en que un determinado producto llegue al mercado, la madre
de todos los motivos de estas discusiones”.
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