Extractivismo minero y
fractura sociometabólica
El caso de Minera Alumbrera Ltd., a veinte
años de explotación
RevIISE
| Vol 10 Año 10 - octubre 2017 - marzo 2018. Argentina.
pp. 273-286
www.reviise.unsj.edu.ar
Horacio Machado Aráoz
y Leonardo Javier Rossi
A modo de introducción
Las problemáticas ecológicas
como fuente de conflictividad social y movilización política, se han constituido
como un rasgo característico y cada vez más relevante del capitalismo tardío, en
particular, desde la crisis del régimen de acumulación de posguerra en adelante.
El drástico proceso de reconfiguración neocolonial del mundo operado a través de
la globalización neoliberal y la intensificación de las modalidades de
acumulación por despojo (Harvey, 2004) ha repercutido de manera agravada en la
geografía económica y política latinoamericana, cuya riqueza en recursos
naturales ha pasado a ser un factor indispensable para los proyectos interesados
en “sostener” la tasa de crecimiento de la economía mundial. Un caso emblemático
de este fenómeno lo constituye la abrupta expansión de la minería transnacional
a gran escala en América Latina en general y en Argentina en particular, a
partir de las reformas impulsadas por el Banco Mundial en los años 90.
Instauradas por gobiernos neoliberales, el apoyo explícito del Estado a la
expansión de la minería transnacional se ha sostenido férreamente en las décadas
siguientes, aún en los países que experimentaron significativos cambios de
gobierno, con el arribo de fuerzas progresistas y/o de centroizquierda al poder
estatal. En la primera década del nuevo milenio la región asistió a un fuerte
ciclo de crecimiento económico de la mano de la aceleración de la exportación de
materias primas, en un contexto donde la demanda china mantuvo los precios en
alza. Ese contexto signó un derrotero de cambio radical en la matriz productiva
y socioterritorial en la región, caracterizada por una ruta de reprimarización,
concentración, y extranjerización de sus economías. Paradójicamente, el proceso
de reversión de las políticas de ajuste de los 90 y de mejoramiento relativo de
los indicadores socioeconómicos que experimentaron amplios sectores sociales, en
el marco de la primera década del siglo XXI en la región, ha estado estructural
y materialmente sustentado en el fuerte dinamismo de las exportaciones de
materias primas, fenómeno que -como ha sido analizado- significó la recreación y
el rediseño de las modalidades históricas de la dependencia estructural y la
inserción subordinada de la economía regional, ahora articulada a la voracidad
industrial de China (Machado Aráoz, 2015b). Los debates y conflictos
sociopolíticos emergentes en este escenario parecieron intensificar el aparente
antagonismo entre “sociedad” y “naturaleza”.
Más específicamente, mientras que la ampliación de la frontera extractivista intensificó las resistencias protagonizadas por organizaciones de poblaciones afectadas y movimientos socioambientales, por el otro lado, fuerzas políticas y gobiernos sostuvieron a rajatabla ese modelo de crecimiento. En especial, los gobiernos progresistas defendieron sus políticas extractivistas presentándolas como condición necesaria para “la superación de la pobreza” y la “inclusión social” de los sectores sociales históricamente marginados. La concepción ideológica de que había que optar entre la “preservación del medioambiente” o la “superación de la pobreza” fue rearticulada en este nuevo escenario como clave de bóveda de las disputas políticas1 . Un argumento, en realidad, neoliberal (la primacía del crecimiento económico, resolverá, a largo plazo, los problemas sociales y ecológicos)2 fue férreamente asumido por los gobiernos de la región, incluso aquellos que se reivindicaban como “postneoliberales” y/o “de izquierda”. A nuestro entender, estas disputas ideológico políticas expresan sintomáticamente la separación ontológica que la Razón Moderna instituyó entre Sujeto y Naturaleza, como fundamento epistémico y práctico de su modo de concebir, conocer y relacionarse con el Mundo.El imperativo del dominio, control y explotación (aunque sea “racional”, ahora predicado como “sustentable”) de la Naturaleza como “condición” para la emancipación humana, sigue reproduciendo esa idea primordial de la Razón imperial, que concibió a la Tierra como “objeto colonial”, fundamento y base de todas las conquistas (Machado Aráoz, 2010). El imaginario colonial desarrollista que atraviesa e impregna las modu-laciones ideológicas tanto de los gobiernos de “derecha” y de “izquierda” en la región sigue reeditando esa gravosa dicotomía. En buena medida ese imaginario sigue resultando eficaz para invisibilizar los procesos de depredación de las fuentes primarias de la vida, como condición y efecto de la dinámica de la acumulación capitalista. En este trabajo ofrecemos una mirada crítica que justamente apunta a correr el velo ideológico del “crecimiento” como amortiguación de los efectos expropiatorios de la acumulación por despojo. Para ello recurrimos a la revisión del concepto de metabolismo social y de fractura sociometabólica provisto originariamente por Marx para analizar los efectos e implicaciones que la expansión del extractivismo (en este caso, el extractivismo minero) tiene sobre las economías locales, en términos de acumulación por despojo y expropiación ecobiopolítica. Dar cuenta de estos procesos nos parecen fundamentales para revisar y reorientar las búsquedas teórico políticas de nuevos horizontes emancipatorios en el siglo XXI.
Desvincular(nos) de la Naturaleza, el origen
Para afrontar en términos
realistas los cruciales problemas ecológicos del presente, creemos
imprescindible una revisión de los análisis críticos en torno a la relación
Sujeto-Naturaleza, tal como ha sido hegemónicamente concebida por la
colonialidad del saber/poder moderno. El materialismo histórico de Marx provee,
a nuestro entender, una base ontológica apropiada para restablecer una
concepción relacionaldialéctica, allí donde ha primado erróneamente una mirada
dicotómica y, en última instancia, antropocéntrica. El punto de partida de Marx
para comprender la relación Naturaleza-Sociedad es el concepto de Metabolismo
Social que, en definitiva, pone en el centro de los procesos de hominización/
humanización de la Naturaleza al proceso social de trabajo. Pues, para Marx,
“(L)la primera premisa de toda la historia humana es la existencia de individuos
humanos vivos. El primer hecho a constatar es, por tanto, la organización
corpórea de esos individuos y la relación por eso existente con el resto de la
naturaleza (Marx y Engels, 1974: 19). Partir de los individuos humanos
vivientes, implica, ante todo, negar radicalmente toda separación entre
Naturaleza y Sociedad y rechazar todo antropocentrismo. O, si se prefiere,
supone partir de la afirmación básica de que el ser humano es naturaleza, tal
como puede leerse en los Manuscritos de 1844: La naturaleza es el cuerpo
inorgánico del hombre; es decir, la naturaleza en cuanto no es el mismo cuerpo
humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su
cuerpo, con el que debe mantenerse en un proceso constante, para no morir.
La afirmación de que la vida
física y espiritual del hombre se halla entroncada con la naturaleza no tiene
más sentido que el que la naturaleza se halla entroncada consigo misma, y que el
hombre es parte de la naturaleza. Sobre esa base, Marx introduce la noción de
metabolismo social para dar cuenta de la especificidad de lo humano. Con ella
Marx refiere a los imprescindibles y continuos intercambios
energético-materiales que vinculan a los cuerpos humanos vivientes con el resto
de los seres y elementos de la biósfera, haciendo de tal modo materialmente
posible su sobrevivencia. Dichos intercambios consisten en flujos
energético-materiales que circulan en dos grandes direcciones, y cuyos vectores
claves son el alimento y el trabajo: de un lado, hay un flujo fundamental de
agua, aire y alimento que va de la Tierra a los cuerpos/poblaciones proveyendo
los nutrientes básicos de los que dependen. Del otro lado, ello supone un
correlativo flujo energético que va de los de los cuerpos-poblaciones a la
Tierra en forma de trabajo social. Éste, como energía inseparablemente
física-psíquica-emocional, es la condición universal para la interacción
metabólica entre el hombre y la naturaleza, la perenne condición de la
existencia humana impuesta por la naturaleza (Marx, 1867).
Se comprende así, en qué
medida, para Marx, el metabolismo social es la condición ecológicopolítica
fundamental para la existencia de los individuos y las sociedades humanas. A
través de las nociones de metabolismo social y de trabajo, da cuenta, por un
lado, del proceso de irrupción de lo humano en la historia de la materia
(hominización). La emergencia de lo humano como tal dentro del proceso
geo-histórico-biológico de complejización de las formas de vida, acontece como
producto el específico obrar humano (trabajo) en la procuración de su
subsistencia; es por medio de su propia práctica, que el ser humano viviente va
produciendo a sí mismo como un ser socio-cultural, tecnológico y político, como
rasgos distintivos de la especie. Y esta misma categoría es la que toma como
punto de partida para el análisis de la especificidad histórica del capitalismo,
entendido éste como modo de producción que opera y emerge de una drástica
fractura sociometabólica (Marx, 1867; Foster, 2000).
Marx emplea la noción de
fractura metabólica como categoría para dar cuenta de los procesos históricos
que se suscitaron en Europa en torno los masivos cercamientos de campos, la
expulsión a gran escala de campesinos hacia las ciudades, y el cambio de patrón
productivo en vastas áreas agrícolas. Su centro de atención es la pérdida de
nutrientes naturales en los suelos ahora dedicados a abastecer las incipientes
urbes, y despojados de sus ciclos de reposición de fertilidad en una proyección
plausible, mediante una agricultura artesanal que va dejando paso a la
industrialización de la actividad. Esta fractura metabólica no sólo operaba en
la división antagónica entre ciudad y campo al interior europeo sino que a un
nivel más global, colonias enteras veían el robo de sus tierras, sus recursos y
su suelo en apoyo de la industrialización de los países colonizadores (Foster,
2000: 253). En términos de Wallerstein, la economía-mundo europea del siglo
dieciséis se volvió irremediablemente capitalista (115).
El cambio trascendental que
implica la creciente privatización de toda forma de trabajo y de aspectos
básicos para el desarrollo de la vida, como el suelo, el alimento, la vestimenta
hasta entonces regidos bajo otras lógicas de reproducción lleva a alertar ya en
el siglo XIX sobre la imposibilidad física de ese proceso incesante de
acumulación de capital. Una mirada crítica de este proceso epistémico de largo y
profundo alcance lleva a considerar que la sociedad capitalista ha violado las
condiciones de sostenibilidad impuestas por la naturaleza (Foster, 252). Basado
en este análisis y tomando en cuenta sus propias investigaciones históricas
sobre el proceso de expansión colonial del capitalismo, Jason Moore ha destacado
que la incesante dinámica de la acumulación requiere como condición sine qua
non, el continuo corrimiento de la frontera mercantil, lo que va arrasando
ecosistemas desde sus inicios hasta la actualidad.
En un comienzo, centrado en
la desestructuración de sistemas socioeconómicos feudales, y con la tala de
bosques como una de las principales degradaciones ecológicas desatadas en
tierras de lo que luego sería Europa, para posteriormente avanzar a territorios
de ultramar. Como destaca Moore, las fronteras mercantiles más significativas se
basaron en la explotación del medio ambiente con los ejemplos coloniales
extractivos del azúcar, la minería de plata y oro, tabaco, entre otros
(2003:24). El concepto de frontera mercantil nos permite ver con mayor claridad
la fractura metabólica operada entre la expansión del espacio capitalista y la
producción anclada territorialmente. El gran triunfo del capitalismo a lo largo
de su derrotero ha sido evitar los costos de la degradación ecológica local y
regional mediante la reubicación de sus actividades de acumulación. En otros
términos, el capitalismo es constitutivamente un sistema global y globalizador
(Moore, 2003:43).
La modernidad capitalista
aparece como el resultado desde sus inicios de transacciones transcontinentales
cuyo carácter verdaderamente global sólo comenzó con la conquista y la
colonización de las Américas (Coronil, 111). En este recorrido se torna clave la
noción de extractivismo que, como observamos a la luz de esta síntesis
histórica, es una práctica económico político cultural estructural del actual
sistemamundo. El capitalismo nace de y se expande con y a través del
extractivismo (Machado Aráoz, 2015a:15); es el eje de la acumulación originaria
o bien de la acumulación por desposesión (Harvey). El extractivismo es un
profundo proceso de desterritorialización, transformaciones ecológicas,
desplazamientos de poblaciones junto con sus prácticas productivas y culturales
que hacen parte inescindible de este permanente proceso de reproducción del
capital (Machado Aráoz 2013, 2015a).
Minería colonial, condición del capital
La “acumulación primitiva”
colonial, lejos de ser una precondición para el desarrollo capitalista, ha sido
un elemento indispensable de su dinámica interna (Coronil, 111). Dentro de la
larga historia colonial de América Latina el rol de la actividad minera ha
tenido un lugar protagónico. Desde la centralidad que encarnó la extracción de
plata y oro en la primera fase colonial, con el cerro de Potosí como geografía
destacada, hasta la actual etapa de multiplicación de proyectos megamineros a lo
largo de las montañas de sur y centro América, el extractivismo minero recrea
una y otra vez el ciclo de fractura metabólica: desplazamiento de poblaciones
locales, afectación de los ciclos naturales en los territorios sacrificados,
irrupción de las prácticas económicas-culturales autóctonas. Tanto en la etapa
de colonización y conquista; la era liberal y la conformación de las economías
primarioexportadoras (fines del siglo XIX e inicios del XX); como en la etapa
neoliberal actual permanece la condición colonial con la explotación de recursos
naturales como una de sus dinámicas centrales (Teubal y Palmisano). Para
dimensionar el impacto que significó el territorio colonizado en la dinámica del
capital internacional, vale observar que en el siglo XVI sólo en Potosí se
producía el 74% de la producción mundial de plata (Id. 137). Potosí significó el
ejemplo por excelencia del capitalismo moderno temprano. En este territorio y
sus alrededores, dinámicas culturales de raigambre agraria fueron arrasadas para
dar paso a una de las grandes urbes del mundo en ese entonces, en paralelo que
miles y miles de cuerpos nativos eran extinguidos como mano de obra minera; las
prácticas de la empresa colonial contaminaban cursos de agua como nunca antes; y
poblados de regiones próximas eran incorporados a la dinámica capitalista como
abastecedores de alimentos reformulando los ciclos de producción e intercambio
de comunidades enteras (Moore, 2003). Destaca Moore en La Naturaleza en la
transición del feudalismo al capitalismo: La división ciudad-campo del trabajo
que tomó forma con el auge de Potosí no sólo expresaba relaciones de poder
económico y político. Expresaba igualmente las con-tradicciones metabólicas del
sistema que surgía (p. 27). Ese corrimiento de la frontera minera hacia América
implicaba el avance de otras fronte-ras al interior del territorio americano:
desde el altiplano hasta la costa, el proceso de anexión al capitalismo
significó desentramar procesos ecológicos, complementariedad en el
abastecimiento alimentario, tiempos agroproductivos con base en el territorio
habitado, destrucción de sistemas hidráulicos, hambre. La frontera minera alteró
estos sistemas en todas las zonas, apunta Moore (2003:29- 30). Las minas exigían
grandes desplazamientos de población y desarticulaban las unidades agrícolas
comunitarias; no sólo extinguían vidas innumerables a través del trabajo
forzado, sino que además, indirectamente, abatían sistemas colectivos de cultivo
(Galeano, 64). Potosí escenificó el consumo, la ostentación, la acumulación, la
inversión, el cálculo, el costo-beneficio y su revés: hambre, pobreza extrema,
una pobreza inédita y desconocida hasta el momento” (Machado Aráoz, 2014:97).
Genocidioecocidio-epistemicidio son eslabones inseparables de la férrea cadena
que marca históricamente el principio de la minería colonial (Machado Aráoz,
2014:111). Pero este principio colonizador no será sólo devastación y ruina sino
que sentará bases histórico culturales y geográficas mediante complejos sistemas
de violencia que moldearán los territorios y los cuerpos disciplinados para su
cíclica reproducción. Como destaca Porto Gonçalves (2009): el colonialismo no
fue simplemente una configuración geopolítica por medio de la cual el mundo se
mundializó sino más bien la colonialidad es constitutiva de las relaciones
sociales y de poder del sistema-mundo en sus más diferentes escalas (126).
En términos de Gunder Frank, las relaciones
metrópolis-satélites no se circunscriben sólo a la escala imperial sino que
permean y estructuran la propia vida económica, sociopolítica, y cultural de los
países colonizados (148). Esa dinámica, como se observó en el ejemplo fundante
del Potosí, se recrea en los diversos territorios colonizados en múltiples
direcciones, convirtiendo a satélites de las metrópolis en centros al interior
de la tierra colonial. Desde ese entonces a la actualidad se reinventa la lógica
imperial y el colonialismo interno en términos de dominación del capital
nacional e internacional, como en la ocupación de los espacios territoriales y
sociales de un país a otro y al interior de un mismo país (González Casanova,
421,422).
Desde una mirada actual, esta lógica (siempre en diálogo
con el pasado colonial) configura regiones enteras
dependientes de una actividad económica implantada externamente que somete no
sólo con objetivos económicos sino en lo político, cultural, social, psicológico
y jurídico. Como nos plantea la teoría de la dependencia, en estos enclaves las
decisiones del proyecto extractivista se toman en el exterior, mientras que los
beneficios de la empresa apenas pasan en su flujo de circulación por el suelo
donde tiene su origen sin tener realmente conexiones con la economía local. El
capital inversor sí se vincula con el poder central dependiente (naciónprovincia-municipio)
para gestionar la concesión en negociaciones, siempre desligadas de la
posibilidad de cualquier desarrollo autónomo por parte de quienes habitan los
territorios elegidos para la apropiación de recursos por parte del capital
inversor (Cardoso y Faletto). A decir de Milton Santos, las economías
primarioexportadoras significan una sucesiva pérdida de control en la
organización espacial por parte de los Estados dependientes, donde mediante las
inversiones del capital la demanda procedente del centro queda directa e
inmediatamente marcadas en la sociedad, en la economía y en el espacio (50)
El reimpulso en clave neoliberal que atravesó la
región en la década del 2000.
Desde fines de la década del
ochenta una nueva avanzada minera atraviesa América Latina. Esta vez, tras la
crisis de sobreacumulación del capitalismo internacional iniciada en la década
del setenta reaparece un voraz apetito del capital trasnacional por los recursos
naturales como medio de anclaje del capital excedente (Harvey, 2004). Harvey
(2001) analiza cómo en el marco de una geografía imperial del capital, los
espacios subalternizados son objetos de recursivos ciclos de acumulación por
despojo, mediante nuevos corrimientos de la frontera del capital. En el marco
neoliberal, se produce un desplazamiento en los mecanismos de regulación
política que tenderá a trastocar de forma radical las relaciones entre espacio y
poder estatal. Opera entonces una disipación de la ilusión de competencia y
control sobre el territorio por parte del Estado, en favor de una amplia
autonomía del capital que se traduce en la aprobación jurídica-política a una
diversidad de tecnologías utilizadas para explotar la naturaleza, humana y no
humana (Ciuffolini, 18-19). Consenso de Washington mediante, los países de la
región dieron paso a la liberalización y des-re-regulación de la economía en pos
de incentivar las inversiones extranjeras directas, según marcaban las pautas de
los organismos económicos internacionales.
Tres fueron los pilares
centrales de estos lineamientos:
·
Plena seguridad
jurídica sobre la propiedad de las concesiones mineras (preeminencia de la
propiedad minera sobre los derechos superficiarios; total garantía legal y
judicial de las inversiones extranjeras).
·
Grandes
beneficios fiscales y comerciales (estabilidad jurídica por períodos de entre 25
y 30 años; eliminación de tasas de importación y exportación; desgravación de
impuestos internos y de regalías mineras o su limitación a tasas
insignificantes; libre disponibilidad de divisas y desregulación total sobre la
remisión de utilidades).
·
Una legislación
y sistema de controles ambientales extremadamente laxos (Machado Aráoz, 2011,
159) Argentina dio paso a la Ley de Inversiones Mineras (24.196/93) que habilitó
la privatización del subsuelo, en sintonía con lo que ocurría por la misma época
en países como México, Ecuador, Bolivia, Brasil y Perú.
En ese escenario se desató un
boom minero que se tradujo en un crecimiento de las inversiones en exploración
medidas en millones de dólares de 400 por ciento en ocho años en Latinoamérica.
La expansión de la megaminería no detuvo su marcha pese al cambio de escenario
político.
Con la irrupción creciente de
gobiernos de centroizquierda, nacionales-populares y progresistas el avance del
extractivismo minero también vio acrecentarse, triplicándose las exportaciones
de la actividad en otro lapso de ocho años. Facilidades comerciales, fiscales,
financieras, ambientales, y de las fuerzas de seguridad forman parte del apoyo
estatal a la actividad que renovó su impulso en los últimos quince años bajo el
denominado consenso de los comoditties (Svampa) o consenso de Beijing (Machado
Aráoz, 2014), junto con otras actividades extractivas (granos, hidrocarburos,
forestal). La
megaminería se torna política de Estado por encima de cualquier matiz
político-partidario. El reimpulso minero trae una vez más, bajo nuevos lenguajes
y prácticas, el anclaje colonial de la economía latinoamericana. Esta
laxitud del Estado para con el capital extractivo se encuentra amparado,
nuevamente, en discursos que transitan en torno a las categorías de desarrollo,
modernización y progreso. Otra vez, la razón colonial-moderna-eurocentrada
permea y modela el andamiaje institucional que soporta estas prácticas de
expoliación. En esta línea, como nos plantea Antonelli, con el marco legal y la
decisión política sólo no alcanza: Como toda colonización, la megaminería
trasnacional requiere no sólo de la legalidad de las normativas […] sino una
lengua, una episteme, una genealogía, iconografías y retóricas, su ética y su
filantropía, sus afectos públicos y pasiones políticamente fuertes, y una
profusión de discursos e instituciones de legitimación (100). La naturaleza
cosificada, quebrada en su vínculo metabólico del ser humano, tiene como destino
inevitable ser puesta a disposición del capital mega-minero sin reparar en la
historia etnosocioecológica del territorio a sacrificar. No se contemplan los
millones de litros de agua que se utilicen en tiempo récord en zonas semiáridas
o los riesgos de contaminación con metales pesados ni el quiebre de las
prácticas agrícolas que serán desplazadas de esa geografía. Podemos pensar esta
nueva arremetida del capital extractivista en términos de fascismo territorial
(Sousa Santos, 2010:26), enclaves donde el capital trasnacional regula
socialmente a los habitantes del territorio sin su participación y contra sus
intereses, previa neutralización y/o cooptación del Estado, cuando no de forma
violenta, justamente en naciones que ya están marcadas por la huella colonial
europea. Bajo diferentes formas, la tierra originaria tomada como prerrogativa
de conquista y la subsecuente ‘privatización’ de las colonias se encuentran
presentes en la reproducción del fascismo territorial (Ibíd.).
El desarrollo de la minería metalífera a gran escala puede
pensarse como un ejemplo paradigmático en el cual una visión de la
territorialidad se presenta como excluyente de las existentes (o potencialmente
existentes) (Svampa, Bottaro y Sola Álvarez, 43). Las múltiples
territorialidades (Porto Gonçalves, 2003; 2009; 2016) campesinas, indígenas, de
pequeños agricultores con sus prácticas, saberes e historias son tensionadas,
cuando no eliminadas, por esta territorialidad megaminera, discurso y práctica
extractiva, que tiene como permanente línea de llegada el desarrollo, donde toda
innovación tecnológica producida en el contexto de la modernidad se ve
necesariamente como avance, independientemente de sus motivaciones, impactos y
consecuencias (Machado Aráoz, 2014:57). (…)
Las múltiples heridas de la fractura sociometabólica
En el escenario analizado
pudimos apreciar cómo una compleja trama de operaciones se pone en juego a
partir del avance de la frontera del capital megaminero: la promoción de sujetos
sujetados a la dinámica del valor de cambio, la negación de discursos
“oficiales” sobre la agricultura campesina como modo de vida posible -que
redunda en falta de apoyo estructural a esas economías-, el avance de la
frontera urbana, y la competencia por los bienes comunes (agua-tierramontañas)
se traducen en un despoblamiento silencioso del campo, de los agricultores y de
sus actividades tradicionales. El ser agricultor, a fin de cuentas, es puesto en
tela de juicio como horizonte de existencia posible en este territorio de
sacrificio. Ese desplazamiento, si bien implica la migración campo-ciudad,
significa una profunda transformación del territorio, donde se borran un amplio
espectro de saberes y prácticas transmitidos por generaciones. Ni más ni menos
se pierde un potente entramado cultural vinculado a producción, intercambio y
consumo autónomo de alimentos, y al necesario uso sostenible de la naturaleza.
Estos relatos nos permiten una primera aproximación a cuestiones a profundizar
en torno a las transformaciones ecosocioterritoriales que la fractura
sociometabólica, impulsada por la megaminería, implica en esta región
catamarqueña. Como observamos, aparecen a primera vista cambios en las dinámicas
alimentarias, en las prácticas económicas, en los valores sociales, y las
relaciones comunales, tensionadas a niveles que desfiguran la cotidianeidad y la
historia local. Los testimonios expresan como factor común las tensiones entre
tiempos distintos. Recordemos que el tiempo del capital industrial, con su
obsesión de acumulación incesante para desarrollarse construye a los otros
tiempos como atrasados, donde toda diferencia y diversidad (natural o cultural)
debe ir dejando paso a la monocultura que tiene en el progreso, la modernidad, y
la ciudad “civilizada” su locus por excelencia, su horizonte (Porto Gonçalves,
2016). La penetración del capital como mediador de los vínculos al interior de
la comunidad no desemboca en otra dirección que una dependencia estructural
extrema por parte de la población local. Comunidades históricamente agrarias,
productoras de alimentos para autoconsumo, van dando paso a una progresiva
pérdida de capacidad de autosuficiencia alimentaria, que no es otra cosa, que
las energías vitales que el hombre como parte de la naturaleza intercambia con
otros componentes de la biosfera a fin de reproducir la vida. Es en este sentido
que planteamos la noción de expropiación ecobiopolítica para explicitar cómo
opera un sistema integral de dominio, control y disposición que se ejerce sobre
el complejo de la vida social en general (Machado Aráoz, 2013, 140), desde sus
expresiones materiales más elementales como el agua, la tierra y el alimento
hasta las diversas dinámicas sociocomunitarias y culturales. Si a nivel macro la
actual fase del extractivismo se caracteriza por la degradación extrema de las
condiciones biofísicas de existencia de la especie humana; a nivel
microbiopolítico la producción capitalista está signada por la configuración de
subjetividades crecientemente desvinculadas y enajenadas de los flujos que nos
sostienen como cuerpos humanos vivientes” (Machado Aráoz, 2016:224). En otros
términos, esta “hiperindustrialización/ tecnificación/artificialización de la
vida (patrones de consumo) de unas economías/sociedades demanda y requiere de la
híper-reprimarización de otras”. La megaminería materializa la expropiación
geográfica (Machado Aráoz, 2011) de un “occidente” que aún corre su frontera
mercantil en base a la extinción, una y otra vez, de las culturaseconomías-territorialidades
otras negadas, allí donde se asienta el capital extractivo. Expropiación que en
su dimensión biopolítica expropia los medios que nos hacen cuerpos: el agua, el
aire, el suelo, en suma, el territorio (Id. 172). Esta dinámica necroeconómica
del capital se asienta principalmente en la sistemática depredación sobre las
agroculturas (Machado Aráoz y Paz, 151), siendo éstas sabedoras de los ciclos de
la naturaleza, entendedoras del territorio como espacio de vida y para la vida,
defensoras de la autonomía alimentaria moldeada a lo largo de generaciones,
artesanas de saberes que han transitado el territorio por siglos. En base a los
planteos pioneros de Marx sobre la fractura sociometabólica y los ejemplos
analizados, intentamos evidenciar la potencia del capitalismo en reinventar una
y otra vez la maquinaria devastadora de los ciclos energéticos naturales que
hacen al complejo proceso de vida del que el hombre es victimario y víctima. A
modo de cierre, tomamos la energía vital de esas comunidades que se resisten a
aceptar el “destino inevitable” que ofrece el discurso minero oficial, culturas
que apuestan a sembrar en las “zonas de sacrificio” un “campo de
historia-esperanza”, que practican desde su estar en el territorio la defensa de
la agricultura y la soberanía alimentaria, que reivindican el ser agricultores,
y aleccionan sobre la olvidada reciprocidad con la naturaleza. Parafraseando a
Porto Gonçalves (2016, 310), comunidades que hacen de su lucha por la tierra,
una lucha por la Tierra.
Fuente: RevIISE
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