18 de junio de 2020

III.El gob del PJ-Menem legalizó megaminería y más de una dekada la expandió

Extractivismo minero y 
 fractura sociometabólica
El caso de Minera Alumbrera Ltd., a veinte años de explotación
 
RevIISE | Vol 10 Año 10 - octubre 2017 - marzo 2018. Argentina.
 
 Horacio Machado Aráoz y Leonardo Javier Rossi
 
A modo de introducción
 
Las problemáticas ecológicas como fuente de conflictividad social y movilización política, se han constituido como un rasgo característico y cada vez más relevante del capitalismo tardío, en particular, desde la crisis del régimen de acumulación de posguerra en adelante. El drástico proceso de reconfiguración neocolonial del mundo operado a través de la globalización neoliberal y la intensificación de las modalidades de acumulación por despojo (Harvey, 2004) ha repercutido de manera agravada en la geografía económica y política latinoamericana, cuya riqueza en recursos naturales ha pasado a ser un factor indispensable para los proyectos interesados en “sostener” la tasa de crecimiento de la economía mundial. Un caso emblemático de este fenómeno lo constituye la abrupta expansión de la minería transnacional a gran escala en América Latina en general y en Argentina en particular, a partir de las reformas impulsadas por el Banco Mundial en los años 90. Instauradas por gobiernos neoliberales, el apoyo explícito del Estado a la expansión de la minería transnacional se ha sostenido férreamente en las décadas siguientes, aún en los países que experimentaron significativos cambios de gobierno, con el arribo de fuerzas progresistas y/o de centroizquierda al poder estatal. En la primera década del nuevo milenio la región asistió a un fuerte ciclo de crecimiento económico de la mano de la aceleración de la exportación de materias primas, en un contexto donde la demanda china mantuvo los precios en alza. Ese contexto signó un derrotero de cambio radical en la matriz productiva y socioterritorial en la región, caracterizada por una ruta de reprimarización, concentración, y extranjerización de sus economías. Paradójicamente, el proceso de reversión de las políticas de ajuste de los 90 y de mejoramiento relativo de los indicadores socioeconómicos que experimentaron amplios sectores sociales, en el marco de la primera década del siglo XXI en la región, ha estado estructural y materialmente sustentado en el fuerte dinamismo de las exportaciones de materias primas, fenómeno que -como ha sido analizado- significó la recreación y el rediseño de las modalidades históricas de la dependencia estructural y la inserción subordinada de la economía regional, ahora articulada a la voracidad industrial de China (Machado Aráoz, 2015b). Los debates y conflictos sociopolíticos emergentes en este escenario parecieron intensificar el aparente antagonismo entre “sociedad” y  “naturaleza”.
 
Más específicamente, mientras que la ampliación de la frontera extractivista intensificó las resistencias protagonizadas por organizaciones de poblaciones afectadas y movimientos socioambientales, por el otro lado, fuerzas políticas y gobiernos sostuvieron a rajatabla ese modelo de crecimiento. En especial, los gobiernos progresistas defendieron sus políticas extractivistas presentándolas como condición necesaria para “la superación de la pobreza” y la “inclusión social” de los sectores sociales históricamente marginados. La concepción ideológica de que había que optar entre la “preservación del medioambiente” o la “superación de la pobreza” fue rearticulada en este nuevo escenario como clave de bóveda de las disputas políticas1 . Un argumento, en realidad, neoliberal (la primacía del crecimiento económico, resolverá, a largo plazo, los problemas sociales y ecológicos)2 fue férreamente asumido por los gobiernos de la región, incluso aquellos que se reivindicaban como “postneoliberales” y/o “de izquierda”. A nuestro entender, estas disputas ideológico políticas expresan sintomáticamente la separación ontológica que la Razón Moderna instituyó entre Sujeto y Naturaleza, como fundamento epistémico y práctico de su modo de concebir, conocer y relacionarse con el Mundo.

El imperativo del dominio, control y explotación (aunque sea “racional”, ahora predicado como “sustentable”) de la Naturaleza como “condición” para la emancipación humana, sigue reproduciendo esa idea primordial de la Razón imperial, que concibió a la Tierra como “objeto colonial”, fundamento y base de todas las conquistas (Machado Aráoz, 2010). El imaginario colonial desarrollista que atraviesa e impregna las modu-laciones ideológicas tanto de los gobiernos de “derecha” y de “izquierda” en la región sigue reeditando esa gravosa dicotomía. En buena medida ese imaginario sigue resultando eficaz para invisibilizar los procesos de depredación de las fuentes primarias de la vida, como condición y efecto de la dinámica de la acumulación capitalista. En este trabajo ofrecemos una mirada crítica que justamente apunta a correr el velo ideológico del “crecimiento” como amortiguación de los efectos expropiatorios de la acumulación por despojo. Para ello recurrimos a la revisión del concepto de metabolismo social y de fractura sociometabólica provisto originariamente por Marx para analizar los efectos e implicaciones que la expansión del extractivismo (en este caso, el extractivismo minero) tiene sobre las economías locales, en términos de acumulación por despojo y expropiación ecobiopolítica. Dar cuenta de estos procesos nos parecen fundamentales para revisar y reorientar las búsquedas teórico políticas de nuevos horizontes emancipatorios en el siglo XXI.
 
Desvincular(nos) de la Naturaleza, el origen
Para afrontar en términos realistas los cruciales problemas ecológicos del presente, creemos imprescindible una revisión de los análisis críticos en torno a la relación Sujeto-Naturaleza, tal como ha sido hegemónicamente concebida por la colonialidad del saber/poder moderno. El materialismo histórico de Marx provee, a nuestro entender, una base ontológica apropiada para restablecer una concepción relacionaldialéctica, allí donde ha primado erróneamente una mirada dicotómica y, en última instancia, antropocéntrica. El punto de partida de Marx para comprender la relación Naturaleza-Sociedad es el concepto de Metabolismo Social que, en definitiva, pone en el centro de los procesos de hominización/ humanización de la Naturaleza al proceso social de trabajo. Pues, para Marx, “(L)la primera premisa de toda la historia humana es la existencia de individuos humanos vivos. El primer hecho a constatar es, por tanto, la organización corpórea de esos individuos y la relación por eso existente con el resto de la naturaleza (Marx y Engels, 1974: 19). Partir de los individuos humanos vivientes, implica, ante todo, negar radicalmente toda separación entre Naturaleza y Sociedad y rechazar todo antropocentrismo. O, si se prefiere, supone partir de la afirmación básica de que el ser humano es naturaleza, tal como puede leerse en los Manuscritos de 1844: La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; es decir, la naturaleza en cuanto no es el mismo cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el que debe mantenerse en un proceso constante, para no morir.
 
La afirmación de que la vida física y espiritual del hombre se halla entroncada con la naturaleza no tiene más sentido que el que la naturaleza se halla entroncada consigo misma, y que el hombre es parte de la naturaleza. Sobre esa base, Marx introduce la noción de metabolismo social para dar cuenta de la especificidad de lo humano. Con ella Marx refiere a los imprescindibles y continuos intercambios energético-materiales que vinculan a los cuerpos humanos vivientes con el resto de los seres y elementos de la biósfera, haciendo de tal modo materialmente posible su sobrevivencia. Dichos intercambios consisten en flujos energético-materiales que circulan en dos grandes direcciones, y cuyos vectores claves son el alimento y el trabajo: de un lado, hay un flujo fundamental de agua, aire y alimento que va de la Tierra a los cuerpos/poblaciones proveyendo los nutrientes básicos de los que dependen. Del otro lado, ello supone un correlativo flujo energético que va de los de los cuerpos-poblaciones a la Tierra en forma de trabajo social. Éste, como energía inseparablemente física-psíquica-emocional, es la condición universal para la interacción metabólica entre el hombre y la naturaleza, la perenne condición de la existencia humana impuesta por la naturaleza (Marx, 1867).
 
Se comprende así, en qué medida, para Marx, el metabolismo social es la condición ecológicopolítica fundamental para la existencia de los individuos y las sociedades humanas. A través de las nociones de metabolismo social y de trabajo, da cuenta, por un lado, del proceso de irrupción de lo humano en la historia de la materia (hominización). La emergencia de lo humano como tal dentro del proceso geo-histórico-biológico de complejización de las formas de vida, acontece como producto el específico obrar humano (trabajo) en la procuración de su subsistencia; es por medio de su propia práctica, que el ser humano viviente va produciendo a sí mismo como un ser socio-cultural, tecnológico y político, como rasgos distintivos de la especie. Y esta misma categoría es la que toma como punto de partida para el análisis de la especificidad histórica del capitalismo, entendido éste como modo de producción que opera y emerge de una drástica fractura sociometabólica (Marx, 1867; Foster, 2000).
 
Marx emplea la noción de fractura metabólica como categoría para dar cuenta de los procesos históricos que se suscitaron en Europa en torno los masivos cercamientos de campos, la expulsión a gran escala de campesinos hacia las ciudades, y el cambio de patrón productivo en vastas áreas agrícolas. Su centro de atención es la pérdida de nutrientes naturales en los suelos ahora dedicados a abastecer las incipientes urbes, y despojados de sus ciclos de reposición de fertilidad en una proyección plausible, mediante una agricultura artesanal que va dejando paso a la industrialización de la actividad. Esta fractura metabólica no sólo operaba en la división antagónica entre ciudad y campo al interior europeo sino que a un nivel más global, colonias enteras veían el robo de sus tierras, sus recursos y su suelo en apoyo de la industrialización de los países colonizadores (Foster, 2000: 253). En términos de Wallerstein, la economía-mundo europea del siglo dieciséis se volvió irremediablemente capitalista (115).
 
El cambio trascendental que implica la creciente privatización de toda forma de trabajo y de aspectos básicos para el desarrollo de la vida, como el suelo, el alimento, la vestimenta hasta entonces regidos bajo otras lógicas de reproducción lleva a alertar ya en el siglo XIX sobre la imposibilidad física de ese proceso incesante de acumulación de capital. Una mirada crítica de este proceso epistémico de largo y profundo alcance lleva a considerar que la sociedad capitalista ha violado las condiciones de sostenibilidad impuestas por la naturaleza (Foster, 252). Basado en este análisis y tomando en cuenta sus propias investigaciones históricas sobre el proceso de expansión colonial del capitalismo, Jason Moore ha destacado que la incesante dinámica de la acumulación requiere como condición sine qua non, el continuo corrimiento de la frontera mercantil, lo que va arrasando ecosistemas desde sus inicios hasta la actualidad.
 
En un comienzo, centrado en la desestructuración de sistemas socioeconómicos feudales, y con la tala de bosques como una de las principales degradaciones ecológicas desatadas en tierras de lo que luego sería Europa, para posteriormente avanzar a territorios de ultramar. Como destaca Moore, las fronteras mercantiles más significativas se basaron en la explotación del medio ambiente con los ejemplos coloniales extractivos del azúcar, la minería de plata y oro, tabaco, entre otros (2003:24). El concepto de frontera mercantil nos permite ver con mayor claridad la fractura metabólica operada entre la expansión del espacio capitalista y la producción anclada territorialmente. El gran triunfo del capitalismo a lo largo de su derrotero ha sido evitar los costos de la degradación ecológica local y regional mediante la reubicación de sus actividades de acumulación. En otros términos, el capitalismo es constitutivamente un sistema global y globalizador (Moore, 2003:43).
 
La modernidad capitalista aparece como el resultado desde sus inicios de transacciones transcontinentales cuyo carácter verdaderamente global sólo comenzó con la conquista y la colonización de las Américas (Coronil, 111). En este recorrido se torna clave la noción de extractivismo que, como observamos a la luz de esta síntesis histórica, es una práctica económico político cultural estructural del actual sistemamundo. El capitalismo nace de y se expande con y a través del extractivismo (Machado Aráoz, 2015a:15); es el eje de la acumulación originaria o bien de la acumulación por desposesión (Harvey). El extractivismo es un profundo proceso de desterritorialización, transformaciones ecológicas, desplazamientos de poblaciones junto con sus prácticas productivas y culturales que hacen parte inescindible de este permanente proceso de reproducción del capital (Machado Aráoz 2013, 2015a).
 
Minería colonial, condición del capital
 
La “acumulación primitiva” colonial, lejos de ser una precondición para el desarrollo capitalista, ha sido un elemento indispensable de su dinámica interna (Coronil, 111). Dentro de la larga historia colonial de América Latina el rol de la actividad minera ha tenido un lugar protagónico. Desde la centralidad que encarnó la extracción de plata y oro en la primera fase colonial, con el cerro de Potosí como geografía destacada, hasta la actual etapa de multiplicación de proyectos megamineros a lo largo de las montañas de sur y centro América, el extractivismo minero recrea una y otra vez el ciclo de fractura metabólica: desplazamiento de poblaciones locales, afectación de los ciclos naturales en los territorios sacrificados, irrupción de las prácticas económicas-culturales autóctonas. Tanto en la etapa de colonización y conquista; la era liberal y la conformación de las economías primarioexportadoras (fines del siglo XIX e inicios del XX); como en la etapa neoliberal actual permanece la condición colonial con la explotación de recursos naturales como una de sus dinámicas centrales (Teubal y Palmisano). Para dimensionar el impacto que significó el territorio colonizado en la dinámica del capital internacional, vale observar que en el siglo XVI sólo en Potosí se producía el 74% de la producción mundial de plata (Id. 137). Potosí significó el ejemplo por excelencia del capitalismo moderno temprano. En este territorio y sus alrededores, dinámicas culturales de raigambre agraria fueron arrasadas para dar paso a una de las grandes urbes del mundo en ese entonces, en paralelo que miles y miles de cuerpos nativos eran extinguidos como mano de obra minera; las prácticas de la empresa colonial contaminaban cursos de agua como nunca antes; y poblados de regiones próximas eran incorporados a la dinámica capitalista como abastecedores de alimentos reformulando los ciclos de producción e intercambio de comunidades enteras (Moore, 2003). Destaca Moore en La Naturaleza en la transición del feudalismo al capitalismo: La división ciudad-campo del trabajo que tomó forma con el auge de Potosí no sólo expresaba relaciones de poder económico y político. Expresaba igualmente las con-tradicciones metabólicas del sistema que surgía (p. 27). Ese corrimiento de la frontera minera hacia América implicaba el avance de otras fronte-ras al interior del territorio americano: desde el altiplano hasta la costa, el proceso de anexión al capitalismo significó desentramar procesos ecológicos, complementariedad en el abastecimiento alimentario, tiempos agroproductivos con base en el territorio habitado, destrucción de sistemas hidráulicos, hambre. La frontera minera alteró estos sistemas en todas las zonas, apunta Moore (2003:29- 30). Las minas exigían grandes desplazamientos de población y desarticulaban las unidades agrícolas comunitarias; no sólo extinguían vidas innumerables a través del trabajo forzado, sino que además, indirectamente, abatían sistemas colectivos de cultivo (Galeano, 64). Potosí escenificó el consumo, la ostentación, la acumulación, la inversión, el cálculo, el costo-beneficio y su revés: hambre, pobreza extrema, una pobreza inédita y desconocida hasta el momento” (Machado Aráoz, 2014:97). Genocidioecocidio-epistemicidio son eslabones inseparables de la férrea cadena que marca históricamente el principio de la minería colonial (Machado Aráoz, 2014:111). Pero este principio colonizador no será sólo devastación y ruina sino que sentará bases histórico culturales y geográficas mediante complejos sistemas de violencia que moldearán los territorios y los cuerpos disciplinados para su cíclica reproducción. Como destaca Porto Gonçalves (2009): el colonialismo no fue simplemente una configuración geopolítica por medio de la cual el mundo se mundializó sino más bien la colonialidad es constitutiva de las relaciones sociales y de poder del sistema-mundo en sus más diferentes escalas (126).
 
En términos de Gunder Frank, las relaciones metrópolis-satélites no se circunscriben sólo a la escala imperial sino que permean y estructuran la propia vida económica, sociopolítica, y cultural de los países colonizados (148). Esa dinámica, como se observó en el ejemplo fundante del Potosí, se recrea en los diversos territorios colonizados en múltiples direcciones, convirtiendo a satélites de las metrópolis en centros al interior de la tierra colonial. Desde ese entonces a la actualidad se reinventa la lógica imperial y el colonialismo interno en términos de dominación del capital nacional e internacional, como en la ocupación de los espacios territoriales y sociales de un país a otro y al interior de un mismo país (González Casanova, 421,422).
 
Desde una mirada actual, esta lógica (siempre en diálogo con el pasado colonial) configura regiones enteras dependientes de una actividad económica implantada externamente que somete no sólo con objetivos económicos sino en lo político, cultural, social, psicológico y jurídico. Como nos plantea la teoría de la dependencia, en estos enclaves las decisiones del proyecto extractivista se toman en el exterior, mientras que los beneficios de la empresa apenas pasan en su flujo de circulación por el suelo donde tiene su origen sin tener realmente conexiones con la economía local. El capital inversor sí se vincula con el poder central dependiente (naciónprovincia-municipio) para gestionar la concesión en negociaciones, siempre desligadas de la posibilidad de cualquier desarrollo autónomo por parte de quienes habitan los territorios elegidos para la apropiación de recursos por parte del capital inversor (Cardoso y Faletto). A decir de Milton Santos, las economías primarioexportadoras significan una sucesiva pérdida de control en la organización espacial por parte de los Estados dependientes, donde mediante las inversiones del capital la demanda procedente del centro queda directa e inmediatamente marcadas en la sociedad, en la economía y en el espacio (50)
 
El reimpulso en clave neoliberal que atravesó la región en la década del 2000.
 
Desde fines de la década del ochenta una nueva avanzada minera atraviesa América Latina. Esta vez, tras la crisis de sobreacumulación del capitalismo internacional iniciada en la década del setenta reaparece un voraz apetito del capital trasnacional por los recursos naturales como medio de anclaje del capital excedente (Harvey, 2004). Harvey (2001) analiza cómo en el marco de una geografía imperial del capital, los espacios subalternizados son objetos de recursivos ciclos de acumulación por despojo, mediante nuevos corrimientos de la frontera del capital. En el marco neoliberal, se produce un desplazamiento en los mecanismos de regulación política que tenderá a trastocar de forma radical las relaciones entre espacio y poder estatal. Opera entonces una disipación de la ilusión de competencia y control sobre el territorio por parte del Estado, en favor de una amplia autonomía del capital que se traduce en la aprobación jurídica-política a una diversidad de tecnologías utilizadas para explotar la naturaleza, humana y no humana (Ciuffolini, 18-19). Consenso de Washington mediante, los países de la región dieron paso a la liberalización y des-re-regulación de la economía en pos de incentivar las inversiones extranjeras directas, según marcaban las pautas de los organismos económicos internacionales.
 
Tres fueron los pilares centrales de estos lineamientos:
·         Plena seguridad jurídica sobre la propiedad de las concesiones mineras (preeminencia de la propiedad minera sobre los derechos superficiarios; total garantía legal y judicial de las inversiones extranjeras).
·         Grandes beneficios fiscales y comerciales (estabilidad jurídica por períodos de entre 25 y 30 años; eliminación de tasas de importación y exportación; desgravación de impuestos internos y de regalías mineras o su limitación a tasas insignificantes; libre disponibilidad de divisas y desregulación total sobre la remisión de utilidades).
·         Una legislación y sistema de controles ambientales extremadamente laxos (Machado Aráoz, 2011, 159) Argentina dio paso a la Ley de Inversiones Mineras (24.196/93) que habilitó la privatización del subsuelo, en sintonía con lo que ocurría por la misma época en países como México, Ecuador, Bolivia, Brasil y Perú.
 
En ese escenario se desató un boom minero que se tradujo en un crecimiento de las inversiones en exploración medidas en millones de dólares de 400 por ciento en ocho años en Latinoamérica. La expansión de la megaminería no detuvo su marcha pese al cambio de escenario político.
 
Con la irrupción creciente de gobiernos de centroizquierda, nacionales-populares y progresistas el avance del extractivismo minero también vio acrecentarse, triplicándose las exportaciones de la actividad en otro lapso de ocho años. Facilidades comerciales, fiscales, financieras, ambientales, y de las fuerzas de seguridad forman parte del apoyo estatal a la actividad que renovó su impulso en los últimos quince años bajo el denominado consenso de los comoditties (Svampa) o consenso de Beijing (Machado Aráoz, 2014), junto con otras actividades extractivas (granos, hidrocarburos, forestal). La megaminería se torna política de Estado por encima de cualquier matiz político-partidario. El reimpulso minero trae una vez más, bajo nuevos lenguajes y prácticas, el anclaje colonial de la economía latinoamericana. Esta laxitud del Estado para con el capital extractivo se encuentra amparado, nuevamente, en discursos que transitan en torno a las categorías de desarrollo, modernización y progreso. Otra vez, la razón colonial-moderna-eurocentrada permea y modela el andamiaje institucional que soporta estas prácticas de expoliación. En esta línea, como nos plantea Antonelli, con el marco legal y la decisión política sólo no alcanza: Como toda colonización, la megaminería trasnacional requiere no sólo de la legalidad de las normativas […] sino una lengua, una episteme, una genealogía, iconografías y retóricas, su ética y su filantropía, sus afectos públicos y pasiones políticamente fuertes, y una profusión de discursos e instituciones de legitimación (100). La naturaleza cosificada, quebrada en su vínculo metabólico del ser humano, tiene como destino inevitable ser puesta a disposición del capital mega-minero sin reparar en la historia etnosocioecológica del territorio a sacrificar. No se contemplan los millones de litros de agua que se utilicen en tiempo récord en zonas semiáridas o los riesgos de contaminación con metales pesados ni el quiebre de las prácticas agrícolas que serán desplazadas de esa geografía. Podemos pensar esta nueva arremetida del capital extractivista en términos de fascismo territorial (Sousa Santos, 2010:26), enclaves donde el capital trasnacional regula socialmente a los habitantes del territorio sin su participación y contra sus intereses, previa neutralización y/o cooptación del Estado, cuando no de forma violenta, justamente en naciones que ya están marcadas por la huella colonial europea. Bajo diferentes formas, la tierra originaria tomada como prerrogativa de conquista y la subsecuente ‘privatización’ de las colonias se encuentran presentes en la reproducción del fascismo territorial (Ibíd.).
 
El desarrollo de la minería metalífera a gran escala puede pensarse como un ejemplo paradigmático en el cual una visión de la territorialidad se presenta como excluyente de las existentes (o potencialmente existentes) (Svampa, Bottaro y Sola Álvarez, 43). Las múltiples territorialidades (Porto Gonçalves, 2003; 2009; 2016) campesinas, indígenas, de pequeños agricultores con sus prácticas, saberes e historias son tensionadas, cuando no eliminadas, por esta territorialidad megaminera, discurso y práctica extractiva, que tiene como permanente línea de llegada el desarrollo, donde toda innovación tecnológica producida en el contexto de la modernidad se ve necesariamente como avance, independientemente de sus motivaciones, impactos y consecuencias (Machado Aráoz, 2014:57). (…)
 
Las múltiples heridas de la fractura sociometabólica
 
En el escenario analizado pudimos apreciar cómo una compleja trama de operaciones se pone en juego a partir del avance de la frontera del capital megaminero: la promoción de sujetos sujetados a la dinámica del valor de cambio, la negación de discursos “oficiales” sobre la agricultura campesina como modo de vida posible -que redunda en falta de apoyo estructural a esas economías-, el avance de la frontera urbana, y la competencia por los bienes comunes (agua-tierramontañas) se traducen en un despoblamiento silencioso del campo, de los agricultores y de sus actividades tradicionales. El ser agricultor, a fin de cuentas, es puesto en tela de juicio como horizonte de existencia posible en este territorio de sacrificio. Ese desplazamiento, si bien implica la migración campo-ciudad, significa una profunda transformación del territorio, donde se borran un amplio espectro de saberes y prácticas transmitidos por generaciones. Ni más ni menos se pierde un potente entramado cultural vinculado a producción, intercambio y consumo autónomo de alimentos, y al necesario uso sostenible de la naturaleza. Estos relatos nos permiten una primera aproximación a cuestiones a profundizar en torno a las transformaciones ecosocioterritoriales que la fractura sociometabólica, impulsada por la megaminería, implica en esta región catamarqueña. Como observamos, aparecen a primera vista cambios en las dinámicas alimentarias, en las prácticas económicas, en los valores sociales, y las relaciones comunales, tensionadas a niveles que desfiguran la cotidianeidad y la historia local. Los testimonios expresan como factor común las tensiones entre tiempos distintos. Recordemos que el tiempo del capital industrial, con su obsesión de acumulación incesante para desarrollarse construye a los otros tiempos como atrasados, donde toda diferencia y diversidad (natural o cultural) debe ir dejando paso a la monocultura que tiene en el progreso, la modernidad, y la ciudad “civilizada” su locus por excelencia, su horizonte (Porto Gonçalves, 2016). La penetración del capital como mediador de los vínculos al interior de la comunidad no desemboca en otra dirección que una dependencia estructural extrema por parte de la población local. Comunidades históricamente agrarias, productoras de alimentos para autoconsumo, van dando paso a una progresiva pérdida de capacidad de autosuficiencia alimentaria, que no es otra cosa, que las energías vitales que el hombre como parte de la naturaleza intercambia con otros componentes de la biosfera a fin de reproducir la vida. Es en este sentido que planteamos la noción de expropiación ecobiopolítica para explicitar cómo opera un sistema integral de dominio, control y disposición que se ejerce sobre el complejo de la vida social en general (Machado Aráoz, 2013, 140), desde sus expresiones materiales más elementales como el agua, la tierra y el alimento hasta las diversas dinámicas sociocomunitarias y culturales. Si a nivel macro la actual fase del extractivismo se caracteriza por la degradación extrema de las condiciones biofísicas de existencia de la especie humana; a nivel microbiopolítico la producción capitalista está signada por la configuración de subjetividades crecientemente desvinculadas y enajenadas de los flujos que nos sostienen como cuerpos humanos vivientes” (Machado Aráoz, 2016:224). En otros términos, esta “hiperindustrialización/ tecnificación/artificialización de la vida (patrones de consumo) de unas economías/sociedades demanda y requiere de la híper-reprimarización de otras”. La megaminería materializa la expropiación geográfica (Machado Aráoz, 2011) de un “occidente” que aún corre su frontera mercantil en base a la extinción, una y otra vez, de las culturaseconomías-territorialidades otras negadas, allí donde se asienta el capital extractivo. Expropiación que en su dimensión biopolítica expropia los medios que nos hacen cuerpos: el agua, el aire, el suelo, en suma, el territorio (Id. 172). Esta dinámica necroeconómica del capital se asienta principalmente en la sistemática depredación sobre las agroculturas (Machado Aráoz y Paz, 151), siendo éstas sabedoras de los ciclos de la naturaleza, entendedoras del territorio como espacio de vida y para la vida, defensoras de la autonomía alimentaria moldeada a lo largo de generaciones, artesanas de saberes que han transitado el territorio por siglos. En base a los planteos pioneros de Marx sobre la fractura sociometabólica y los ejemplos analizados, intentamos evidenciar la potencia del capitalismo en reinventar una y otra vez la maquinaria devastadora de los ciclos energéticos naturales que hacen al complejo proceso de vida del que el hombre es victimario y víctima. A modo de cierre, tomamos la energía vital de esas comunidades que se resisten a aceptar el “destino inevitable” que ofrece el discurso minero oficial, culturas que apuestan a sembrar en las “zonas de sacrificio” un “campo de historia-esperanza”, que practican desde su estar en el territorio la defensa de la agricultura y la soberanía alimentaria, que reivindican el ser agricultores, y aleccionan sobre la olvidada reciprocidad con la naturaleza. Parafraseando a Porto Gonçalves (2016, 310), comunidades que hacen de su lucha por la tierra, una lucha por la Tierra.

Fuente: RevIISE | Vol 10 Año 10 - octubre 2017 - marzo 2018. Argentina.pp. 273-286 www.reviise.unsj.edu.ar

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