¿Democracia o partidocracia?
K.Raveli 2011 (Ezk. Iraulka
'94 jatorrizkoa)
¿Puede ser llamado democrático el régimen
político-institucional adoptado como modelo por las sociedades
capitalistas modernas? ¿Es mejorable en sentido democrático? ¿Corresponde
en alguna medida, en cualquiera de sus formas y aplicaciones, a un sistema
de poder del pueblo, que es lo que realmente tendríamos que entender con
el término de democracia? De entrada, sabemos por experiencia
histórica que nunca han existido procesos de poder popular que hayan
podido plasmarse de forma duradera por la vía del régimen parlamentario
capitalista. Hablamos de procesos efectivamente controlados por colectivos de
base y redes sociales con intereses de concreto e indudable carácter
popular. La república española de 1936 o el gobierno de Unidad Popular de
Chile de 1973 podrían ser dos ejemplos elocuentes para ilustrar como, por
encima del régimen parlamentario, existen estructuras y mecanismos de
poder dispuestos a invalidar con todos los medios un
desarrollo o, simplemente, una utilización democrática, popular, de este
modelo institucional. Es decir que, en los pocos casos en los que
unos movimientos de amplio carácter social han llegado a alcanzar
cualquiera de los niveles de poder teóricamente accesibles por
vía electoral y parlamentaria (que se reducen, en definitiva, al gobierno
institucional del estado y a una ocupación importante de los escaños
parlamentarios, generalmente solo en las cámaras bajas), el sistema
general no los ha aguantado por mucho tiempo. En pocas palabras, no parece
que se trate de un régimen que esté pensado para responder a las
exigencias de procesos políticos con características radicalmente populares,
de poder real, efectivo, por parte de las mayorías sociales de un país.
Entonces, ¿si el
régimen parlamentario no es realmente una democracia, qué es? ¿Es posible
plasmar un modelo íntegramente democrático, con todas sus consecuencias?
¿Es planteable una democracia real, entendida en su sentido lógico y
natural de poder del pueblo, es decir: de poder popular absolutamente
profundo y general? Vamos a intentar responder a
estas preguntas, ofreciendo de forma sucinta algunos de los múltiples
elementos que pueden ilustrar la mistificación democrática del
régimen parlamentario. Procuraremos señalar al mismo tiempo algunos
caminos interesantes para un realizable desarrollo democrático de una
civilización socialmente avanzada.
Estos son los argumentos que vamos a tocar: Los
partidos El poder local El derecho La democracia entendida
como proceso permanente La dialéctica mayorías-minorías La
representatividad Las votaciones y las elecciones El concepto de poder
La ética social
Los partidos.
Los partidos son las estructuras políticas
portantes, indispensables e insustituibles del modelo parlamentario. Por
lo que a éste se le denomina a veces partitocracia. Casi
todos los engranajes de funcionamiento y control interno del régimen se
plasman ahora a través del juego de los partidos. Un juego que forma una
pantalla-espectáculo en continuo movimiento, casi impenetrable – para lo
que llaman el "ciudadano" común - al reconocimiento de los
verdaderos mecanismos autocráticos de todo el sistema. Nadie puede negar
que, en general, tratamos de formaciones estables que se rigen
con estructuras y procesos que de ninguna manera se pueden definir
democráticos. A pesar (¿o justamente?) porque juegan sobre discursos
ideológicos que en realidad recubren casi siempre intereses de índole
bastante diferente, y hasta opuesta, a estas ideologías, éticas e ideas
profesadas (socialistas, liberales, populares o populistas,
nacionalistas, cristian as,
fundamentalistas, sionista, de derechas, de izquierdas, centristas, demócratas, socialdemócratas,
republicanas, monárquicas, progresistas, conservadoras, etc.). En lo esencial, estos intereses corresponden a los de
sectores más o menos amplios de titulares del poder real, el económico, y
que por este poder pragmático y efectivo tienen la posibilidad de utilizar
o condicionar a los partidos. Es lo que vemos con los impresionantes
gastos electorales, accesibles sólo a algunos de ellos. Un vasallaje
económico ya casi normalizado, a pesar de que resulte antagónico con esas
ideologías, conceptos y lenguajes utilizados en programas, propaganda,
discursos parlamentarios y debates en los mass media. Las estructuras
de todos los partidos suelen ser muy rígidas y
prácticamente infranqueables para los simples militantes de base, sobre
todo cuando éstos no se adecuan a esta ambivalencia entre discursos y
prácticas reales. Sus mecanismos de organización se caracterizan, en
general, por una sumisión jerárquica a decisiones adoptadas en círculos
restringidos. Por lo tanto, prácticamente secretas como las cuentas de su
gestión, por lo que concierne los datos más sensibles.
Decisiones transmitidas después de forma burocrática
de arriba abajo, favoreciendo muy a menudo el clientelismo-amiguismo y
hasta el nepotismo, por lo tanto con la manipulación y desactivación
controlada de todo debate crítico y franco. Sus "congresos" y
"asambleas", en lo que concierne las resoluciones de fondo, son
verdaderas parodias de un debate democrático, cuando no simples
representaciones de imagen y propaganda para la galería
mediática. Por otro lado, no hay prácticamente ninguna posibilidad de
participar en algún nivel de actividad del régimen (elecciones,
representaciones, administración, gobierno, judicatura, etc) sin pasar por
un partido. Las demás expresiones sociales (organismos y
movimientos populares, por ejemplo) o bien se someten a esta lógica, o
bien tienen que desarrollar procesos externos y hasta desestabilizadores
para poder lograr una incidencia políticoinstitucional. Dicho de otra
forma, las puertas oficiales quedan cerradas a cualquier impulso o
estímulo directo que sea realmente crítico - colectivo o individual - y
dirigido directamente hacia cualquiera de los mecanismos
político-institucionales del régimen. Los partidos interpretan los intereses
del pueblo - así se afirma – sobre la base de una determinada ideología o
línea ideológica, y los transforman en presunta o real – pero siempre
condicionada – representación fundada en mayorías y minorías electorales
y parlamentarias, apoyada por discursos ofrecidos en la conocida y muy
controlada escena mediática. Es decir, que los institucionalizan en un
lugar que llaman de representación de la voluntad popular, pero donde
todas las decisiones, después de un recorrido tan condicionado, raras veces
responden realmente a las necesidades sociales originariamente
reconocidas. Ese mismo juego de mayorías y minorías - que se nos presenta
como manifestación y plasmación de democraticidad y representatividad del
parlamento – está totalmente sometido a la dinámica interna de estas
instituciones y, sobre todo, al poder real de otros factores de poder, en
su mayoría económicos, a través de grupos de presión (por ejemplo las
famosas lobbies de presión parlamentaria) y otras articulaciones y
dispositivos oligárquicos. Algunos oficiales y reconocidos; otros mucho
más discretos, como se suele decir. Sea de carácter nacional, estatal o
supranacional. Sin olvidar el poder mediático y, ahora cada vez más
predominante, la producción y utilización mediática de encuestas, sondeos
y otros artefactos manipuladores de la ciencia sociológica dominante. Por supuesto, hoy tenemos que incluir en el modelo
parlamentario este protagonista determinante en manos del poder económico:
los mass media, decisivos para condicionar mejor a la misma partitocracia,
y desde donde se deconstruye y manipula de forma muy sofisticada las
contradicciones entre intereses populares y discursos políticos.
Sin embargo, entramos ahí en otro terreno, el del llamado cuarto poder,
que habrá que tratar a parte.
El poder local.
Existe un único marco social privilegiado y natural donde
es posible una democracia directa y permanente. Es decir, un poder popular
física y materialmente coherente y transparente: el marco local,
municipal, barrial... de la organización política. Un ámbito físicamente
cercano y conocido por toda la comunidad. Por supuesto, las tecnologías de
información y comunicación de utilización libre y horizontal pueden
extender una parte de estas calidades, condiciones y premisas de democracia
directa; hasta en el conocimiento personal y en la cercanía ambiental,
bajo determinadas condiciones. No permiten, sin embargo, la vivencia
biorregional completa y personal, necesaria para llenar hasta el fondo de
contenido humano, natural, los procesos democráticos, representados, por
ejemplo, por sus apogeos asamblearios. En cualquier caso, el régimen
parlamentario ha llegado a expropiar, prácticamente en su totalidad, esta
capacidad y posibilidad de autonomía y de gestión democrática de
estos marcos locales, en los que es realmente posible un proceso de
democratización general. Esta es la prueba más categórica de ausencia de
democracia. Esta expropiación ha sido ejecutada, en primer lugar,
encajando a los ayuntamientos en el último eslabón del poder administrativo
e institucional, con las correspondientes leyes reguladoras. Por otro
lado, anulando toda posibilidad de desarrollo político municipal,
al imponer el partidismo estatal (o regional) como único modelo y vehículo
de participación también en el marco local. El sistema parlamentario
ha invertido el sentido del flujo cívico desde el origen de su formación y
desarrollo en los municipios, encauzándolo hacia los marcos nacionales
y estatales del poder: por encima de todo se pone la institución estatal,
con su dinámica política y parlamentaria centralizada.
Por lo tanto, el presupuesto y la administración
del estado, de la justicia y de la fuerza (en definitiva las necesidades
del poder de estado), determinan la actividad de todos los mecanismos del
régimen, mientras que los marcos donde es posible la democracia directa,
los procesos cívicos realmente democráticos, resultan ser una especie de
apéndice de tercer nivel, subsidiaria y de absoluta dependencia económica
(presupuesto, hacienda, etc.), institucional, judicial, etc. Esto tiene su
lógica si pensamos que el sistema socio-económico del
que es parte integral el régimen parlamentario depende, a fin de cuentas,
del poder y de las estrategias de unas minorías muy restringidas (e,
incluso a veces, desconocidas): las que detienen el poderío económico, en
todas sus formas, y que a través de sus resortes pueden controlar todos
los demás poderes centralizados (mediáticos, políticos, institucionales,
judiciales, culturales, militares, científicos...) y que, por esta razón,
necesitan impedir por todos los medios ,
que pueda generarse y legitimarse algún tipo de descentralización y
autonomía real de los marcos locales, ahí donde sea posible un poder
popular efectivo.
En definitiva, es evidente que en los municipios es mucho
más fácil realizar una concepción de democracia al margen de los
macropartidos y de los grupos de presión mediático-oligárquica,
considerando que serían los movimientos populares los que podrían expresar
directamente, sin mediaciones burocráticas, centralizadoras
y homologantes, las necesidades e intereses populares. Sin necesidad de
recurrir a instituciones ideológicas como los partidos, o como
determinados movimientos sociales estructurados a nivel nacional o
estatal. Una concepción democrática, donde la participación es directa y
se establece sobre la base del potencial y disponibilidad de cada
ciudadano, con un seguimiento, control y posibilidad permanente de
revocación de los representantes (conocidos y observados por todos en su
quehacer social), se funda justamente sobre movimientos populares de
nivel local, tan activos como intermitentes según necesidades y
condiciones objetivas y naturales. Entonces, hablamos por supuesto de
una concepción de poder al margen de las ideologías, fundada en intereses
concretos de los diferentes sectores sociales, de la biodiversidad y de la
cultura de cada comunidad; donde organismos y movimientos de base son los
vehículos principales de la voluntaria actividad cívica, social, institucional
y cultural. Es decir, la actividad política.
Cuando hablamos de construcción nacional, de
poder constituyente y de democracia (o de biodemocracia), tendríamos que
invertir la lógica parlamentarista. Una lógica que traslada la política
hacia el juego mediático y partidista de las minorías/mayorías estatales-nacionales,
y de la formación mediática de la opinión pública; un juego centralista y
homogeneizador a todos los efectos. Casi siempre negativos, desde
una ética y una cultura realmente democrática y biorregional.
Al contrario, en una sociedad
democrática real, el poder local y después las confederaciones de poderes
locales, tendrían que ser la base de la dialéctica política y
de cooperación nacional, con todas sus lógicas premisas y consecuencias:
1.
Autonomía económica, control y gestión fiscal local, con
substitución del principio de centralización nacional con los principios
de solidaridad, cooperación y confederación entre municipios y
regiones;
2. Autonomía
cultural e implementación de la biodiversidad y riqueza regional
como marcos fundamentales de referencia;
3. Autonomía
administrativa, instaurando verdaderos servicios cooperativos nacionales
o regionales para todos los sectores de actividad. Unos servicios que sean
subordinados a las necesidades municipales y de cooperación
inter-municipal para el estudio, la planificación y la gestión de todos los
campos de actividad.
Es decir, centralizando una logística de base,
de servicios generales, y descentralizando los marcos de
decisión/utilización, siguiendo el principio de solidaridad
cooperativa regional en todos los campos posibles. También en lo
económico, social, cultural, de seguridad, etc. según se desarrollen los
respectivos procesos democráticos. Así podemos también facilitar la
superación de la vieja concepción del estado como marco totalizante
y excluyente de la administración pública, como ámbito exclusivo de
respuesta a las prerrogativas y necesidades ciudadanas básicas y,
naturalmente, como absoluto gestor y normalizador de la actividad cívica. Como
corolario de esta genuina concepción democrática, hay que hacer hincapié una
y otra vez en la valorización de los movimientos populares y colectivos de
base como ejes elementales y naturales de la actividad social, no
únicamente en el nivel local, sino también regional y nacional. En
realidad, el régimen parlamentario más parece una sofisticada construcción
legal y política para inhabilitar y reducir a su mínima esencia los que
tendrían que ser los protagonistas reales del poder popular, de la democracia:
los movimientos y los organismos populares, los colectivos y todas las
iniciativas grupales de base, ligadas a expresiones y redes sociales
naturales, concretas y asambleístas.
El derecho.
Por supuesto, el "derecho" se ha
convertido en el gran tótem del régimen parlamentario.
Un tótem tan
arraigado que, a pesar de una realidad diaria que nos revela
la impresionante corrupción o degeneración ética de la
justicia institucional, casi nadie se atreve a contestar radicalmente, en
su esencia y ética material, real. Que encubren valores e ideologías
virtuales o Más que un tótem se ha vuelto un verdadero tabú, este pilar
del régimen parlamentario y del dominio de clase. Sobre todo si hablamos de
casi todas las estructuras judiciales y legales y de los demás mecanismos
y artificios generados con y por el derecho positivo, con sus ritos,
lenguajes y costumbres incrustadas en aparatos descomunales e
impenetrables al ciudadano, El "Estado de Derecho" es la gran
coartada del régimen. La mitificación y mistificación del "derecho
positivo" ha llegado a niveles tan increíbles que casi nadie se
atreve a poner en cuestión a este rey ya casi del todo desnudo. Y no sólo
en regímenes tan degradados como el español, donde la tortura es todavía
un instrumento de acción judicial, política y social. De hecho, el
derecho positivo es el producto y la expresión tan integrada como
sofisticada de la ética y de los intereses de unos poderes fácticos,
esencialmente de naturaleza económica, que determinan qué tenemos que pensar
- por medio del control educativo, mediático y cultural -, a través de
quienes tenemos que hacer representar nuestros presuntos intereses - unos
partidos más o menos dirigidos económicamente -, y cómo tenemos que
participar, sólo muy puntualmente, en los mecanismos del
régimen parlamentario: con un sistema electoral gravemente
manipulado. En la teoría dominante, el derecho positivo se describe como
una serie de normas queadquieren su legitimidad a partir de lo que denominan
"soberanía popular" y “contrato social”.
Es decir, un instrumento de normalización y
que rige en la práctica la totalidad de los comportamientos sociales, y
cuyos incumplimientos suponen el uso de la coacción por parte de las
instituciones legitimadas por esa 'soberanía'. Un contrato interclasista impuesto,
luego una soberanía inexistente, si no es con la coerción cultural de una
bien determinada tradición clasista, determinada por un sistema económico
muy sólidamente establecido. Un planteamiento democrático tiene que
desarrollar una concepción diferente del derecho, de la ley, de los
reglamentos y de las normas,
superando las categorías éticas y culturales sobre las que se apoya
actualmente. Rompiendo la dinámica homogeneizadora de la normalización y
de la leificación, que todos padecemos por educación y por
presión cultural.
Es necesario poner
en marcha un serio trabajo colectivo de crítica radical al derecho llamado
positivo. Sólo el movimiento ciudadano asociativo, con su dialéctica de
trabajo popular ligado a un permanente debate ético y social, puede
generar formas de reglamentación activa y pasiva que sirvan para generar y
afianzar un desarrollo democrático. Por lo
tanto, hay que hablar de la necesidad de un derecho crítico, de
una reinstrumentación de la jurisprudencia en función de la participación
ciudadana, enfocada al desarrollo cultural y bioregional, y a una
socialización de la riqueza, de los bienes comunes, hacia una perspectiva
cooperativa general de toda la actividad humana. La productiva y
económica, en primer lugar. Estos tienen que ser los motores de la
evolución del derecho, invirtiendo radicalmente las posiciones y el
sentido de los procesos sociales con relación al mismo concepto de
derecho, y superando las realidades actuales de coacción y normalización
social. Un trabajo creativo que es posible únicamente si una ética social
se establece por encima de los valores y lenguajes propugnados por las
minorías que deciden y controlan el desarrollo actual de la
sociedad. Desde unos principios democráticos, sólo es posible una dialéctica
de derecho crítico y transitorio, en permanente evolución según el
desarrollo de la sociedad, que garantice los logros éticos y sociales
alcanzados en cada etapa de participación y confrontación cívica entre
movimientos populares. Por eso entendemos la democracia como indispensable
y permanente proceso de desarrollo de formas y contenidos del poder
popular. Hablamos de una evolución de fondo y no superficial, asumiendo
además que las reuniones populares, las asambleas, pueden participar en la
legitimación y gestión de los procesos jurídicos, sobre la base de
reglamentaciones regionales transitorias, apoyadas en formas de consenso
mucho más definidas de la actual imposición cultural dominante sobre el
concepto de derecho. Además, tenemos que asumir que la idea de un derecho
crítico se funda también en los principios de la diversidad biorregional.
Es decir, adecuado no sólo a todos los géneros humanos, sino al ecosistema
y a todas sus necesidades. Podríamos hablar de biodemocracia, para el día
en que se circunscriban algunos intereses de las sociedades humanas
respecto a las exigencias del ecosistema.
En efecto, la
democracia solamente es posible si parte del concepto de
diversidad biorregional. Por lo tanto,
una razón más para que la democracia se conciba en primer lugar a partir de los
marcos sociales locales, de las diversidades biorregionales más reducidas,
para relacionarse, confederarse o cooperar en colectivos humanos
y biorregionales más grandes, en la medida en que los intereses de estos
conjuntos más amplios puedan admitir prácticamente su coordinación
democrática con la autonomía de las anteriores. La democracia como proceso, perspectiva,
discontinuidad. No es posible un modelo o estado de democracia estable,
institucionalizada, como se nos hace creer en el caso del régimen
parlamentario. Sobre todo después del gran tumbo
del capitalismo de estado en el Este europeo. La democracia es, por
principio, un proceso social, y luego institucional, en
permanente desarrollo y profundización. O no es democracia.
El Estado de Derecho positivo capitalista está
en las antípodas de los principios democráticos también por esta razón:
cierra en vez de favorecer la dialéctica social, los movimientos populares
y sociales, y el desarrollo del poder popular. Si no sabemos
entender la democracia como un proceso discontinuo de puesta en cuestión
de los niveles, estructuras y sujetos de poder que se van formando en
cada etapa del desarrollo social (sociodinámica), terminaríamos dando
crédito a la necesidad de asentamiento de nuevos tipos de regímenes
autocráticos y plutocráticos, de poder vertical. La democracia es el
discontinuo juego de poder entre sectores populares, clases e individuos,
sobre la base de la expresión y confrontación ética de sus intereses, necesidades
y deseos. A cada nivel de la evolución humana (económica,
tecnológica, cultural...) se tienen que formar nuevas composiciones y
dialécticas de poder popular, de repartición de tareas sociales, de
representatividades y de derechos. En cada conjunto biorregional y en cada
etapa histórica pueden existir formas muy diferentes de agregación y
movimientos populares, con fenómenos asamblearios, de debate y consenso
no votocrático, que pueden representar las máximas expresiones de una
colectividad. En pocas palabras: sobre la base de la confrontación cívica
"de baja intensidad", del consenso, cuando no hay obstáculos y
cadenas como las que padecemos ahora. Por esta razón también la piedra
angular de la democratización es el poder local. El régimen parlamentario no es democrático, justamente,
porque encubre la institucionalización de niveles y grados muy violentos -
aunque solo sea simbólicamente - de poder fáctico, oculto; excluyendo del
juego del poder real a las grandes mayorías (físicas, cuantitativas
y cualitativas) de los pueblos. Cualquier sociedad que se relaciona con
las demás está en permanente evolución, aunque en su interior no se
enciendan dinámicas intensas de desarrollo político. Por lo tanto, no es
posible que una determinada fórmula de, como afirman, contrato social, se
pueda institucionalizar establemente, y menos aún por largos períodos
de tiempo (Constitución, Estado de Derecho, Derecho Positivo y
Jurisprudencia, todos prácticamente inamovibles, con sus respectivas
estructuras judiciales burocráticas que retroalimentan la reproducción de
sus modelos, principios, éticas, lenguajes, morales y métodos de trabajo).
Al contrario, la dialéctica democrática - fundada en el
poder municipal como motor y como garantía de cualquier democracia
'nacional' - tiene que estar abierta a la crítica permanente, a la
frecuente reflexión sobre sí misma, que es lo que en realidad constatamos
a menudo en los movimientos populares más vivos, siempre en búsqueda de
nueva formas de participación social, de activación de alianzas y
convergencias sociales, de representatividad muy controlada, de mayorías
de consenso social real... Es lo que en otras ocasiones lo hemos llamado
con el término de sociodinámica, para identificar una disciplina del
trabajo social concreto, engarzado sobre la reflexión democrática
permanente y global.
La ética social.
La capacidad de supervivencia y desarrollo de una
civilización y de su correlativo modo de producción se puede evidenciar
con la capacidad de adaptación de la ética dominante – de las clases
dominantes - frente a la superación social internacional de
valores fundamentales que han dominado hasta entonces en su propia
formación social.
Sin embargo, no tenemos que caer en el error de pensar que
los cambios de valores y creencias, y las modificaciones del sistema ético
general, son las causas de los cambios civilizatorios. Esencialmente, se
trata del aspecto cultural determinante de los cambios materiales muy
concretos y profundos que se verifican en el desarrollo de todo el sistema. Cada civilización, cada modo de producción, tiene unas
claves de desarrollo, o unas contradicciones - principalmente centradas en
la relación entre el trabajo, la propiedad y la reproducción - que pueden
modificarse cualitativamente por diferentes razones.
Así se explican todas las transiciones a sucesivos modos de
producción, todas las revoluciones y todos los cambios y modificaciones
civilizatorias, desde que el denominado homo sapiens sapiens ha
desarrollado una cierta preponderancia sobre una parte de la naturaleza y
ha empezado a evolucionar desde la original dimensión espacial hacia
las demás. Ahora hemos entrado socialmente en la dimensión informacional,
y procedemos hacia el conocimiento y control colectivo de la dimensión
energética, habiendo ya asumido – en los sectores más avanzados de la
sociedad - que es necesario liberar todas las dimensiones de la vida, del
dominio de unas minorías que, todavía, mantienen su poder con el control
del tiempo social – en el trabajo, para empezar - y del espacio, a partir de
la apropiación de los bienes comunes. Este razonamiento puede
explicar, por ejemplo, el fracaso histórico de la revolución soviética. Una revolución que pretendía sustituir el capitalismo con
una transición hacia el comunismo (así se define 'científicamente' el
socialismo marxista: el proceso de transición hacia un comunismo).Un
fracaso explicable por el hecho de que no es suficiente una nueva teoría social
y una reorganización del modo de producción (con nuevas ideologías, una
nueva forma estado, y hasta una nueva moral pública - la de la emulación
socialista, de la colectivización, del laborismo socialista y de la
solidaridad política como ideología, etc. -), si no existe realmente un
cambio profundo de la estructura ética de la sociedad.
Es decir, de
sus valores fundamentales, como la propiedad y el trabajo. O, en el caso
de que este cambio profundo ya se esté manifestando de algún modo, cuando
no se consigue generalizarlo, extenderlo, y profundizarlo socialmente.
Como en el caso de la propiedad, que se mantuvo en ese caso ligada a
procesos de poder exclusivos y autoritarios, por lo que también se
denomina la experiencia soviética de capitalismo de estado. Precisamente,
la derrota política de las aplicaciones marxistas "ortodoxas", del
leninismo ideológico, del estado soviético y de casi todos los procesos
revolucionarios o pre-revolucionarios que se han pretendido deudores de
teorías marxianas, es debido en gran parte a la incapacidad de romper la
ética dominante en temas tan centrales como el trabajo y el ocio, el
tiempo y la información, la reproducción social, el desarrollo
personal, la libertad, la democracia...
Una de las razones del agotamiento de la ideología
socialista soviética es que, a pesar de fundarse sobre una teoría
anticapitalista del trabajo muy desarrollada, ha reproducido valores
esenciales del trabajo capitalista. Asumiendo en el fondo la coordenada del
tiempo - tiempo de trabajo en este caso - no como nueva dimensión social,
colectiva, sino de apropiación y dominio productivista de manera parecida
al capitalismo mercantil liberalista.
Un valor clave para el desarrollo del modo de producción
capitalista, el valor del trabajo dependiente, ha sido homologado casi
integralmente por el socialismo soviético, y hasta por el mal llamado
"marxismo ortodoxo", o el denominado "comunismo" de los
diferentes partidos comunistas. Hablamos de unos políticos y teóricos
sociales que se han presentado como mentores de la superación del
capitalismo, y que al mismo tiempo han aceptado - y hasta exaltado - unos
valores y dimensiones fundamentales del mismo.
En cualquier civilización existen las premisas de una
superación ética, de sus valores fundamentales. En
el ámbito individual, para empezar, siempre se registra la posibilidad de
llevar adelante un proceso autocrítico que permita superar las ideologías
dominantes, desarrollar teorías críticas originales y formarse una
concepción ética antagónica o radicalmente diferente de la ética
dominante. Sobre la base del proceso real de
desarrollo social. También es posible en el ámbito colectivo, dando
lugar a corrientes sociales - generalmente marginales y marginadas - que
proponen modos diferentes de establecer relaciones sociales, culturales y,
naturalmente, de producción. Por supuesto, un
cambio civilizatorio real, sólo es posible cuando se desarrollan
y profundizan las contradicciones, hasta producir o revelar, precisamente
a partir de esta nueva realidad social, unos nuevos valores, que se puedan
desplegar de forma extendida y profunda. En realidad, habría que decir lo
siguiente: sólo es posible cuando los nuevos valores, y los
correspondientes cambios de fondo en la estructura ético-social,
asumen una evidencia, conciencia y praxis colectiva de tal magnitud, que
consiguen romper (superar) las tendencias a su utilización y adaptación
mimética, superficial y camuflada, por parte del poder dominante. O
una transición regulada sobre sus principios, y entonces sin revolución
desde una civilización a otra más desarrollada, con cambios sí,
pero esencialmente continuista de la anterior. Sin
mutaciones dimensionales, podríamos decir en términos más avanzados.
Hoy sin embargo, en esta sociedad tardocapitalista, se han
desarrollado tan a fondo las contradicciones fundadas en los valores
tradicionales de su modo de producción, que posiblemente se nos plantee
otra perspectiva que no sea una simple nueva regulación
o normalización. Para sectores sociales importantes, los más jóvenes
en particular, valores tan fundamentales como el empleo y el trabajo asalariado,
es decir el laborismo (socialista inclusive), la familia nuclear y el
patriarcado, la ideologización religiosa o el militarismo clásico, etc.
están entrando en una crisis profunda que imposibilita una adaptación
del modelo productivo y reproductivo. Lo que
indicaría la oportunidad de sacar hacia el consciente colectivo estos
procesos sumergidos, para vislumbrar las tendencias radicales de un
necesarios cambio civilizatorio.
En realidad, es lo que está empezando a
verificarse con la progresiva vivencia o percepción de la dimensión
informacional, cada vez más libre del dominio autoritario. Estamos
posiblemente entrando en una verdadera fase de mutación dimensional o,
como otros afirman, de nuevos fenómenos de empatía social. El
"sistema" mismo, con sus intelectuales orgánicos reformistas, tiene
que buscar continuamente nuevas soluciones para la organización del
trabajo, de la familia, de la formación y de las instituciones, para
mantener un nivel de desarrollo aceptable para las exigencias de su reproducción.
Y para garantizar la autarquía institucional que más le conviene: el
régimen parlamentario. Con todas sus artimañas de participación. La
cultura "única" tiene cada vez más dificultades para
"explicar" e integrar los cambios profundos que percibe y
registra en las entrañas del modelo. La ética y las morales homologadas no
encuentran formulaciones y estructuraciones suficientemente fuertes como
para responder a las crisis individuales y colectivas que aparecen cada vez con
más frecuencia y virulencia. Mientras, el sistema intenta responder
de forma clásica, con medicalizaciones masivas, por ejemplo, desarrollando
un sistema farmacéutico monstruoso, cada vez más descontrolado y
mercantil, fundado en el control cultural, sobre todo del
sistema mediático.
Sin embargo, estas nuevas derivaciones ideológicas y
culturales, no consiguen plasmarse de forma innovadora y con fuerza
suficiente para encauzar las energías sociales, sobre todo juveniles, de
las sociedades metropolitanas y periféricas. Justamente por esto, es
el momento de tomar más conciencia de que el desarrollo ético y cultural
de una colectividad está íntimamente ligado a un proceso de aceleración
democrática, del poder popular. Por supuesto, la cuestión del poder - que
es la esencia de la cuestión democrática - tiene un papel central en la
estructura ética de un pueblo, como podemos constatar en los momentos
insurreccionales. Al plantear la reapropiación
del concepto y del valor de democracia, se genera un fermento ideológico y
teórico que puede desencadenar fenómenos de recomposición y fermentación
ética en toda la
sociedad. Una recomposición tan potente como para permitir la
resistencia y superar ofensivas policiales, militares o mediáticas muy
virulentas. El concepto de
democracia tiene su sentido más constructivo, precisamente como asunción y
desarrollo tan radical como permanente de todos los principios ético-sociales.
Unos principios específicos en cada pueblo, cultura y conjunto biológico
general. Principios de justicia social global, tan libertaria como ecológica,
sometidos permanentemente a la crítica activa, siempre necesaria en
todos los niveles de organización colectiva.
Todo lo contrario de las ideologías de recuperación hacia
el marco del parlamentarismo con todos sus engañosos sucedáneos participativos,
que miran en el fondo a conservar y encubrir las características
propietarias, productivas explotadoras, mercantiles y consumistas del
modelo. El debate ético y teórico, permeado en el
trabajo social y en la confrontación de los movimientos sociales, tiene
que ser el tercer pilar del desarrollo democrático. También cuando
esta confrontación - en momentos transitorios y singulares del
proceso democrático - se tuviera que basar sobre expresiones muy fuertes y
radicales de autodeterminación social o de poder popular.
Porque esto también puede corresponder, por supuesto, a un
proceso democrático y a una ética social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario