Debatir 
  Venezuela… Debatir el “ciclo progresista”
  Extractivismo y dialéctica de la dependencia
2 de agosto de 2017
2 de agosto de 2017
  
  Por 
  Horacio Machado Aráoz
  
  (Rebelión)
   “La construcción del socialismo es para nosotros razón de vida (…) 
  No se trata sólo hoy ya de un impulso político, moral, ético, 
  ideológico. Se trata, mucho más que eso, de salvar la vida en este 
  planeta. Porque el modelo capitalista, el modelo desarrollista, el 
  modelo consumista que desde el Norte han impuesto al mundo, está 
  acabando con el planeta Tierra”.
  (Comandante Hugo Chávez, cumbre contra el ALCA, Mar del Plata, 
  Noviembre de 2005)
  Para nosotros es claro que el proceso bolivariano 
  constituye la enunciación más radical y potente del ciclo de 
  movilizaciones y luchas populares que irrumpieron en nuestra región para 
  fracturar lo que hasta entonces era la monolítica geografía política del 
  neoliberalismo. Si en algunos países esas luchas fueron dinamizadas y 
  sostenidas por movimientos sociales fuertes y arraigados, en Venezuela 
  ese proceso hubiera sido inimaginable sin la descomunal fuerza 
  carismática y el liderazgo disruptivo del comandante Chávez. No perdamos de vista que ese histórico proceso 
  insurgente en Nuestra América/Abya Yala se levantó no sólo para impugnar 
  el ‘orden’ neoliberal, sino para cuestionar y poner en crisis el propio 
  capitalismo, como proyecto civilizatorio colonial-occidentalocéntrico, 
  impuesto como modelo presuntamente único, universal, a seguir y 
  alcanzar. 
  Y -a 
  diferencia de la suerte que estos procesos corrieron en otros países, a 
  diferencia del resto de los gobiernos progresistas y el oficialismo de 
  ‘izquierda’ circundante-, el movimiento bolivariano nunca olvidó ni dejó 
  de tener como horizonte la construcción del “socialismo del siglo XXI”.
  A nuestro entender, la 
  gran osadía de Chávez (la del chavismo) fue la de haber encarnado la 
  convicción política de la necesidad histórica de construir un horizonte 
  social radicalmente post-capitalista, como única salida para nuestros 
  pueblos. Volver a hablar de la revolución, en serio, en términos 
  realistas y sin ambages, como proyecto histórico y como programa de 
  gobierno; encima, en pleno apogeo de la era de la resignación 
  posmoderna/neoliberal… Y, decisivamente, haber 
  hecho de la revolución -así concebida radicalmente como un movimiento 
  histórico de superación del capitalismo-, no una entelequia, sino un 
  proyecto político popular, masivo, abrazado y asumido por millones de 
  cuerpos humanos vivientes, dentro y fuera de Venezuela, y más allá de 
  nuestro continente, una fuerza históricamente actuante en pleno siglo 
  XXI, en eso consiste la grandeza de su figura y el carácter perenne 
  y vigente de su legado.
  Por eso mismo, el chavismo en particular, el 
  movimiento bolivariano más abarcativamente, no pueden ser reducidos ni 
  asimilados a lo que hoy es y representa el actual gobierno venezolano. 
  Si bien sería inconcebible sin el liderazgo de Chávez y si bien también 
  fue predominantemente gestado desde el Estado (lo cual forma parte de 
  los problemas), nos parece fundamental ver y reconocerlo como un proceso 
  histórico colectivo que ha trascendido a sus gestores y que hoy va más 
  allá de quienes se atribuyen la responsabilidad de “dirigirlo” desde el 
  gobierno estatal. Hablamos 
  de un proceso y un movimiento mucho más denso y complejo que ha hecho de 
  la construcción del socialismo del siglo XXI su horizonte de sentido 
  histórico, su proyecto político y núcleo identitario.
  Por eso mismo también, lo que está en debate en torno al “caso 
  venezolano” excede largamente la escala espaciotemporal de los próximos 
  años en ese país, e incluso de las próximas décadas en la región y en el 
  mundo. En función de la increíble condensación y nucleamiento de 
  energías revolucionarias que el proyecto bolivariano ha concitado, lo 
  que resulte de él afectará, para bien o para mal, las posibilidades 
  transformativas de los pueblos a nivel del sistema-mundo. 
  
  Por eso será 
  vital lo que seamos capaces de rescatar y de sostener de ese proceso.
  
  Ahora bien, ese desafío no tiene nada que ver con “sostener a como 
  dé lugar, el gobierno de Maduro”, sino con la necesidad de re-pensar 
  profundamente esta experiencia y aprender de ella, para recuperar y 
  fortalecer a futuro las capacidades colectivas de transformación 
  radical. Inspirándonos en las potencialidades emancipatorias que ha 
  abierto, 
  hoy más que nunca, necesitamos hacer los aprendizajes 
  históricos de este proceso; ser capaces de ver sus equívocos y sus 
  puntos ciegos, para -a partir de allí- re-encauzar el rumbo de nuestras 
  luchas y redefinir el horizonte de nuestros sueños. Porque lo que está 
  en juego no es apenas una cuestión de “cambios de gobierno”, sino de transformación 
  civilizatoria.
  En ese sentido, como venimos insistiendo desde 
  diversos movimientos y colectivos para quienes 
  la aspiración de un cambio revolucionario, 
  de un horizonte civilizatorio postcapitalista, es más que un deseo 
  político, una necesidad histórica de supervivencia de la especie, el 
  punto ciego determinante del proceso bolivariano -la falla insalvable 
  del “ciclo progresista”- ha sido la cuestión del (mal llamado y peor 
  entendido) «extractivismo» [1].  
  
  Siembra de petróleo… Cosecha de tempestades.
  “Somos 
  una casa invadida por las termitas. Por fuera, todo se mira bien. Ahora 
  se construye mucho, se hacen grandes carreteras con el dinero del 
  petróleo, se hará mañana una gran ciudad, hasta cambiarán por otra a 
  nuestra Caracas, pero la procesión va por dentro, hijo. El suelo se 
  sostiene sobre el aire. El corazón de la tierra ha sido perforado, y a 
  medida que sacan el petróleo, queda vacío. Se va la soberanía y con el 
  dinero vienen los vicios…”. (Mario Briceño Iragorry, “Los Riberas”, 
  1957) [2]
  A esta altura de los acontecimientos, ante el 
  panorama desolador del descalabro socioeconómico y político que está 
  viviendo la sociedad venezolana, pocas dudas caben que el error 
  histórico del Chavismo (acá enunciado como conjunto de políticas 
  aplicadas desde la gestión gubernamental del Estado) 
  
  ha sido la 
  continuación y profundización de esa forma extrema de los regímenes 
  extractivistas que constituye el rentismo petrolero.
  Pese al carácter históricamente extraordinario de su liderazgo, la siembra 
  de Chávez, fue en gran medida, mal que nos pese, siembra 
  de petróleo[3] . La 
  revolución bolivariana ha sido inicialmente detonada como una gran siembra 
  de petróleo y, a pesar de todas las advertencias en contra, el 
  proceso bolivariano -en su curso fundamental- no ha logrado salirse de 
  la inercia histórica de una sociedad, una economía y una estructura de 
  poder asentada sobre esa letal trampa. En el ejercicio del gobierno, el chavismo no ha sido capaz de modificar un ápice la matriz petro-dependiente 
  de la economía venezolana; al contrario, 
  a lo largo de casi dos décadas que lleva en el control del Estado, 
  ha intensificado y profundizado a 
  niveles insólitos la dependencia del funcionamiento general de la 
  sociedad de las exportaciones petroleras [4] .
  Por cierto, el proceso bolivariano no puede ser reducido a sólo una 
  apropiación y redistribución estatalista de la renta petrolera. Para 
  bien y para mal, ha sido y ha implicado mucho más que eso. 
  
  Pero ha sido 
  justamente el nervio principal del proceso, y se trata, por tanto, del 
  problema de fondo. 
  De un lado, la redistribución de la renta petrolera ha sido el mecanismo que 
  en lo inmediato permitió en su momento, una tan necesaria como urgente 
  reparación histórica de una larga cadena de privaciones, humillaciones y 
  ultrajes acumulados en los cuerpos de los sectores populares. Ese acto 
  de reparación dinamizó un vigoroso proceso de movilización y concientización política que, en definitiva, fue la 
  base del poder popular y la energía revolucionaria insurgente que 
  caracterizó al chavismo, sobre todo en su primera etapa.
  
  Del otro lado, sin embargo, 
  lo que 
  debiera haber sido un punto de partida transitorio, se fue constituyendo 
  en un factor cada vez más importante y condicionante, que terminó 
  obnubilando el rumbo del proceso. Si bien permitió “salir de la pobreza 
  a millones de pobres”, la fenomenal redistribución de la renta petrolera 
  realizada por el chavismo -hasta antes de la crisis de la cotización 
  internacional del crudo-, lejos de ir abriendo paso a las 
  transformaciones radicales (económicas, políticas y culturales) que 
  implicaba ir progresivamente dejando atrás una formación social 
  capitalista-dependiente (por caso, la reapropiación colectiva de los 
  procesos y medios de producción, cambios a nivel de las fuerzas 
  productivas y mediaciones tecnológicas, de la orientación, el sentido y 
  los valores sociales que regulan los procesos económicos, en fin, de 
  cambios a nivel de las subjetividades que -como productores y 
  consumidores- agencian la (re)producción material de la sociedad en su 
  conjunto), fue, por el contrario, abriendo las puertas del infierno.
  La pretendida “dignificación popular a través de 
  la renta petrolera” derivó, en el seno de la revolución bolivariana, en 
  el “renacimiento del Petro-Estado Desarrollista” (Terán Maontovani, 
  2014). Se terminó alentando la fantasía de 
  la socialización 
  del consumismo importador como 
  presunta vía de salida de la opresión histórico-estructural. 
  Y esa fantasía duró poco; duró lo que duraron las altas cotizaciones 
  internacionales del crudo. Sus efectos perversos, en cambio, serían 
  profundos y duraderos; cada vez más gravosos, hasta llegar a la actual 
  situación de debacle y crisis terminal generalizada.
  La mentada “guerra económica” a la que alude el 
  oficialismo para explicar la actual situación de caos social y económico 
  que se vive, no es producto de planes desestabilizadores de la derecha, 
  ni tampoco de las impericias políticas del actual gobierno. Aunque estos 
  factores están operando y contribuyen a agravar aún más la crisis, no 
  son por sí mismos suficientes para dar cuenta de ella. Más allá de las 
  maniobras conspirativas de la oligarquía interna, de la hartera 
  injerencia norteamericana, y más allá de la corrupción, la ineficiencia 
  que atraviesan al gobierno de Maduro, el desabastecimiento de bienes 
  básicos, la falta de alimentos, de medicamentos y de otros productos 
  elementales para la vida cotidiana, la generalización de la 
  especulación, el contrabando, los mercados paralelos y la proliferación 
  de la economía delictual, etc., 
  
  son síntomas extremos de cómo en las dos últimas décadas el 
  rentismo petrolero ha erosionado el tejido productivo interno y hasta el 
  suelo mismo de la sociabilidad.
  A esta altura de los acontecimientos, es claro 
  que el problema no es (sólo) quién siembre, 
  sino también cómo siembra 
  y, fundamentalmente qué 
  siembra. 
  La “indigestión de divisas” como advirtiera emblemáticamente el “Padre 
  de la OPEP”, terminó una vez más, hundiendo 
  a la sociedad venezolana en “el excremento del diablo” (Pérez 
  Alfonzo, 1976). Y no es sólo que, como ya fuera advertido por una gran 
  cantidad de lúcidos economistas de la región, que la “inundación de 
  divisas” está asociada inexorablemente a una serie de graves 
  alteraciones monetarias y macroeconómicas (depreciación de la moneda 
  nacional, presiones inflacionarias internas, incremento del consumo de 
  bienes finales importados y sustitución de la producción interna vía 
  importaciones, fuga de divisas, endeudamiento externo, incentivos a 
  mecanismos de corrupción en el sector público y privado); lo que Alberto 
  Acosta (2009) caracterizó como “la maldición de la abundancia”. Es, 
  además, que esos problemas no son sólo “económicos”, sino que tienen 
  graves y peores connotaciones o dimensiones políticas y culturales.
  En el curso de la “revolución bolivariana” se 
  fue dando una desproporción manifiesta y creciente entre el “desarrollo” 
  (expansión del consumo interno y de la infraestructura pública bajo los 
  patrones de consumo y usos sociales preexistentes) vía políticas 
  redistributivas estadocéntricas y petrodependientes, respecto de las 
  políticas de impulso de economías populares alternativas, medios de 
  producción y emprendimientos productivos bajo el control y al servicio 
  de la ampliación de las capacidades autonómicas de producción y 
  satisfacción de necesidades vitales. La 
  “economía de las grandes Misiones” no sólo le ganó por lejos a la 
  “economía de las Comunas”, sino que terminó asfixiando y aplastando 
  estructuralmente todo lo que de allí podría haber germinado en 
  términos de poder económico y político popular, autogestión solidaria, 
  concientización ecológico-política, consumo responsable, comercio justo, 
  expansión y valorización de la economía del cuidado, igualdad de género 
  en las condiciones de producción, en fin, soberanía alimentaria, hídrica 
  y energética, justicia ambiental. La economía de las Comunas fue 
  resultando un pequeño conjunto de islotes con diferentes grados de 
  vulnerabilidad, sin capacidad real para el abastecimiento interno 
  autonómico, en un mar de consumismo importador 
  moldeado bajo los 
  patrones hegemónicos de “estándares de vida” del mercado mundial.
  Si económicamente esto gatilló un dispositivo 
  en el que cada nueva cuota de “redistribución del ingreso” 
  paradójicamente iba a la hoguera de las importaciones, quemando así 
  posibilidades y capacidades productivas endógenas y, por tanto, 
  atentando contra una sustentabilidad básica del proceso, políticamente 
  la siembra de petróleo vía las Misiones fue erosionando desde su propia 
  base material, el crecimiento del poder autogestionario, la soberanía 
  económica popular, la democratización y descentralización de los 
  procesos de toma de decisiones (económicas y políticas en general), los 
  mecanismos de autogobierno, democracia directa y participativa. La 
  redistribución de la renta petrolera, lejos de fortalecer el poder 
  popular, fue un poderoso dispositivo de acentuación de la (vieja) matriz 
  burocrática, verticalista y centralizada del Estado. En lugar de avanzar 
  en la socialización/comunalización, la gestión/ producción de la Vida en 
  Común fue concentrándose cada vez más en una élite(vale decir, en 
  una minoría privilegiada; aunque se diga “revolucionaria”). Están ahí 
  puestas las bases para la arbitrariedad, los abusos del poder y la 
  corrupción generalizada.
  Esto que fuera tempranamente advertido por diversos estudiosos del 
  “problema venezolano” (Juan Pablo Pérez Alfonzo, Rodolfo Quinteros, 
  Orlando Araujo, Fernando Coronil, Edgardo Lander, entre otros) volvió a 
  resurgir como maleza en el suelo mismo de la revolución bolivariana. 
  Como señala Terán Mantovani: “El 
  tipo de esquema de poder asimétrico y monopolizado que conforma la 
  estructura del Petro-Estado y la economía rentista en general, determina 
  que los procesos políticos de distribución de la renta produzcan y 
  reproduzcan la polarización y estratificación social, en la cual el 
  pueblo aparece como altamente dependiente respecto de las élites 
  políticas y económicas. Por un lado, los nuevos gestores de la ‘siembra 
  del petróleo’ son envueltos por esta marejada de petrodólares. Se 
  produce un ensanchamiento del Estado y de la ilusión de “desarrollo”, 
  motorizada por la renta, lo que a su vez nos ha llevado a la formación 
  de una nueva burguesía corporativa en el seno de la Revolución 
  bolivariana, que mantiene una relación contradictoria con su pueblo 
  aliado” (2014: 15).
  Por fin, 
  culturalmente, los efectos perversos de la “siembra de petróleo” 
  sobre las subjetividades y las sociabilidades son tanto o más ruines que 
  los ya mencionados. Como ha sido largamente señalado y a estas alturas 
  es o debiera ser algo obvio, el consumo (bajo las pautas hegemónicas 
  vigentes) funciona como el gran útero de gestación y reproducción de 
  subjetividades capitalistas. Si algo define al capitalismo neoliberal es 
  su mutación como régimen de consumo, más que de producción: 
  
  estamos ante 
  un sistema cuya dinámica funciona menos como un “modo de producción de 
  objetos-mercancías” que como un “modo de producción de 
  sujetos-mercantilizados/mercantilizables”. La expansión del consumismo 
  de mercado es algo absolutamente contraindicado para impulsar, siquiera 
  sostener, el más mínimo esfuerzo o voluntad social transformadora; es el 
  máximo depredador de las energías revolucionarias. 
  En el caso del proceso bolivariano, esto no fue una excepción. La 
  siembra de petróleo infectó esferas cada vez más amplias de la vida 
  social con la letal toxina de la mercantilización. 
  
  Extractivismo progresista, ¿post-neoliberal 
  y anti-imperialista?
  “Para 
  luchar contra el imperialismo es indispensable entender que no se trata 
  de un factor externo a la sociedad nacional latinoamericana, sino por el 
  contrario, forma el terreno en el cual esta sociedad hunde sus raíces y 
  constituye un elemento que la permea en todos sus aspectos”. (Ruy Mauro 
  Marini, Prefacio a la 5° edición de “Subdesarrollo y revolución”, 1974).
  Lo que señalamos para el caso bolivariano -la 
  expresión de la voluntad política más audaz y ambiciosa del último ciclo 
  de rebeliones populares en NuestraméricaAbyayalense-, es perfectamente 
  aplicable a todos y a cualquiera de las experiencias de los gobiernos 
  progresistas del reciente ciclo. Las razones de la profunda crisis que 
  hoy se cierne sobre Venezuela son en gran medida las razones del ocaso y 
  del “fin de ciclo progresista”. Por cierto, con matices, pero sin 
  diferencias en lo fundamental, lo dicho y analizado sobre el rentismo 
  petrolero es válido para la soja, la pasta de celulosa, el cobre, el 
  litio, el hierro, la palma aceitera, en fin, para cualquier commodity. 
  El capitalismo, desde sus orígenes hasta la fecha, se ha caracterizado 
  por sembrar en sus periferias países-commodities, 
  economías coloniales que le abastecen los imprescindibles subsidios 
  ecológicos que precisa para alimentar la voracidad insaciable del 
  “molino satánico” (Polanyi, 1949) de la acumulación sin fin/como fin en 
  sí mismo.
  Estamos hablando en todos los casos de la 
  configuración de regímenes extractivistas, de los cuales, (tratándose 
  del excremento del diablo), el extractivismo petrolero es el peor y más 
  extremo de los modelos. Así, el gran yerro no sólo de los conductores 
  estatales del proceso bolivariano, sino de las experiencias de los 
  gobiernos progresistas en general, fue haber pretendido pensar y/o 
  construir una sociedad más justa, más igualitaria y más democrática 
  sobre la base de la profundización del extractivismo.
  Pretender “salir del neoliberalismo”, luchar contra el 
  “imperialismo”, peor incluso, proyectar “la revolución” o impulsar un 
  “proceso revolucionario” mediante la intensificación del extractivismo 
  es el más absurdo oxímoron político que nos ha legado el fallido ciclo 
  progresista en América Latina . 
  Sencillamente, 
  porque el 
  extractivismo no es una característica pasajera de una economía 
  nacional, sino que da cuenta de una función 
  geometabólica del capital, fundamental e imprescindible para el 
  sostenimiento continuo y sistemático de la acumulación a escala global.
  “Extractivismo” no se circunscribe a las economías 
  primario-exportadoras, sino que refiere a 
  
  esa matriz de relacionamiento histórico 
  estructural que el capitalismo como sistema-mundo ha urdido desde sus 
  orígenes entre las economías imperiales y “sus” colonias; se trata de 
  ese vínculo ecológico-geográfico, orgánico, que “une” asimétricamente 
  las geografías de la pura y mera extracción/expolio, con las geografías 
  donde se concentra la disposición y el destino final de las riquezas 
  naturales. 
  La apropiación desigual del mundo, la concentración del poder de control 
  y disposición de las energías vitales, primarias (Tierra/materia) y 
  sociales (Cuerpos/trabajo), en manos de una minoría, a costa del despojo 
  de vastas mayorías de pueblos, culturas y clases sociales, eso es lo que 
  el extractivismo asegura y hace posible.
  En definitiva, 
  este fenómeno da cuenta de la dimensión 
  ecológica del 
  imperialismo, como factor fundamental y condición de posibilidad 
  material del sostenimiento del sistema capitalista global. La economía 
  imperial del capital ha precisado -como condición histórico-material de 
  posibilidad- la constitución de regímenes 
  extractivistas para poder 
  afianzarse y expandirse hegemónicamente como sistema-mundo. Nuestro continente “nació” (fue, en realidad, 
  violentamente incrustado al naciente sistema-mundo) como producto de un 
  zarpazo colonial que nos constituyó, desde fines del siglo XV hasta la 
  fecha, como una economía 
  minera, zona de sacrificio.Desde entonces, nuestras sociedades se 
  con-formaron bajo el formato de regímenes extractivistas, más 
  aún incluso, a partir de las “guerras de independencia” y la 
  constitución de nuestros países como “estados nacionales”.
  Así, el extractivismo en América Latina no 
  significa apenas un tipo de “explotación de los recursos naturales”, 
  sino que da cuenta de todo un patrón de poder que estructura, organiza y 
  regula la vida social en su conjunto en torno a la apropiación y 
  explotación oligárquica (por tanto, estructuralmente violenta) de la 
  Naturaleza toda, (incluida, esa forma especialmente compleja y frágil de 
  la Naturaleza que son los cuerpos humanos vivientes). El extractivismo 
  en nuestra región es la perenne marca de origen de nuestra condición 
  colonial, que no se ha borradosino que se ha afianzado, durante nuestra 
  etapa ‘post-colonial’.El extractivismo ha permeado nuestra cultura, ha 
  moldeado nuestra institucionalidad, nuestra territorialidad e 
  ‘idiosincrasia nacional’; ha dejado su huella indeleble en la estructura 
  de clases, en las desigualdades racistas y sexistas; en fin, en la 
  naturaleza de los regímenes políticos, el tipo de estructura de 
  relaciones de poder y sus modalidades de ejercicio y reproducción. En 
  una palabra, los regímenes extractivistas son, ni más ni menos, que la 
  base estructural de las formaciones geo-sociales (Santos, 1996) propias 
  del capitalismo colonial-periférico-dependiente; expresan la modalidad 
  específica que el capitalismo adquiere en la periferia.
  Por eso, en todo caso, la profundización, 
  ampliación o intensificación del extractivismo, es la profundización, 
  ampliación e intensificación de nuestra condición 
  periférico-dependiente, colonial, dentro del capitalismo mundial. 
  El 
  extractivismo funciona como dispositivo clave de reproducción de 
  nuestra integración subordinada al sistema-mundo; está en el meollo 
  mismo de la dialéctica de 
  la dependencia. Esto significa que, en nuestras sociedades, la expansión 
  del crecimiento económico va insoslayablemente aparejado a la 
  profundización de la dependencia y a la intensificación de los 
  mecanismos estructurales de expropiación. La razón progresista ha sido 
  ciega a este elemental (y viejo) problema constitutivo de nuestras 
  formaciones sociales.
  Aparentemente, a juzgar por sus políticas y por 
  su retórica, el progresismo creyó posible “salir del neoliberalismo” y 
  “luchar contra el imperialismo” profundizando la matriz extractivista y 
  acelerando al extremo la exportación de materia y energía. Entendiendo 
  el “post-neoliberalismo” como políticas de “inclusión social” (vía 
  programas masivos de asistencia social, incremento de los presupuestos 
  de la infraestructura y prestaciones estatales de servicios básicos, 
  incentivos al mercado interno para dinamizar el crecimiento del consumo 
  interno, del empleo, los salarios y la demanda agregada en general) los 
  gobiernos progresistas materializaron el pasaje del Consenso de 
  Washington al Consenso de Beijing o “consenso de las commodities”(Svampa, 
  2013). 
Sus políticas “revolucionarias” fueron -en el fondo- no otra cosa que un momentáneo retorno a políticas neokeynesianas. La renta extractivista que financió las “políticas de inclusión” (al consumo de mercado) operaron en realidad una nueva oleada de apropiación y despojo de tierras, agua y energía, extranjerización y re-primarización del aparato productivo, mayor penetración y concentración del poder (económico, político e institucional) en manos de grandes empresas transnacionales; en suma, expansión de las fronteras materiales y simbólicas del capital hacia cada vez más amplias y profundas esferas de la vida social. La “inclusión social” fue, de hecho, inclusión como consumidores; “tener derechos” pasó a significar -para amplias mayorías- ser beneficiario de ciertos programas sociales y tener acceso a cierta cuota de consumo en el mercado. La “redistribución del ingreso” no afectó las desigualdades sociales básicas ni alteró la estructura de clases; los gobiernos progresistas, en verdad, ni hablaron de “lucha de clases” o superación de una sociedad de clases: su objetivo manifiesto fue la “ampliación de las clases medias”. A la par del consumo social compensatorio para las anchas bases de la pirámide social, se expandió el consumo exclusivo de las élites y el consumismo mimético de las clases medias.
  Por supuesto, 
  esto no significó desmercantilizar nada, en ningún sentido, sino, al contrario, abrir paso 
  a una inédita intensificación y ampliación de horizonte de la 
  mercantilización, tanto a nivel de las prácticas sociales objetivadas, 
  como a nivel de las subjetividades y sensibilidades, incluso en el 
  imaginario social de los sectores populares. En definitiva, en este 
  sentido fundamental, los gobiernos progresistas no marcaron una “etapa 
  post-neoliberal”, sino que fueron la prolongación y profundización del 
  neoliberalismo por otros medios. Todo eso, financiado por la exportación 
  creciente de materias primas; por la profundización del extractivismo.
  Así, 
  nuestro crecimiento “a tasas chinas” fue 
  funcional a la revitalización de la dinámica de acumulación global. Cada 
  carga de nuestras exportaciones alimentó la locomotora capitalista 
  mundial con gravosos subsidios ecológicos extraídos de nuestros 
  territorios/cuerpos. Cada punto de incremento en la demanda mundial 
  (china) de nuestras materias primas dio mayor impulso a la ola de 
  despojo, devastación de ecosistemas y mercantilización de bienes comunes 
  y cuerpos humanos. Cada nueva obra pública, cada incremento en la 
  “inversión” en carreteras, hidroeléctricas, puertos, hidrovías y cuanta 
  infraestructura pública se hizo para “mejorar la conectividad regional” 
  y la “integración latinoamericana” significó, sí, más empleo, más 
  consumo popular, pero también, mayor apropiación de plusvalía por parte 
  de grandes transnacionales, aumento del poder económico y político de la 
  clase capitalista mundial y de los segmentos de las burguesías internas; 
  en fin, intensificación y profundización de laseconomías de enclave: 
  fragmentación territorial de los ecosistemas, debilitamiento de los 
  entramados productivos endógenos, pérdida de sustentabilidad y autonomía 
  económica, tecnológica, financiera y, al contrario, profundización de 
  nuestra inserción estructuralmente subordinada y dependiente.
Mientras las pudieron sostener, las políticas expansivas del ciclo progresista mejoraron, sí, a corto plazo, las condiciones inmediatas de vida de los sectores populares; eso está fuera de discusión. El punto es que esas mismas políticas intensificaron nuestra posición y condición de subalternidad en el marco de la geopolítica imperial del capital. Ese crecimiento profundizó la subsunción geometabólica de nuestros territorios/cuerpos a la trituradora del “molino satánico” global. De eso hablamos cuando hablamos del extractivismo como dispositivo clave de la dialéctica de la dependencia. Por eso mismo, el imperialismo es, principal y fundamentalmente,imperialismo ecológico: no se trata de un poder de dominación externo, sino que es intrínseco y constitutivo a nuestras formaciones sociales; está en las bases mismas de la matriz socioterritoral, la estructura de clases y de poder de las sociedades capitalistas periféricas. Los regímenes extractivistas son así, la cara interna del imperialismo (ecológico) del capital.
  Ecologismo popular y radicalización de la 
  praxis revolucionaria
  “El cambio supone una subversión gradual de las 
  necesidades existentes, es decir, un cambio en los mismos individuos, de 
  manera que, en los propios individuos, su interés por la satisfacción 
  compensatoria ceda ante las necesidades emancipatorias. (…)) 
  Evidentemente, la satisfacción de estas necesidades emancipatorias es 
  incompatible con las sociedades establecidas de estados capitalistas y 
  estados socialistas”. (Herbert Marcuse,1979).
  “Desde el punto de vista de una formación 
  económico-social superior, la propiedad privada del planeta en manos de 
  individuos aislados parecerá tan absurda como la propiedad privada de un 
  hombre en manos de otro hombre. Ni siquiera toda una sociedad, una 
  nación o, es más, todas las sociedades contemporáneas reunidas, son 
  propietarias de la tierra. Sólo son sus poseedoras, sus usufructuarias, 
  y deben legarla mejorada, como bonipatres familias, a las generaciones 
  venideras”. (Karl Marx, 1867).
Las gravosas e insoslayables consecuencias económicas, políticas y culturales del extractivismo sobre nuestras sociedades, es lo que desde un amplio y diverso conjunto de actores (no sólo intelectuales, investigadores, sino movimientos sociales, pueblos originarios, comunidades campesinas, organizaciones sociales de base comunitaria, colectivos asamblearios nucleados en torno al ecologismo popular) hemos venido tan insistente como infructuosamente planteando al interior de estos procesos políticos en nuestra región. Nuestras luchas contra el extractivismo no procuraban “hacerle el juego a la derecha”, ni erosionar la base de sustentabilidad económica y política de los gobiernos progresistas, sino al contrario. En todo caso, buscaron siempre mantener claridad en el sentido y el rumbo de la práctica revolucionaria.
  El oficialismo de izquierda, en particular los 
  “intelectuales orgánicos” que se abroquelaron acríticamente detrás de 
  una defensa impermeable de esos gobiernos, hoy en su ocaso, 
  desconsideraron absolutamente esas advertencias. Por negligencia o 
  conveniencia, con soberbia y/o necedad, ignoraron sistemáticamente los 
  planteos provenientes de los movimientos del ecologismo popular; muchas 
  veces con mala fe, los asimilaron a los planteos del ambientalismo 
  nórdico. Desde la oficialidad del poder, se apropiaron del nuevo 
  lenguaje emancipatorio arduamente construido desde las luchas: el Buen 
  Vivir o SumajKawsay, Plurinacionalidad, Derechos de la Naturaleza, 
  Bienes Comunes, Socialismo del Siglo XXI. Lo usaron, sin embargo, como 
  una nueva retórica para solapar el viejo imaginario (colonial y 
  políticamente perimido) del desarrollismo “nacional y popular”, centrado 
  en un “Estado fuerte” que “controla al mercado” y comanda el proceso de 
  “crecimiento con inclusión social y redistribución de la riqueza”. Lo 
  que nació como expresión de un nuevo paradigma civilizatorio 
  radicalmente post-capitalista, descolonial, despatriarcal y ecologista, 
  fue sencillamente banalizado y vaciado de contenido.
  Hasta hoy en día, esa izquierda oficialista 
  sigue mostrándose completamente ciega ante el extractivismo y su 
  dialéctica de la dependencia. No sólo no entienden la relevancia, 
  gravedad y urgencia de la problemática ecológica, sino que tampoco 
  entienden, al parecer, que el 
  extractivismo no es sólo un problema regional, sino global; no es sólo 
  “ambiental”, sino civilizatorio. Como muestra dolorosamente la 
  coyuntura crítica de la sociedad venezolana (la de América Latina toda, 
  pero también la dramática situación del planeta en general), el problema 
  del extractivismo no es “sólo” la cuestión de la devastación ecológica 
  de ciertos territorios, sino, en el fondo, la cuestión de raíz de la 
  depredación capitalista del mundo de la vida como tal.
La lección histórica que nos deja este amargo fin de ciclo, es que, de una vez por todas, deberíamos ya definitivamente desafiliarnos de la religión colonial del “progreso”, despejar de nuestro imaginario la ilusión fetichista de que sería posible desacoplar el engranaje de la producción (capitalista de riqueza) del de la devastación (de las fuentes y formas de Vida). Pues, en plena Era del Capitaloceno, en la que nos hallamos, está a la vista que ambos mecanismos forman parte inseparable del mismo “molino satánico”. El aprendizaje histórico que deberíamos ser capaces de hacer de la frustrada experiencia del “ciclo progresista” es que el (neo)desarrollismo de ninguna manera es una alternativa válida para nuestros pueblos; lejos de ser una vía siquiera ‘transitoria’ hacia el “socialismos del Siglo XXI”, fue un atajo que nos hundió aún más en las condiciones estructurales de subalternidad y súper-explotación propias de nuestra posición colonial-periférico-dependiente dentro del capitalismo global.
  No se trata de una cuestión de “reforma” o 
  “revolución”. No es que los cambios “iban bien”, pero que faltó “seguir 
  avanzando” en la misma dirección. Se trata de tomar nota de que la 
  política de “crecimiento con inclusión social” no sólo no alcanza como 
  horizonte político de cambio social revolucionario, sino que en realidad 
  es una política completamente errada e históricamente perimida, si a lo 
  que aspiramos es a un verdadero proceso de emancipación social. 
  
  Un 
  programa político basado en la pretensión de la satisfacción (así sea “para 
  todos y todas”) de las necesidades existentes, es como tal un 
  programa reaccionario, que inhibe de raíz la posibilidad de imaginar y 
  avanzar en la dirección de los cambios que precisamos realizar. 
  El 
  sistema justamente nos constituye como sujetos-sujetados a su 
  reproducción a partir de la estructuración misma de las necesidades (y 
  la colonización de los deseos): las necesidades existentes son, 
  en realidad, las que el sistema necesita para su reproducción; son, por 
  tanto, un aspecto clave de lo que precisamos cambiar.
  Los movimientos del ecologismo popular hemos 
  venido señalando ese punto ciego de los gobiernos progresistas. Las 
  políticas de “crecimiento con inclusión social” no sólo son funcionales 
  a la reproducción del sistema, sino que además se basan en la quimérica 
  creencia de que, dentro del capitalismo, sería posible “incluir a todos 
  los excluidos”, o peor, de que “incluyendo a los excluidos” se va 
  transformando el sistema… El programa de la “inclusión social” no sólo 
  es inviable socialmente (pues 
  el capitalismo es por definición un régimen oligárquico de 
  apropiación y usufructo diferencial de las energías vitales, donde “la 
  pobreza de la mayoría, a pesar de lo mucho que trabajan” sólo va a 
  engordar “la riqueza de una minoría, riqueza que no cesa de crecer 
  aunque haga ya muchísimo tiempo que hayan dejado de trabajar”), sino también ecológicamente: hay taxativos 
  límites biológicos y físicos dentro del Sistema Tierra que hacen 
  inviable un horizonte de “crecimiento infinito”.
  Si a mediados del siglo XIX podría haber sido 
  todavía comprensible, la ceguera ante la crucial cuestión ecológica de 
  fuerzas sociales que se dicen revolucionarias, anti-capitalistas, 
  resulta, en el siglo XXI, lisa y llanamente inadmisible. La crisis 
  ecológica, las desigualdades e injusticias socioambientales, los 
  impactos tóxicos y destructivos del industrialismo, el urbanocentrismo, 
  el patrón energético moderno, la producción a gran escala y el 
  consumismo (no sólo sobre los ecosistemas, sino sobre la condición 
  humana), no pueden no estar en la agenda de un programa que se proponga 
  seriamente la construcción del socialismo del siglo XXI. Como lo dijera 
  el comandante Chávez, la construcción del socialismo es, en este siglo, 
  “razón de vida”.
  El ecologismo, así, (el ecologismo popular, que 
  nada tiene que ver con el conservacionismo, el maltusianismo, la 
  economía verde ni cualesquiera de las distintas expresiones del 
  eco-capitalismo tecnocrático) 
  lejos de constituir un programa 
  social ‘reaccionario’ o ‘funcional a la derecha’, expresa en realidad un 
  nuevo umbral del pensamiento crítico y las energías utópicas. La 
  irrupción de los movimientos del ecologismo popular en la escena 
  política del siglo XXI está dando cuenta de la necesidad de una profunda 
  renovación y radicalización del contenido y el sentido de la práctica 
  revolucionaria; acorde a las necesidades de nuestro tiempo. Porque en 
  nuestro tiempo, está claro que no se trata de “incluir” sino de 
  “transformar”.
  
  Hay que tomar seriamente -en términos políticos 
  y epistémicos- que estamos viviendo los momentos extremos de la Era del 
  Capitaloceno (Altvater, 2014; Moore, 2003), una era signada por las 
  huellas prácticamente irreversibles que la destructividad intrínseca del 
  capitalismo ha impreso sobre la Biósfera, la Madre Tierra. Justamente 
  por ello, el sentido de la acción política y el cambio social que como 
  especie, como comunidad biológica, asumamos, signará decisivamente 
  nuestras posibilidades de sobrevivencia, o no. 
Ese es el escenario en el que nos hallamos. No se trata de ‘catastrofismo’, sino del más crudo realismo. Como lo advierte Donna Haraway (2016), el Capitaloceno no es una “nueva” era geológica, otro horizonte espacio-temporal de larga duración; al contrario, el Capitaloceno designa un “evento límite”, es decir, un momento de la historia de la Tierra cuyos presupuestos y condiciones ecológicas y políticas lo hacen inviable: o se transforman esos presupuestos, o se extingue.La cuestión ecológica, tal como es planteada por el ecologismo popular, es así crucial para la sobrevivencia de la especie. Por eso mismo, nos empuja a atrevernos a pensar el fin del capitalismo, a recuperar y renovar formas y modos de vida no-capitalistas. Nos incita a pensar la revolución no apenas como ‘cambio de políticas/políticas redistributivas’, ‘cambio de gobierno’ o ‘toma del Estado’, sino como un radical y profundo cambio civilizatorio. Es decir, el escenario del Capitaloceno, la posibilidad cierta de un colapso terminal de las condiciones ambientales que hacen posible la vida humana en el planeta como consecuencia de la huella ecológica provocada por el capitalismo, nos desafía a pensar el cambio revolucionario completamente en otra escala; una escala espacio-temporal mucho más amplia que la que hasta ahora se ha considerado. Necesitamos pensar la revolución como un cambio de Era Geológica. Si el Capitaloceno es un momento crítico, donde la vida (al menos en su forma humana) está expuesta a la extinción, si designa el tiempo geológico en el que el capitalismo ha trastornado hasta tal punto los flujos elementales del sistema Tierra casi al extremo de volverla in-habitable, hacer la revolución en el presente, significa realizar todas las transformaciones que sean necesarias a fin de restituir las condiciones de habitabilidad del planeta; volver a hacer de la Tierra, nuestro Oikos/Hogar, el lugar apto para la (re)producción de nuestra vida como comunidad biológica.
  Si la idea de un socialismo del Siglo XXI es 
  algo más que un mero eslogan político, y lo consideramos, en términos 
  realistas y concretos como un nuevo horizonte político, un nuevo modo 
  histórico de (re)producción social de la vida, y un nuevo régimen de 
  relaciones sociales, esa noción de “socialismo del siglo XXI” nos lleva 
  a pensar la revolución como una profunda migración civilizatoria que nos 
  saque de la era insostenible del Capitaloceno. El ecologismo popular 
  -los sujetos y movimientos sociales que lo encarnan- se toma seriamente 
  este desafío; piensan/pensamos la revolución como cambio 
  sociometabólico, como una radical transición 
  socioecológica hacia 
  un absolutamente nuevo modo de producción social (de la vida), que 
  supone y requiere no apenas “oponernos al neoliberalismo” sino 
  
  deconstruir de raíz las formas 
  elementales del capital.
  En este punto, hallamos la convergencia 
  fundamental entre el chavismo y el ecologismo popular. Si algo 
  precisamos rescatar y recuperar del movimiento bolivariano, si en algo 
  reside su originalidad, su pertinencia histórica y su potencia 
  revolucionaria, es en la centralidad que se le ha querido dar a 
  las 
  comunas como nuevas bases ecobiopolíticas y unidades de producción de la 
  vida social. Eso que ha sido su gran aporte histórico, ha sido también 
  -hoy lo podemos ver con claridad- su límite y su contradicción: 
  construir el socialismo comunal ha quedado sólo como una expresión de 
  deseos. El chavismo en el gobierno siguió el camino de la “siembra del 
  petróleo”, en lugar del sendero alter-civilizatorio de 
  la comunalización. Lejos de favorecer la germinación del poder popular, 
  esa siembra de petróleo lo intoxicó y lo fue asfixiando cada vez más.
  En las horas aciagas que corren, sería de gran 
  utilidad volver y juntar fuerzas en torno a ese proyecto político que 
  fue truncado. “Comuna o nada” es un lema que resume el legado perenne 
  del comandante Chávez y es también 
  un principio elemental clave para 
  orientar el cambio revolucionario, la transición socioecológica hacia 
  una nueva era Civilizatoria y Geológica.
  Comunalizar es 
  el verbo donde convergen el chavismo y el ecologismo popular como 
  fuerzas sociales revolucionarias; es lo que tenemos en común, como 
  horizonte guía y aspiración transformadora. Comunalizar es, 
  por supuesto, des-mercantilizar, pero también des-estatalizar: el Estado 
  no es lo opuesto del Mercado, sino la contracara jurídico-política del 
  capital. Avanzar hacia un socialismo comunal no implica un “Estado 
  comunal”, sino la deconstrucción radical de la lógica 
  racional-burocrática, centralizada y vertical de ejercicio del poder y 
  gestión de la vida colectiva. Comunalizar es 
  democratizar y descentralizar los procesos de producción de la vida; 
  implica sembrar poder y capacidades autogestionarias, construir 
  autonomía 
  
  social desde las bases, tanto en las esferas de la vida 
  doméstica, como de la vida pública. Comunalizar es 
  des-privatizar y desmercantilizar las relaciones sociales, los 
  imaginarios, los cuerpos y los territorios. No basta con suprimir la 
  propiedad privada de “los medios de producción”; tenemos que suprimirla 
  de la faz de la tierra; hacer que llegue el día en el que “la 
  propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados” sea 
  un absurdo inaceptable.
  Así, radicalizar la revolución es comunalizar 
  la Madre Tierra;es diseñar, construir y asumir como forma de 
  vida, un nuevo metabolismo social que la reconozca, la considere y la 
  trate como lo que en realidad es: base imprescindible y fuente de Vida 
  en Común.
  Producir un radical giro sociometabólico que 
  parta del respeto y el cuidado radical de la Madre Tierra, supone 
  salirnos de los engranajes del productivismo y el consumismo que hacen 
  girar “el molino satánico” de la acumulación como fin-en-sí-mismo; 
  supone también corrernos del industrialismo, del urbanocentrismo y el 
  fetichismo tecnológico que nos hace creer que el “desarrollo de las 
  fuerzas productivas” es una línea evolutiva universal y que para 
  cualquier problema social y/o ecológico siempre bastará y será posible 
  hallar una solución tecnológica. Ese cambio sociometabólico no implica 
  “aumentar los salarios” sino des-salarizar el trabajo; no “redistribuir 
  el ingreso”, sino redefinir radicalmente el sentido social de la 
  riqueza, esta vez, en función de los valores de uso y de la 
  sustentabilidad de la vida y no de la valorización abstracta y la 
  super-producción de mercancías.
  En fin, procurar ese giro sociometabólico 
  involucra, en última instancia, des-mercantilizar las emociones, vale 
  decir, buscar, sentir y vivir la felicidad en las relaciones, 
  y no en las cosas. En 
  lugar de la expansión (incluso ‘igualitaria’) de los ‘bienes de 
  consumo’, el nuevo horizonte utópico que se vislumbra desde esta 
  perspectiva pasa más bien por un escenario donde “el 
  hombre socializado, los productores libremente asociados, regulen 
  racionalmente su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan 
  bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder 
  ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de energías y en 
  las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana” (Marx, 
  1981: 1045).
Claro, somos conscientes de que el giro sociometabólico del que hablamos como medio y proceso revolucionario, constituye un desafío ideológico, existencial y emocional no apenas para la derecha, sino también para amplios sectores que se consideran de “izquierda”; claramente es así para la izquierda oficialista. Todavía estos sectores siguen anclados en el socialismo (realmente in-existente) del siglo pasado: concibiendo la revolución como “desarrollo de las fuerzas productivas”, creyendo que el imperativo de la liberación pasa por “industrializarnos”, “crear puestos de trabajo”, “aumentar salarios”, construir más carreteras” y “ampliar las políticas sociales”.Esos sectores, esa izquierda no percibe aún “los límites de la civilización industrial” (Lander, 1996); no puede ver más allá del muro mental de la colonialidad progresista. Justamente, no pueden ver que más allá de esos muros, hay mucha comunalidad viviente; personas, organizaciones, comunidades enteras que no demandan más asfalto ni quieren “progresar”, que no sueñan con “salir de shopping” ni luchan por el aumento de su “poder adquisitivo”… Sujetos colectivos que, por el contrario, se hallan movilizados por la defensa de sus territorios, congregados por los desafíos de la gestión autonómica de la vida en común, por la producción de la soberanía alimentaria, por la justicia hídrica, la democratización y sostenibilidad energética.
  Esos sujetos -tenemos la esperanza y la 
  convicción- son quienes que están conjugando en sus luchas, el verbo de 
  la revolución, del socialismo del siglo XXI… Al comunalizar los bienes, 
  los nutrientes y las energías, los saberes, los sabores y las semillas, 
  estos sujetos están emprendiendo el camino de la gran migración 
  civilizatoria que nos saque del Capitaloceno y nos lleve a la Tierra de 
  un nuevo y auténtico Antropoceno: la Era Geológica del Hombre 
  Nuevo.  
   Bibliografía:
  Acosta, Alberto (2009). “La maldición de la 
  abundancia”, CEP, Ed. Abya Yala, Quito.
  Altvater, Elmar (2014). “El Capital y el 
  Capitaloceno”. En “Mundo Siglo XXI”, revista del CIECAS-IPN, N° 33, Vol. 
  IX.
  Haraway, Donna (2016). “Antropoceno, 
  Capitaloceno, Plantacionoceno, Chthuluceno: generando relaciones de 
  parentesco”. Revista Latinoamericana de Estudios Criticos Animales, Año 
  III, Vol. I.
  Lander, Edgardo (1996). “El límite de la 
  civilización industrial. Perspectivas latinoamericanas en torno al 
  posdesarrollo”. FACES, Universidad Central de Venezuela, Caracas.
  Marcuse, Herbert [1979] (1993). “La ecología y 
  la crítica de la sociedad moderna”. Revista Ecología Política N° 5. 
  Icaria, Barcelona.
  Marini, Ruy Mauro (1974). “Subdesarrollo y 
  revolución”. Ediciones Era, México.
  Marx, Karl [1867] (1981). “El Capital”. Siglo 
  XXI, México.
  
  Moore, Jason (2003). “Capitalism as World-Ecology: Braudel and Marx 
  onEnvironmentalHistory”. 
  
  Organization&Environment 16/4 (December).
  Pérez Alfonzo, Juan Pablo [1979] (2009). 
  “Hundiéndonos en el excremento del diablo”. Fund. Editorial El perro y 
  la rana, Caracas.
  Polany, Karl [1949] (2003). “La Gran 
  Transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo”. 
  Fondo de Cultura Económica, México.
  Santos, Milton (1996). “De la totalidad al 
  lugar”. Tau, Barcelona.
  Svmpa, Maristella (2013). “Consenso de los 
  commodities y lenguajes de valoración en América Latina”. Revista Nueva 
  Sociedad N° 244.
  Terán Mantovani, Emiliano (2014). “La crisis 
  del capitalismo rentístico y el neoliberalismo mutante”. Documento 
  de Trabajo N° 5, CELARG, Carac 
  Notas:
  
  [1] Decimos “mal llamado y peor entendido” 
  porque generalmente se ha empleado el concepto de extractivismo para 
  referir a un sector, un tipo de actividades y/o una fase de los procesos 
  económicos; a lo sumo, se lo ha usado para caracterizar a economías 
  específicas (locales, nacionales o regionales) basadas en la 
  sobre-explotación exportadora de materias primas. Eso es ver apenas una 
  parte del fenómeno, lo que es lo mismo que no entender el problema como 
  tal, que, a nuestro juicio, tiene que ver con la dinámica geometabólica 
  del capitalismo como economía-mundo.
  
  [2] Cita extraída de Emiliano Terán Mantovani, 
  “La crisis del capitalismo rentístico y el neoliberalismo mutante”. 
  Documento de Trabajo N° 5, CELARG, Caracas: 2014.
  
  [3] Esa expresión remite a una nota publicada 
  por Arturo Uslar Pietri en el periódico “Ahora” en 1936 y que, desde 
  entonces, se ha convertido en una pieza emblemática de una visión 
  nacional-desarrollista basada en la idea de invertir la efímera renta 
  petrolera en la gestación de otros sectores productivos más sostenibles. 
  Un fragmento de dicha nota dice: “Urge 
  aprovechar la riqueza transitoria de la actual economía destructiva para 
  crear las bases sanas y amplias y coordinadas de esa futura economía 
  progresiva que será nuestra verdadera acta de independencia. Es menester 
  sacar la mayor renta de las minas para invertirla totalmente en ayudas, 
  facilidades y estímulos a la agricultura, la cría y las industrias 
  nacionales. Que en lugar de ser el petróleo una maldición que haya de 
  convertirnos en un pueblo parásito e inútil, sea la afortunada coyuntura 
  que permita con su súbita riqueza acelerar y fortificar la evolución 
  productora del pueblo venezolano en condiciones excepcionales.” (Arturo 
  Uslar Pietri, “Sembrar el petróleo”, 14 de julio de 1936). Al día de 
  hoy, el lema de PDVSA y el título del Boletín oficial es “Siembra 
  petrolera…. Cosechando Patria”.
  
  [4] Las exportaciones petroleras venezolanas 
  pasaron del 65 % en 1998 al 96 % en el año 2014.
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
 
 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario