3 de marzo de 2017

II. Honremos a las/os 30.000 percibiendo cómo los K viabilizaron el gobierno de Macri


Rescates de lo comunal como caminos hacia ir 


emancipando nuestra subjetividad colectiva


Ser, saber y poder en Walter Mignolo.
Comunidades colonizadas y descolonización comunal
Entramados y Perspectivas
Revista de la Carrera de Sociología
 
 
Eugenia Fraga*
Resumen: La obra de Walter Mignolo, y sobre todo el último tramo de la misma, se inscribe en el paradigma propuesto por los miembros del proyecto Modernidad / Colonialidad. Según este paradigma, el proceso histórico de la modernidad tuvo una contracara oscura y oculta, que primero tomó la forma del colonialismo y, luego de las independencias de los países colonizados, se transmutó en colonialidad, es decir, en un imperialismo no ya de derecho pero sí de hecho. Más específicamente, la colonialidad atañe a las diferentes esferas de la vida, y no a una sola: así, se habla de la colonialidad del ser (o de los modos de subjetivación), del saber (o de los modos de conocimiento) y del poder (o de los modos de organización). Pero además, los miembros del proyecto no sólo se ocupan de diagnosticar este estado de cosas, sino también de proponer alternativas para su transformación, es decir, para la descolonización del ser, del saber y del poder. Para el caso de Mignolo, es especialmente útil abordar estas tres dimensiones del problema de la colonización / descolonización a partir de uno de sus conceptos centrales: el de la comunidad. De esta manera, indagaremos en los procesos de resquebrajamiento / supervivencia y asimilación / reflote de los estilos de vida y las epistemologías comunales.

Introducción
El presente trabajo tiene como objetivo rastrear las distintas modalidades del concepto de comunidad en la obra de un autor latinoamericano y latinoamericanista que en los últimos años ha cobrado creciente relevancia en las ciencias sociales: Walter Mignolo. La obra de Mignolo puede dividirse en dos partes. Si bien su formación inicial estuvo asociada a la semiótica y la teoría literaria, y en esa misma dirección se enmarcaron sus primeras producciones, el último tramo de la misma se inscribe en el paradigma propuesto por los miembros del proyecto Modernidad/Colonialidad. Según este paradigma, el proceso histórico de la modernidad tuvo una contracara oscura y oculta, que primero tomó la forma del colonialismo y, luego de las independencias de los países colonizados, se transmutó en colonialidad, es decir, en un imperialismo no ya de derecho pero sí de hecho. Más específicamente, la colonialidad atañe a las diferentes esferas de la vida, y no a una sola: así, se habla de la colonialidad del ser (o de los modos de subjetivación), del saber (o de los modos de conocimiento) y del poder (o de los modos de organización). Pero además, los miembros del proyecto no sólo se ocupan de diagnosticar este estado de cosas, sino también de proponer alternativas para su transformación, es decir, para la descolonización del ser, del saber y del poder. Para el caso de Mignolo, es especialmente útil abordar estas tres dimensiones del problema de la colonización/descolonización a partir de uno de sus conceptos que, como hemos mostrado en otras ocasiones (Fraga, 2015a; 2015b), resulta absolutamente central, tanto para la teoría de Mignolo en particular como para la teoría social y política en general: nos referimos al concepto de «comunidad». De esta manera, indagaremos en los procesos de resquebrajamiento / supervivencia y asimilación / reflote de los estilos de vida y las epistemologías comunales. Más específicamente, dividiremos el trabajo en tres apartados, a través de los cuales rastrearemos las problemáticas de la Colonización y descolonización del poder, la Colonización y descolonización del saber, y la Colonización y descolonización del ser.
 
Evidentemente, estas tres nociones – ser, saber y poder – en su doble complejidad – colonial y decolonial – es una herencia que Mignolo retoma de quien quizás sea el referente más lúcido del proyecto Modernidad/Colonialidad, el pensador Aníbal Quijano (2000). Finalmente, esbozaremos unas conclusiones en donde trataremos los nudos entre las tres dimensiones del problema, así como la hipótesis de distinción entre «la comunidad» y «lo comunal». Por último, aclaramos que la metodología con la cual abordaremos el objetivo propuesto no será desplegada aquí en profundidad, puesto que justamente la trataremos con mayor extensión e intensidad en el apartado sobre Colonización y descolonización del saber, en donde, entre otras cosas, se trabaja la propuesta de epistemología comunal planteada por el propio Mignolo. Sin embargo, podemos adelantar que el método aquí utilizado tiene que ver con tomar como sujeto de conocimiento, no ya exclusivamente al discurso filosófico-científico propio de las humanidades – como el que representa el del propio Mignolo para nosotros – sino también al discurso de las comunidades subalternas cuyos modos de saber el mundo fueron invisibilizados en mayor o menor medida por los distintos procesos históricos de hegemonización imperialista y colonial. Así, en particular, gran parte de nuestro argumento utilizará vocabulario propio de las civilizaciones de Anahuac – o Azteca – y Tawantinsuyu – o Inca – para ilustrar muchos de los puntos expuestos. Dichas nociones tendrán entonces el mismo nivel ontológico que aquellas palabras extraídas de las civilizaciones Griega y Romana, y sus argumentos tendrán la misma entidad que los del discurso filosófico-científico occidental. Colonización y descolonización del poder.
 
 Según explica Mignolo en The idea of Latin America, es en la modernidad temprana, en el viejo continente, que comienza el proceso colonizador. Dicho proceso coincidió, en primer lugar, con el fortalecimiento de la secularización del concepto de comunidad. En efecto, la religión – etimológicamente «unión» o «comunión» de fe – fue siendo reemplazada por la cultura – etimológicamente «habitar» un espacio: el territorio ahora asociado a los nacientes estados nacionales – y de aquí el pasaje a las nuevas comunidades de nacimiento (Mignolo, 2005, p. xvi-xvii). Éstas últimas constituyeron el fundamento del sentimiento cultural de identidad, es decir, de lo que permitía a la gente sentirse semejante entre sí a la vez que diferente a otros. Se destaca entonces el problema de la etnicidad entendida como aquella identidad que, si bien abarca el antiguo concepto de raza – genealogía de sangre, y por ende, de piel – lo extiende para incluir sobre todo al lenguaje, la memoria, la experiencia, y todo aquello que hace a la vida en común compartida. Ahora bien, con el proceso de colonización de territorios y poblaciones extra-continentales, es decir, con el enfrentamiento a una alteridad radical a la que se buscaba someter para lograr acrecentar el propio dominio político, económico y cultural, emergió con toda su fuerza el problema del racismo. El racismo, fundamentalmente, emerge cuando un determinado grupo, autodefinido en términos «de sangre y piel», se atribuye el privilegio de clasificar jerárquicamente a todos los otros grupos, o en este caso, a todas las otras «razas» (ídem, p. 16-17).1
 
Esta clasificación jerárquica puede mantenerse en el plano discursivo, limitándose a señalar las diferencias y asimetrías, o bien puede extenderse al plano físico, pasando a eliminar a las poblaciones diferentes. Como sabemos, el proceso colonizador presentó ambas dimensiones, con lo cual cabe hablar del mismo como un proceso racista, pero también como un proceso genocida y etnocida. El etnocidio, recuerda Mignolo, es la eliminación material de la producción cultural de una determinada etnia, lo cual incluye tanto los objetos materiales como los simbólicos. El genocidio, por su parte, es la eliminación de los propios cuerpos de una población dada, que en este caso aparecía definida en términos raciales. Esta eliminación discursiva y física del «otro», que en los territorios colonizados estaba constituido principalmente por las etnias locales, es llevada a cabo por el grupo que controla los medios para su garantía, medios que son tanto políticos y económicos como epistemológicos (Giarraca, 2013, p. 10). Concretamente, el saldo de estos procesos fue la transformación de la «historia viva» de las comunidades locales en «mera historia», entendida ahora como puro pasado, como objeto muerto museográfico (Mignolo, 2005, p. 26). En efecto, y para el caso concreto de lo que luego se conocería como América Latina, la colonización adoptó primero la forma de la evangelización, es decir, de la imposición a las religiosidades indígenas de la comunidad de fe occidental. En un segundo momento, a su vez, la colonización mutó hacia el proceso de construcción de estados-nacionales, es decir, hacia la imposición a las culturas indígenas de la cultura occidental. Como explica el autor, esta mutación implicó el pasaje de la colonización de las almas a la colonización de los cuerpos; pero lo cierto es que en ambos momentos se deja ver el lado excluyente y violento de la conformación de las comunidades, especialmente cuando éstas son impuestas «desde arriba» (Carballo, 2012, p. 249-250).2
 
Con el proceso de constitución de los estados-nacionales en las ex-colonias se fue formando la «identidad criolla», es decir, la identidad de las elites mestizas antes gobernadas y ahora gobernantes en los nuevos países independientes. La «ideología criolla» se constituyó en una posición bifaz: si por un lado se mantuvo subalterna respecto de la ideología eurocéntrica, a la cual adscribió – y por lo cual los estados bajo su mando permanecieron dependientes de los estados centrales – por otro lado se asentó como hegemónica respecto de las minorías nacionales al interior de sus propios estados – específicamente, las comunidades indígenas – (Mignolo, 2005, p. 64).
 
Las elites gobernantes de los países latinoamericanos decidieron reconocerse como «blancos, cristianos y europeos». De este modo, las identidades subalternas amerindias – su «raza», su religión, su historia – permanecieron al margen de la constitución de los estados-nacionales. Es que los estados modernos al estilo occidental impusieron la idea de sí mismos como entidades homogéneas, pero dado que ésta homogeneidad era únicamente discursiva – no se condecía con la realidad material de los elementos que la conformaban – las diferencias se ocultaron en las sombras de la explotación, del no-reconocimiento, de la valoración negativa de su cualidad (Giarraca, 2013, p. 5). Esto es lo que Mignolo denomina, en Local histories / global designs, «colonialismo interno»: ésta «doble atadura» de los estados-nacionales luego de los procesos de independencia respecto de las colonias. Por un lado, permanecieron las alianzas con las metrópolis del viejo continente, pero ahora de manera eufemizada; por otro, las antiguas políticas coloniales se mantuvieron hacia adentro, siendo ahora aplicadas a las poblaciones aborígenes y sus descendientes (Mignolo, 2000, p. 104; p. 330; González Casanova, 1987). Es por esto que el autor plantea la necesidad de redefinir a las naciones, no ya como comunidades homogéneas, sino como comunidades heterogéneas; en todo caso, la homogeneidad de las mismas es sólo «imaginada», dado que sus historias son siempre historias de permanente «transculturación» (Mignolo, 2000, p. 168).
 
La independencia de España y Portugal – que constituyó un caso particular de descolonización, diferente al africano o al hindú, por ejemplo – continuó con la construcción de un nuevo tipo de «orden imperial». Una de las herramientas principales para dicha construcción fue la imposición de una lengua común oficial, y de la mano de ella, la imposición de una cultura – una historia, unas imágenes, unas figuras – comunes. Todo esto conformó la «ideología de los estados», sostenida por sus respectivos intelectuales orgánicos. De este modo, la complicidad entre lengua, cultura y nación pone de relieve su implicación geopolítica (ídem, p. 218). Pero como Mignolo se encarga de resaltar en The darker side of Western modernity, y dado que aquel proceso de descolonización quedó trunco, es necesario rescatar a las comunidades subalternas de las sombras. Las poblaciones indígenas no fueron eliminadas del todo, ni en su cuerpo ni en su cultura, por lo cual permanecen en su memoria, pero también en sus prácticas cotidianas, resabios – más o menos híbridos – de su identidad (Mignolo, 2011, p. 97).
 
En sus propias palabras, lo que hay que rescatar es «lo comunal»: «Lo comunal no sólo proviene de la organización social de las altas civilizaciones de Ta wantinsuyu y Anahuac [o de los Incas y los Aztecas], sino de quinientos años de experiencia coexistiendo bajo el dominio colonial español y bajo los estados-nacionales luego de la independencia» (ídem, p. 319, traducción propia, aclaración entre corchetes propia).
  • Lo comunal, según el autor, refiere al modo de la organización social amerindia, la cual fue dislocada a partir de la invasión europea a dichos pueblos, pero que sin embargo logró sobrevivir, y que algunos movimientos sociales como los Zapatistas están intentando reactivar, tanto de palabra como de hecho (ídem, p. 320).
  • Lo comunal – concepto que definiremos más acabadamente en el último apartado de este trabajo – es entonces la reinscripción, en el presente moderno y capitalista, de unas formas no-capitalistas y no-modernas de estilo de vida, que han sabido convivir con ambos procesos y que por ende hoy son tan marginales como híbridas (Mattison, 2012, p. 6).
 
Reinscribir el estilo de vida amerindio implica romper con la noción de la comunidad entendida como unidad cultural, ya sea en sentido étnico, nacional, o algún otro, puesto que esa concepción unívoca y homogeneizante fue la que impuso la lógica colonial (Mignolo, 2000, p. 168). Dado el contexto de creciente globalización y, con ello, de movilidad de las poblaciones, mercancías e informaciones, se abre una nueva posibilidad para las comunidades que habían sido subalternizadas bajo los estados-nacionales. Con el debilitamiento parcial de los mismos, las comunidades se fortalecen, especialmente si logran articular una forma de política que suplante su anterior locación de minoría, lo cual suele lograrse cuando se articulan como movimientos sociales globales – es decir, transnacionales – (ídem, p. 237; 296). Esto es lo que Mignolo denomina la «paradoja de la globalización»: si bien la globalización es la penetración aguda de la lógica moderna/colonial en los ámbitos más recónditos del planeta, ella habilita el re-empoderamiento de las comunidades subalternas, alianzas decoloniales mediante (ídem, p. 298).3 Lo que permite a las diferentes comunidades subalternas aliarse, incluso a escala transnacional, es que toda comunidad es definida, en la perspectiva del autor, como compartiendo los siguientes elementos.
 
  • En primer lugar, el hecho de que toda comunidad organiza su vida colectiva en función de una determinada medición del tiempo y del espacio (Mignolo, 2011, p. 167-168).
  • En segundo lugar, el hecho de que toda comunidad, en tanto entidad autopercibida como totalidad, es producto de una determinada narración sobre sí (ídem, p. 220). Esta «comunalidad» – en el doble sentido de lo común a toda comunidad – es lo que hace posible pensar la posibilidad de un mundo en el que las diferentes comunidades convivan, entendiendo a esta convivencia de manera fuerte y no como mero vivir unas al lado de otras. Aquí es donde emerge la propuesta cosmopolita de Mignolo, la cual estudiaremos más a fondo en el último apartado de este trabajo.
 
Lo relevante para el punto aquí tratado es que la medición espaciotemporal y la autopercepción colectiva de las civilizaciones amerindias permaneció a lo largo del tiempo, si bien no de manera «pura», como se encarga de aclarar en una entrevista: «Descartemos desde el vamos presunciones y críticas modernas de que o bien hay un fundamentalismo indio o bien un romanticismo de los intelectuales criollos, mestizos o inmigrantes, que ven en las naciones indígenas un paraíso perdido que quisieran utópicamente restituir. Veamos entonces dos o tres cosas: mantener la diferencia no quiere decir que las naciones indígenas son hoy lo que fueron en el siglo XV, que el ayllu hoy es lo que fue entonces. No, no lo es, pero es el ayllu» (Fernández, 2013, p. 3). Más adelante nos encargaremos de explicar esta fundamental figura del ayllu. Lo que las comunidades han mantenido a lo largo de los siglos, lo único que ha permanecido incorrupto, entonces, es básicamente su diferencia, su negación a asimilarse de manera total. Esta diferencia, en forma de memoria, da forma contemporánea a los modos de organización indígena, los cuales se fundan en la idea de «manejo colectivo» de los recursos y de «derechos colectivos» sobre los mismos. Los bienes materiales y simbólicos no son apropiados ni administrados, sino usados y compartidos. Esta noción es la que está en la base del ayllu, la comuna aborigen – en su denominación inca; la denominación azteca es altepetl – (Mignolo, 2011, p. 324).
 
La comuna amerindia, a la que caracterizaremos en detalle en el último apartado del trabajo, es aquel entramado – de prácticas, creencias, memorias, lenguas, saberes, sensibilidades – que el proyecto descolonizador, del cual Mignolo participa como figura intelectual, quiere reinstaurar como modelo de su imaginación política (Giarraca, 2013, p. 3).4
 
Colonización y descolonización del saber
Lo que en Local histories / global designs. Coloniality, subaltern knowledges, and border thinking Mignolo denomina la «mentalidad europea» refiere a una comunidad de intereses definida, en la modernidad temprana, en torno a la auto-construcción de la noción de ciencia como producto perfeccionado de una ruta de conocimiento que se remontaría, según esa misma auto-construcción, a la Antigua Grecia (Mignolo, 2000, p. 145). Con el proceso colonizador, y específicamente para el caso del nuevo continente, la mentalidad europea buscó imponerse por sobre las mentalidades de las comunidades locales de los territorios invadidos. Así, luego de intentar «convertir» el alma de los indígenas al cristianismo, y de oficializar las lenguas de los colonos como las únicas legítimas para la comunicación interhumana, se buscó implantar la creencia en la ciencia moderna como la nueva fuente de salvación. Mientras que lo primero llevó al asentamiento de las categorías teológicas como las bases de la ética y de la política, y lo segundo llevó al asentamiento de las reglas lingüísticas y de la lógica occidental como estructurante de los modos de pensamiento en general, lo último llevó a la imposición de la epistemología moderna como el único locus de enunciación realmente válido para definir y comprender el mundo. Por supuesto, todo esto implicó la marginalización y subalternización – y en algunos casos, la supresión completa – de los modos de creer, pensar, hablar, organizarse, y de comprender e intervenir sobre el mundo natural y social, propia de los pueblos originarios. Por ello es que el autor habla de éste como un momento «históricamente fundacional» (Mattison, 2012, p. 7). Al día de hoy, muchos intelectuales, científicos y académicos latinoamericanos – además de, por supuesto, muchas personas no directamente relacionadas con la ciencia – continúan creyendo en la superioridad excluyente de la epistemología occidental. Según Mignolo, esto se explica por el proceso de lo que denomina «autocolonización», el cual implica un «miedo a pensar por uno mismo» que penetra en la práctica intelectual-científico-académica, que pareciera sólo ser legítima si se recubre de la «manta de seguridad» de la tradición de pensamiento eurocéntrico.
 
En las locaciones como Latinoamérica, es decir, periféricas, la aceptación de dicha matriz de pensamiento les permite mostrarse como modernos, como desarrollados, como occidentales, lo cual a su vez habilita a los actores del centro a seguir creyendo en su propia superioridad epistémica y en su «misión educativa». Ésta es la versión secular y contemporánea de la «misión evangelizadora» del siglo XVI: la ciencia es el principal agente del imperialismo del saber (ídem, p. 8). Sin embargo, no todos los actores locales adoptan su discurso de manera acrítica: por un lado, porque los saberes de las poblaciones originarias no han sido del todo suprimidos, sino que perviven en los márgenes, y haciéndose crecientemente públicos; por otro lado, porque algunos intelectuales, académicos y científicos locales se hacen eco de dichos saberes subalternos, y buscan reinstalarlos en sus propios ámbitos de discusión. Para el autor, los «discursos fronterizos» de los pueblos amerindios son especialmente dignos de ser reinstalados en la agenda – científica, pero también política – puesto que son, en sus palabras, «performadores de comunidades». Más que meras representaciones de agencias colectivas preexistentes, habilitan a la construcción activa y permanente de agencias colectivas nuevas. Esto quiere decir que no sólo las comunidades amerindias pueden portar y hacer públicos sus saberes, sino que cualquiera que los considere válidos – por ejemplo, los intelectuales como el propio Mignolo – está invitado a incluirse en el movimiento por la descolonización de los mismos. Los discursos fronterizos, entonces, buscan salir de los márgenes en los que se encuentran y constituirse así como nuevos espacios de enunciación, tan legítimos como el discurso científico (Mignolo, 2000, p. 154-155; Anzaldúa, 1987).5
 
Mignolo dedica un libro entero, The darker side of Western modernity. Global futures, decolonial options, a delinear las salidas a la colonización – o lo que él denomina las «opciones decoloniales» – entre otras cosas, de las formas del saber. Los proyectos decoloniales son entonces un conjunto heterogéneo de alternativas políticas que, con el objeto de construir «futuros comunales», abogan por la «descolonización epistémica» (Mignolo, 2011, p. xxiii). Hay aquí dos conceptos centrales que hay que definir. En primer lugar, la descolonización epistémica significa «deshacer» la diferencia colonial, borrar la geopolítica diferencial – es decir, jerarquizada en saberes hegemónicos y subalternos – establecida por el proceso moderno/colonial. Dos de los elementos centrales de la diferencia colonial, según el autor, son la concepción del tiempo en términos de tradición/modernidad, así como la concepción del espacio en términos de naturaleza/cultura. Para deshacer estas nociones geopolíticas – por las cuales los saberes occidentales serían modernos y eminentemente culturales, mientras que los saberes «otros» serían tradicionales y no del todo deslindados de la naturaleza – lo ideal sería comenzar a pensar una temporalidad «transmoderna» y una espacialidad «viva». En otras palabras, Mignolo sugiere pensar a la modernidad como proceso histórico de creciente penetración geográfica no-lineal, a la cual lo «no-moderno» también contribuyó, y simultáneamente, a pensar a la espacialidad como un sistema vivo e interactivo entre lo considerado natural y lo considerado cultural, al modo como la cosmovisión amerindia, por ejemplo, definía a la Pachamama – literalmente, Madretierra, o «naturaleza» – . Esto, según el autor, permitiría abrir nuestro imaginario a las epistemologías suprimidas (ídem, p. 174).
 
En segundo lugar, los futuros comunales son definidos por Mignolo en un sentido que es necesario aclarar. Principalmente, hay que recalcar que no se trata de un nuevo «universal abstracto» que reemplace a los existentes, como el del capitalismo liberal o el del socialismo estatal – o, en otras épocas, el de la iglesia cristiana –. No se trata de un nuevo imperialismo del saber, sino de la postulación de una alternativa entre otras, heterogénea en su propio interior, y que busca ser igual de legítima que las preexistentes, conviviendo con ellas en la disputa por la orientación de la organización social – en general – y cognitiva – en particular –. El comunalismo como propuesta de futuro no se presenta como una solución definitiva para las cuestiones que a la humanidad preocupan desde tiempos inmemoriales, pero tampoco renuncia al intento de resolverlas (ídem, p. 175). Pero además, y como ya hemos mencionado, no se trata siquiera de una propuesta unívoca, sino que en su propio seno conviven diferentes matices y acentos, y en definitiva, diferentes voces.
 
En las palabras del propio Mignolo, «no buscamos una ’plataforma única, común y universal’. En el colectivo la pluri-versidad es lo que distingue nuestro accionar pensando» (Carballo, 2012, p. 243). Esta noción de «pluriversidad» es central, pues no refiere ya a un universo – cuya definición no se pone en cuestión – en el cual una serie de ideas compiten entre sí por la hegemonía, al modo liberal, sino a un pluriverso, es decir, a una pluralidad de definiciones del universo, que debaten no sólo cuestiones de superficie sino cuestiones de fondo, que se disputan la mismísima concepción de lo que el mundo debería ser, pero que a pesar de todo conviven en condiciones epistémicas de igualdad. Pero decimos que a pesar de su heterogeneidad, las alternativas decoloniales tienen algo en común. Para Mignolo, «aquello que todas estas expresiones tienen en común es la necesidad y el esfuerzo de desengancharse (delinking) de la hegemonía epistémica, religiosa, hermenéutica, estética y subjetiva (sacralización del individuo por sobre los intereses de la comunidad)» (Giarraca, 2013, p. 8; aclaraciones entre paréntesis del propio autor).
 
La noción utilizada para significar la operación de descolonización es delink, literalmente, «desvincularse», en este caso, de los vínculos de asimetría epistémica impuestos por la modernidad/colonialidad. Además, vemos que la descolonización epistémica conlleva la descolonización de otras esferas de la vida a ella asociadas: la de otros saberes – como el religioso o el artístico, supuestamente contrarios al científico – la de otras formas de comprensión, y sobre todo la de otros modos de subjetivación. El modo de subjetivación propuesto por el programa decolonial nos resulta singularmente relevante: si la epistemología occidental establecía la preeminencia de lo individual, la epistemología amerindia aboga por la primacía de lo comunal. Son los intereses de la unidad colectiva los que rigen, y los intereses de sus átomos aislados se subsumen a aquellos. Ésta cosmovisión, como hemos mencionado y como desarrollaremos in extenso en el último apartado, se funda sobre el modelo de la organización social de las civilizaciones aborígenes, sobre todo de los Andes. La reinstalación de este modelo, resalta el autor, no puede lograrse sino a costa de reinstalar, como requisito lógicamente previo, las categorías de pensamiento sobre las que aquél se apoyaba. Lo comunal, entonces, va «mano a mano» con el «pensamiento fronterizo», aquel que se encuentra marginado pero que desde los bordes logra poner en cuestión el pensamiento del centro o hegemónico, aquel que en el pasado le quitó su legitimidad (Mattison, 2012, p. 6).6
 
Lo relevante es no considerar a lo comunal como un mero objeto de estudio; de hecho, algo así ni siquiera sería novedoso, puesto que la alteridad, lo «exótico», siempre ha sido objeto del interés y de la curiosidad de diversas disciplinas científicosociales. Lo comunal, para recuperar su legitimidad, debe ser concebido como una «experiencia viva y vivida», tal como lo continúa siendo para los miembros sobrevivientes de los pueblos indígenas. Pero además, recuperar la legitimidad epistémica sólo puede ser el inicio de la recuperación de la legitimidad política. Así, no se puede seguir pensando en términos de la teoría política clásica, cuya unidad de análisis – típico-ideal pero nunca «real», como hemos visto en el primer apartado – son estados mono-nacionales. Pensar en términos de estados pluri-nacionales, en cambio, permitiría otorgar el mismo nivel – epistémico, pero también político en un sentido amplio – a las diferentes comunidades que habitan dentro de sus imaginados límites (ídem, p. 9). Pensar en términos de estados pluri-nacionales, o multi-comunales, vuelve relativamente obsoletas las tradicionales nociones de la democracia occidental, con su pretensión de universalidad. Lo comunal, de lograr legitimidad, sería una alternativa más de «sociedad justa», junto a la de la democracia y a la del socialismo, que ya no podrían ser concebidas como verdades globales. Descolonizar la democracia y el socialismo es reconocer sus contribuciones a la vez que tener en cuenta sus falencias, y, simultáneamente, otorgar legitimidad a sus alternativas – políticas, pero también epistémicas – de las que lo comunal es sólo una. Por supuesto, recalca Mignolo, lo comunal también tiene sus problemas, no es cuestión de romanticismo nostálgico retomar su modelo, sino producto de creer que contiene elementos útiles para la vida contemporánea. El estilo de vida comunal es hoy una cuestión tan global como las otras, dado el contexto de globalización generalizada que el mundo atraviesa (Mattison, 2012, p. 10).7
 
El concepto de lo comunal viene atado además a toda una cadena de trayectorias, sensibilidades, memorias, o sea, a toda una genealogía de pensamiento particular, diferente a la occidental (Mignolo, 2011, p. 39). En este sentido es que hablamos de la descolonización del saber, puesto que hablar de lo comunal es pensar en el marco de su genealogía, la cual entra en disputa con la pretensión de universalidad del pensamiento occidental, al construir contra-argumentos fundados en la noción clave de sumak kawsay, o «vida en armonía y plenitud» (ídem, p. 69). Así, la Antigua Grecia y el Año Cero cristiano pierden su privilegio como las fuentes del saber y de la sensibilidad secular y sagrada, respectivamente. En el mismo movimiento, otros orígenes potenciales se vuelven más visibles y ganan en legitimidad, por ejemplo, las civilizaciones Inca o Azteca. El comunalismo sostiene lo que Mignolo denomina una concepción de la «verdad entre paréntesis» es decir, una concepción relativa, contestable, cuestionable, de la propia cosmovisión. Y como hablamos de genealogías, emerge con fuerza la pregunta por el «origen» de las mismas (ídem, p. 82). Se busca, entonces, construir y restituir saberes en los que la vida – en general, y no sólo la vida humana – tenga prioridad sobre el desarrollo, el cual deberá subsumirse a la primera (ídem, p. 115). Éste, para el autor, es el «potencial teórico, ético y político» de las comunidades amerindias (ídem, p. 222). Como vemos, a diferencia de lo que sucede en la epistemología moderna, las esferas del conocimiento, de la política, de la economía y de la subjetividad no están separadas, sino que son inseparables: ser es pensar y es hacer (ídem, p. 324). En este sentido, las ideas no tienen por qué ser perfectas – ninguna idea lo es, finalmente – puesto que lo comunal será, en última instancia, producto de la acción creativa de subjetividades que se descolonizan en el camino, y es esto lo que debemos entender por «imaginación política comunitaria» (ídem, p. 295).8
 
Colonización y descolonización del ser
La modernidad colonial es concebida por Mignolo como constituyendo un sistema mundo específicamente capitalista. En el capitalismo, el sistema económico penetra todas las demás esferas de la vida social, imponiéndoles su lógica. Y su lógica, como sabemos, es la de la competencia individualista, explica el autor en The idea of Latin America. Competencia e individualismo son, precisamente, las dos dimensiones de la constitución de los sujetos en la modernidad/colonialidad capitalista, es decir, las dos dimensiones de la colonización del ser. La descolonización subjetiva, entonces, tiene necesariamente que plantear formas alternativas de ser, y éstas estarán fundadas, como veremos, en la convivencia y el comunalismo (Mignolo, 2005, p. 99). Veamos entonces una primera definición del concepto de comunidad, la cual toma como modelo las formas organizacionales de las civilizaciones amerindias. «Las comunidades indígenas (...) están conectadas las unas con las otras (... ) Sus estructuras económicas están basadas en la reciprocidad antes que en un mercado competitivo. Sus subjetividades se forman a través de las prácticas colaborativas (...) Es una subjetividad en los márgenes, de la cual la subjetividad nacional constituye sólo una parte residual» (ídem, p. 124-125, traducción propia).
 
Vemos en este primer delineamiento que la subjetividad comunal no implica aislamiento, sino convivencia entre los distintos nodos comunales, y que además es una subjetividad fronteriza, que habita al interior de un territorio administrado estatalmente, del cual sin embargo sólo puede participar a medias. Mientras que lo primero es un punto a rescatar, lo segundo indica una situación que se busca cambiar. Justamente, los grupos subalternos, en sus protestas, toman esa misma subalternización al interior del estado-nacional como objeto de crítica, y plantean la necesidad de una «comunidad por venir», de una «comunidad aún no imaginada» de la cual puedan formar parte sin perder su particularidad (ídem, p. 145). Para Mignolo, esto sólo puede lograrse mediante el «diálogo intracultural» entre los proyectos de las diversas comunidades subalternas, el cual a su vez conduciría a «luchas interculturales» con el estado y las demás instituciones administradoras de las diversas esferas sociales – económicas, políticas, sexuales, cognitivas, etcétera – (ídem, p. 160). En este marco, el «indigenismo» tal como es presentado por el autor en Local histories / global designs puede pensarse como el potencial revolucionario de las comunidades indígenas. El indigenismo cubre un amplio espectro de posiciones políticas con las que se articula para constituir sujetos políticos con mayores posibilidades de lograr hegemonía (Mignolo, 2000, p. 149).
 
Veamos entonces una segunda definición de la comunidad: «la idea de “comunidad” va más allá de una celebración del “estar aquí”, [debería ser vista] no meramente como un rasgo distintivo de las agencias amerindias, sino, por el contrario, como el modo en que los amerindios practicaban una filosofía de la vida y filosofaban sobre una práctica vital que privilegia las interacciones con los “organismos vivos” (por ejemplo la naturaleza) por sobre las interacciones con ’objetos construidos’ (por ejemplo la naturaleza comodificada)» (ídem, p. 157, traducción propia, aclaración entre corchetes propia). Tenemos aquí varios elementos juntos. En primer lugar, el comunalismo planteado por Mignolo no es producto de una nostalgia romántica por la vida pura y auténtica de los indígenas, sino que se desprende de sus raíces territoriales para ser abrazada por cualquier sujeto que lo considere una alternativa política y subjetiva legítima. En segundo lugar, se trata tanto de una filosofía como de una práctica, es decir, tanto de una idea o una teoría como de un conjunto concreto de formas de vida, a los que podríamos resumir como interacciones con la vida. Estos dos elementos, a su vez, se encuentran en tensión con la materialidad de un mundo crecientemente globalizado, lo cual implica tanto la destrucción del entorno vivo como la destrucción de ciertas alteridades culturales. Frente a la globalización, sin embargo, los grupos subalternos pueden construir alianzas – y así, comunidades – transnacionales. Éstas, empero, deben evitar caer en pedidos abstractos de justicia que ignoren los intereses y necesidades regionales que los fundamentan (ídem, p. 187).9
 
Es que los movimientos sociales constituidos por este tipo de comunidades subalternas no encarnan – simplemente – clases sociales, las cuales podrían eventualmente definirse de manera desterritorializada, internacional o trans-racial, sino que encarnan – sobre todo – «comunidades etnopolíticas», al decir de Mignolo (ídem, p. 198). Ahora bien, queda claro para el autor que lo étnico no refiere a modelos tribales «originarios», porque, aún si hubiese existido algo así, éstos han atravesado ya más de quinientos años de interacción con instituciones coloniales, nacionales y globales. Por esto es que no hay posible retorno a lo «auténtico» – de nuevo, suponiendo que algo lo fuera –. Lo que sí hay es un «esfuerzo utópico» por rescatar las memorias amerindias de los «oscuros salones de los museos», de traerlos al espacio público – en el doble sentido de visible y político –. La defensa del modelo comunal, entonces, es necesaria como herramienta conceptual, como ejemplo de prácticas oposicionales, y como medio para la construcción de comunidades imaginadas que restituyan lo que los colonialismos y los estados-nacionales han suprimido (ídem, p. 271). Justamente, la emergencia de la participación en el espacio público de las comunidades subalternizadas, clamando formar parte en la civilización planetaria, es, según Mignolo, una de las revoluciones culturales más grandes de nuestro tiempo. Los movimientos sociales así conformados, entonces, si bien adscriben al comunalismo como modelo de sociedad, buscan constituir comunidades globalizadas (ídem, p. 276). Lo que el autor llama «diversalidad» – como opuesta a la universalidad – refiere precisamente a la idea de un planeta en el que convivan proyectos de mundo diversos, o dicho de otro modo, en el que lo hegemónico sea la diversidad de cosmovisiones. Lo relevante, además, es que los diversos proyectos no están en competencia, sino en diálogo, y la «diversalidad» refiere también a ello, por oposición a la univocidad. Ésta idea, que él retoma de los Zapatistas, se funda en el axioma de que las comunidades tienen el derecho a ser diferentes – es decir, a mantener y promover su particularidad – porque son iguales – en el sentido profundo de humanamente iguales – (ídem, p. 311).
 
La noción de diálogo no es aquí menor, puesto que Mignolo está pensando en una suerte de comunidad global de comunicación, en donde la diversalidad sería el producto de la mutua comprensión, los debates de fondo y las decisiones conjuntas de los múltiples grupos humanos (ídem, p. 319).10 En una serie de entrevistas de los últimos años, Mignolo aclara varias cuestiones relevantes sobre la temática que aquí estamos tratando.
 
  • En primer lugar, que ni el mundo indígena ni el mundo occidental – ni ningún otro – son mundos homogéneos, ni tampoco son mundos completamente opuestos, con lo cual no hay que pensar el debate colonización / descolonización en términos binarios u oposicionales punto por punto; más bien, hay que pensar en términos de procesos más o menos potentes, más o menos acabados, en términos de tendencias y pugnas políticas, de matices y alianzas.
  • En segundo lugar, la propuesta decolonial no es una propuesta sólo para indígenas – ni sólo por indígenas – sino que tanto sus ideólogos intelectuales como sus promotores políticos pueden provenir de cualquier extracción social; esto, por supuesto, del mismo modo que el liberalismo no está pensado sólo para los europeos ni el socialismo está pensado sólo por la clase obrera. Un proyecto ideológico-político, en definitiva, no implica una representación especular de algún sector de «la realidad», y por esto mismo dentro de «un mismo» sector social puede haber adscripciones divergentes. Lo relevante, entonces, es que los proyectos indigenistas – es decir, aquellos que toman como modelo una versión de la organización de las antiguas civilizaciones indígenas – irrumpen en el debate político a escalas novedosas: nacionales, regionales e incluso globales, disputando así las definiciones de mundo establecidas (Fernández, 2013, p. 4).
  • En tercer lugar, el autor aclara que si bien la decolonialidad se asemeja en ciertos puntos a lo que se ha venido denominando «desoccidentalización», ambas tendencias deben distinguirse. Mientras que ambas tendencias critican los modos del saber y del poder occidentales, el movimiento desoccidentalizador adscribe al tipo de organización económica capitalista, pero el movimiento decolonial, no. Ejemplos de procesos desoccidentalizadores son, entonces, ciertos países del sudeste asiático, y algunos otros del mundo musulmán (ídem, p. 8). Mignolo llama a esto la manifestación del sistema político, o el despertar de la sociedad civil a la conformación de una sociedad política global (He, 2012, p. 28).
 
En este contexto, lo comunal emerge como alternativa a los universales abstractos de los que busca distinguirse. Lo comunal, resalta el autor, no es ni la commonwealth liberal ni el conjunto de los «bienes comunes» marxistas, que aunque antagónicos entre sí, comparten el hecho de ser productos de la modernidad. Frente a esto, no puede decirse que lo comunal sea pre-moderno – pues evidentemente no se constituyó como anterior a algo que aún no existía – sino simplemente no-moderno – es decir, producto de una civilización diferente –. Pero además, hoy, lo comunal es también decolonial, puesto que, una vez implantada la modernidad/colonialidad, se resigni- fica, en tanto modelo, como reacción a ella (Mattison, 2012, p. 5). En esta propuesta, según el último libro de Mignolo, The darker side of Western modernity, se invierte la moderna consecuencia no buscada de la acción por la cual se termina viviendo para trabajar y para consumir: en tanto no-capitalista, el modelo comunal amerindio se funda sobre el trabajo y el consumo para vivir, siendo éste último el objetivo existencial principal (ídem, p. 36) Pero el rasgo definitorio de los procesos decoloniales es el quiebre que operan en el «código occidental», es decir, en su locus de enunciación, en su matriz discursiva, en una palabra, en la representación hegemónica del mundo que la modernidad simboliza (Mignolo, 2011, p. xiii). Su propuesta no es la de un «orden global comunal», es decir, la de un imperialismo planetario comunalista de exportación, al estilo occidental, monocéntrico, sino la de un orden global de convivencia entre comunidades, pluricéntrico (ídem, p. 23).
 
Habíamos adelantado que el comunalismo era una forma de cosmopolitismo; nos referíamos a que Mignolo recupera la idea de «comunidad humana», ya presente en la modernidad temprana, y la torsiona en un sentido decolonial. Si los griegos concebían a su polis como modelo del «cosmos», y el Imperio Romano elevaba su urbis al nivel de «orbe», y si hoy Occidente sigue basándose en estas nociones, ¿por qué la suyu – aldea o poblado – incaica no puede postularse, del mismo modo, como un paradigma de la pacha – tierra, mundo – Inclusive – y aquí radica, para el autor, la superioridad de la concepción decolonial – no es que la suyu pretenda imponerse a toda la pacha, sino que pretende ser una alternativa, junto a la polis, a la urbis, o a cualquier otra noción semejante. En el núcleo mismo de la Pacha-suyu, la runa – gente, personas – se define tanto en términos humanos – individuales y comunitarios – como en términos de lo que occidentalmente se denomina la naturaleza – la tierra y el cielo – más precisamente, se define como interdependiente de – y en sincronía con – la colectividad y su entorno (ídem, p. 273).
 
Un cosmopolitismo que tome esta concepción como fundamento no puede ser imperialista por principio, es decir, no puede buscar imponerse ni sobre otras formas sociales ni sobre la «naturaleza», y aquí es indistinto si el imperialismo es «de izquierda» o «de derecha» conservador o liberal. Y es en este momento de su argumento que Mignolo introduce un elemento sumamente esclarecedor: el comunalismo no es un modelo de sociedad, sino un principio de organización; no es tanto un contenido – aunque sí lo tiene – sino sobretodo un «conector». La convivencia entre comunidades o «nodos comunales» – diferentes, incluso en la definición misma de mundo que manejen – es lo que el comunalismo significa (ídem, p. 275; 283). En este sentido, el autor bautiza su propuesta como «localismo cosmopolita» o «globalismo comunal», y lo que busca es principalmente contribuir al «bien común» de forma parcial, y no total o «totalitaria», como los diversos proyectos de «liberación» o las «misiones» autoproclamadas (ídem, p. 276; 320-321).
 
 
Conclusiones
 
Luego de un detallado análisis textual, pudimos rastrear el problema de la comunidad a través de las tres esferas sociales analíticas construidas por la mirada decolonial. Sin embargo, como se habrá percibido, ser, saber y poder no pueden distinguirse del todo sino que se encuentran siempre imbricadas. Lo que nos interesa marcar ahora, a modo de conclusión general, es cómo, a lo largo de las diversas problemáticas tratadas, la comunidad aparece a veces como sinónimo de grupo subalterno, y otras veces como sinónimo de grupo en abstracto, es decir, independientemente de la posición geopolítica que ocupe. Así, por ejemplo, en el tratamiento de la cuestión religiosa, comunidades de fe eran todas aquellas colectividades identificadas por una confesión determinada; pero al hablar de la misión evangelizadora de la primera etapa colonial, Mignolo conceptualiza el proceso en términos de una institución que se impone sobre una serie de comunidades colonizadas, cuyas religiones particulares quedan entonces deslegitimadas o directamente prohibidas.
 
Del mismo modo, al analizar el proceso de constitución de los estados-nacionales, se dice que éstos fueron pensados, en la teoría, como unidades homogéneas, como comunidades de nacimiento; pero cuando emerge el problema del colonialismo interno, derivado del primero, éste es definido como el proceso de subsunción de las comunidades minoritarias al interior de un territorio por parte de la maquinaria estatal hegemónica. Asimismo, al hablar de la cuestión de la raza y la etnia, el autor explica que ambas son categorías clasificatorias elaboradas por un grupo y aplicadas al resto de los grupos tanto como a sí mismo; el genocidio y el etnocidio, por su parte, son conceptualizados como la supresión de la cultura o del cuerpo de una comunidad dominada llevada a cabo por los agentes del discurso dominante en una sociedad dada.
 
Lo mismo sucede al hablar de la ciencia: ella es la autoconstrucción epistémica de una comunidad particular, la europea de la modernidad temprana, la cual fue universalizada – postulada como universal – y en ese sentido impuesta con mayor o menor éxito en el resto del planeta. Pero la distinción temporal que la ciencia plantea entre tradición y modernidad, y su distinción espacial entre naturaleza y cultura, muestran cómo en realidad su universalismo se funda en una distinción interna entre particulares, en la cual ella misma queda de uno sólo de los lados – modernidad, cultura – mientras que el resto de las civilizaciones son concebidas como pasadas – a pesar de su simultaneidad – o cercanas a la naturaleza – a pesar de su humanidad –.
 
En una línea algo diferente, la globalización es entendida por Mignolo como la imposición al resto del globo de una forma de ser, de saber y de poder que, en su origen, es regional, en este caso, la forma moderna/colonial y capitalista; pero la postulación del autor del cosmopolitismo, el cual es paradójicamente habilitado por el proceso de globalización, sería la convivencia entre los distintos nodos comunales del planeta, todos en iguales condiciones de legitimidad. Así, los movimientos sociales son todas las agencias colectivas que plantean algún tipo de cuestionamiento al orden es tablecido en un momento y lugar dados, y en este sentido puede decirse que lo que hacen es realizar reclamos públicos que de otro modo permanecerían marginales, es decir, en definitiva, que levantan las banderas de las comunidades marginalizadas. Y así también, el movimiento particular constituido por las ideas indigenistas, toman por un lado como modelo de buena sociedad a las prácticas y cosmovisiones de una comunidad particular, la amerindia, mientras que por otro lado sostienen el valor de la reciprocidad entendido como convivencia entre las distintas prácticas y cosmovisiones existentes en el mundo.
 
En efecto, parece entonces haber en la obra de Mignolo dos formas diferentes de entender la comunidad, o dicho de otro modo, una definición regionalista de la comunidad que coexiste en su seno con una definición universalista de la misma. Esto, a su vez, es especialmente relevante para entender la diferencia ontológica entre la colonización y la descolonización. La colonización es concebida siempre como el proceso de imposición de ciertas lógicas – políticas, económicas, epistémicas y subjetivas – a una o unas comunidades que pasan así a ser y estar colonizadas. Aquí comunidad es sinónimo de grupo con una identidad particular, con un contenido cultural singular. Pero la descolonización, por su parte, es conceptualizada como el proceso deseable – aunque en cierta medida ya presente – de reemplazar la lógica imperialista de imposiciones con la lógica comunal de la reciprocidad y la convivencia. Aquí no se habla ya de comunidad o comunidades sino de lo comunal, y lo comunal no es ya sinónimo de grupo sino de «conector», de lógica, de forma organizacional en cierto sentido abstracta. Mientras que en el primer caso, las comunidades son dominadas o dominantes, es decir, son definidas geopolíticamente, en el segundo caso las comunidades que se interrelacionan lo son todas por igual. Al mismo tiempo, mientras que el primer caso parece hacer referencia al estado de cosas existente, el segundo caso parece referir a un estado de cosas imaginado. En este sentido, entonces, es que hablamos simultáneamente, para el caso de Walter Mignolo, de «comunidades colonizadas» y de «descolonización comunal».
Bibliografía: (…)
*Licenciada en Sociología por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Maestranda de la Maestría en Investigación en Ciencias Sociales de la misma facultad. Docente en la materia Sociología Sistemática de la misma facultad. Becaria doctoral de la comisión de Ciencia y Técnica de la Universidad de Buenos Aires. Miembro del Grupo de estudios sobre Teoría Sociológica y Comunidad, a cargo del Dr. Pablo de Marinis, con sede en el Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.


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