Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder
popular
Anatomía del nuevo
neoliberalismo
26 de julio de 2019
Por Pierre
Dardot y Christian Laval
Desde hace una decena de años viene anunciándose regularmente
el fin del
neoliberalismo: la
crisis financiera mundial de 2008 se presentó como el último estertor de su
agonía, después le tocó el turno a la crisis griega en Europa (al menos hasta
julio de 2015), sin olvidar, por supuesto, el seísmo causado por la elección de
Donald Trump en EE UU en noviembre de 2016, seguido del referéndum sobre el Brexit en marzo de 2017. El hecho de que Gran
Bretaña y EE UU, que fueron tierras de promisión del neoliberalismo en tiempos
de Thatcher y Reagan, parezcan darle la espalda mediante una reacción
nacionalista tan repentina, marcó los espíritus debido a su alcance simbólico.
Después, en octubre de 2018, se produjo la elección de Jair Bolsonaro, quien
promete tanto el retorno de la dictadura como la aplicación de un programa
neoliberal de una violencia y una amplitud muy parecidas a las de los Chicago boys de Pinochet.
El neoliberalismo no sólo sobrevive como
sistema de poder, sino que se refuerza. Hay que comprender esta singular
radicalización, lo que implica discernir el carácter tanto plástico como plural
del neoliberalismo. Pero hace falta ir más lejos todavía y percatarse del
sentido de las transformaciones actuales del neoliberalismo, es decir, la
especificidad de lo que aquí llamamos el nuevo neoliberalismo.
Recordemos de entrada qué significa el
concepto de neoliberalismo, que pierde gran parte de su pertinencia cuando se
emplea de forma confusa, como sucede a menudo. No se trata tan solo de
políticas económicas monetaristas o austeritarias, de la mercantilización de
las relaciones sociales o de la dictadura
de los mercados financieros. Se trata más fundamentalmente de una racionalidad política que se ha vuelto
mundial y que consiste en imponer por parte de los gobiernos, en la economía,
en la sociedad y en el propio Estado, la lógica del capital hasta convertirla
en la forma de las subjetividades y la norma de las existencias.
Proyecto radical e incluso, si se quiere,
revolucionario, el neoliberalismo no se confunde, por tanto, con un
conservadurismo que se contenta con reproducir las estructuras desigualitarias
establecidas. A través del juego de las relaciones internacionales de
competencia y dominación y de la mediación de las grandes organizaciones
de gobernanza mundial
(FMI, Banco Mundial, Unión Europea, etc.), este modo de gobierno se ha
convertido con el tiempo en un verdadero sistema mundial de poder, comandado
por el imperativo de su propio mantenimiento.
Lo que caracteriza este modo de gobierno es que se alimenta y se
radicaliza por medio de sus propias crisis. El neoliberalismo sólo se sostiene
y se refuerza porque gobierna mediante la crisis. En efecto, desde la década de 1970, el
neoliberalismo se nutre de las crisis económicas y sociales que genera. Su respuesta es invariable: en vez de poner
en tela de juicio la lógica que las ha provocado, hay que llevar todavía más
lejos esa misma lógica y tratar de reforzarla indefinidamente. Si la austeridad
genera déficit presupuestario, hay que añadir una dosis suplementaria. Si la
competencia destruye el tejido industrial o desertifica regiones, hay que
agudizarla todavía más entre las empresas, entre los territorios, entre las
ciudades. Si los servicios públicos no cumplen ya su misión, hay que vaciar
esta última de todo contenido y privar a los servicios de los medios que
precisan. Si las rebajas de impuestos para los ricos o las empresas no dan los
resultados esperados, hay que profundizar todavía más en ellas, etc.
Este gobierno mediante la crisis solo es
posible, claro está, porque el neoliberalismo se ha vuelto sistémico. Toda crisis económica, como la de 2008, se
interpreta en los términos del sistema y solo recibe respuestas que sean
compatibles con el mismo. La ausencia
de alternativas no es tan solo la manifestación de un
dogmatismo en el plano intelectual, sino la expresión de un funcionamiento
sistémico a escala mundial. Al amparo de la globalización y/o al reforzar la Unión Europea , los
Estados han impuesto múltiples reglas e imperativos que los llevan a reaccionar
en el sentido del sistema.
Pero lo que es más reciente y sin duda merece
nuestra atención es que ahora se nutre de las reacciones negativas que provoca
en el plano político, que se refuerza con la misma hostilidad política que
suscita. Estamos asistiendo a una de sus metamorfosis, y no es la menos
peligrosa. El neoliberalismo ya no
necesita su imagen liberal o democrática,
como en los buenos tiempos de lo que hay que llamar con razón el neoliberalismo clásico. Esta imagen
incluso se ha convertido en un obstáculo para su dominación, cosa que
únicamente es posible porque el gobierno neoliberal no duda en instrumentalizar
los resentimientos de un amplio sector de la población, falto de identidad
nacional y de protección por el Estado, dirigiéndolos contra chivos expiatorios.
En el pasado, el neoliberalismo se ha asociado
a menudo a la apertura,
al progreso, a las libertades individuales, al Estado de derecho. Actualmente se
conjuga con el cierre de fronteras, la construcción de muros, el culto a la nación y la
soberanía del Estado, la ofensiva declarada contra los derechos humanos,
acusados de poner en peligro la seguridad. ¿Cómo es posible esta metamorfosis
del neoliberalismo?
Trumpismo y fascismo
Trump marca incontestablemente un hito en la historia
del neoliberalismo mundial. Esta mutación no afecta únicamente a EE UU, sino a
todos los gobiernos, cada vez más numerosos, que manifiestan tendencias
nacionalistas, autoritarias y xenófobas hasta el punto de asumir la referencia
al fascismo, como en el caso de Matteo Salvini, o a la dictadura militar en el
de Bolsonaro. Lo fundamental es comprender que estos gobiernos no se oponen
para nada al neoliberalismo como modo de poder. Al contrario, reducen los
impuestos a los más ricos, recortan las ayudas sociales y aceleran las
desregulaciones, particularmente en materia financiera o ecológica. Estos
gobiernos autoritarios, de los que forma parte cada vez más la extrema derecha,
asumen en realidad el carácter absolutista e hiperautoritario del neoliberalismo.
Para comprender esta transformación, primero conviene evitar dos
errores. El más antiguo consiste en confundir el neoliberalismo con el ultraliberalismo, el libertarismo,
el retorno a Adam Smith o
el fin del Estado, etc.
Como ya nos enseñó hace mucho tiempo Michel Foucault, el neoliberalismo es un
modo de gobierno muy activo, que no tiene mucho que ver con el Estado mínimo
pasivo del liberalismo clásico. Desde este punto de vista, la novedad no
consiste en el grado de intervención del Estado ni en su carácter coercitivo.
Lo nuevo es que el antidemocratismo innato del neoliberalismo, manifiesto en
algunos de sus grandes teóricos, como Friedrich Hayek, se plasma hoy en un
cuestionamiento político cada vez más abierto y radical de los principios y las
formas de la democracia liberal.
El segundo error, más reciente, consiste en
explicar que nos hallamos ante un nuevo fascismo
neoliberal, o bien ante un momento
neofascista del neoliberalismo 2/. Que sea por lo menos azaroso, si no peligroso
políticamente, hablar con Chantal Mouffe de un momento populista para presentar mejor el populismo
como un remedio al
neoliberalismo, esto está fuera de toda duda. Que haga falta desenmascarar la
impostura de un Emmanuel Macron, quien se presenta como el único recurso contra
la democracia iliberal de
Viktor Orbán y consortes, esto también es cierto. Pero, ¿acaso esto justifica que se
mezcle en un mismo fenómeno político el ascenso
de las extremas derechas y la deriva autoritaria del neoliberalismo?
La asimilación es a todas luces problemática:
¿cómo identificar si no es mediante una analogía superficial el Estado total tan característico
del fascismo y la difusión generalizada del modelo de mercado y de la empresa
en el conjunto de la sociedad? En el fondo, si esta asimilación permite arrojar
luz, centrándonos en el fenómeno
Trump, sobre cierto número de rasgos del nuevo neoliberalismo, al mismo tiempo
enmascara su individualidad histórica. La inflación semántica en torno al
fascismo tiene sin duda efectos críticos, pero tiende a ahogar los fenómenos a la vez
complejos y singulares en generalizaciones poco pertinentes, que a su vez no
pueden sino dar lugar a un desarme político.
Para Henry Giroux 3/, por ejemplo, el fascismo neoliberal es una
“formación económico-política específica” que mezcla ortodoxia económica,
militarismo, desprecio por las instituciones y las leyes, supremacismo blanco,
machismo, odio a los intelectuales y amoralismo. Giroux toma prestada del
historiador del fascismo Robert Paxton (2009) la idea de que el fascismo se
apoya en pasiones movilizadoras que
volvemos a encontrar en el fascismo
neoliberal: amor al jefe, hipernacionalismo, fantasmas racistas,
desprecio por lo débil,
lo inferior, lo extranjero, desdén por los derechos y
la dignidad de las personas, violencia hacia los adversarios, etc.
Si bien hallamos todos estos ingredientes en el trumpismo y más
todavía en el bolsonarismo brasileño, ¿acaso no se nos escapa su especificidad
con respecto al fascismo histórico? Paxton admite que “Trump retoma varios
motivos típicamente fascistas”, pero ve en él sobre todo los rasgos más comunes
de una “dictadura plutocrática” 4/.
Porque también existen grandes diferencias con el fascismo: no impone el
partido único ni la prohibición de toda oposición y de toda disidencia, no
moviliza y encuadra a las masas en organizaciones jerárquicas obligatorias, no
establece el corporativismo profesional, no practica liturgias de una religión
laica, no preconiza el ideal del ciudadano
soldado totalmente consagrado al Estado total, etc. (Gentile,
2004).
A este respecto, todo paralelismo con el final
de la década de 1930 en EE UU es engañoso, por mucho que Trump haya hecho suyo
el lema de America first,
el nombre dado por Charles Lindbergh a la organización fundada en octubre de
1940 para promover una política aislacionista frente al intervencionismo de
Roosevelt. Trump no convierte en realidad la ficción escrita por Philip Roth
(2005), quien imaginó que Lindbergh triunfaría sobre Roosevelt en las
elecciones presidenciales de 1940. Ocurre que Trump no es a Clinton o a Obama
lo que fue Lindbergh a Roosevelt y que en este sentido toda analogía es
endeble. Si Trump puja cada vez más en la escalada antiestablishment para halagar a
su clientela electoral, no trata, sin embargo, de suscitar revueltas
antisemitas, contrariamente al Lindbergh de la novela, inspirada directamente
en el ejemplo nazi.
Pero, sobre todo, no estamos
viviendo un momento polanyiano,
como cree Robert Kuttner (2018), caracterizado por la recuperación del control
de los mercados por los poderes fascistas ante los estragos causados por el no
intervencionismo. En cierto sentido ocurre todo lo contrario, y el caso es
bastante más paradójico.
Trump pretende ser el campeón de la racionalidad empresarial, incluso en su
manera de llevar a cabo su política tanto interior como exterior. Vivimos el
momento en que el neoliberalismo segrega desde el interior una forma política
original que combina autoritarismo antidemocrático, nacionalismo económico y
racionalidad capitalista ampliada.
Una crisis profunda de la democracia liberal
Para comprender la mutación actual del
neoliberalismo y evitar confundirla con su fin es preciso tener una concepción
dinámica del mismo. Tres o cuatro decenios de neoliberalización han afectado
profundamente a la propia sociedad, instalando en todos los aspectos de las
relaciones sociales situaciones de rivalidad, de precariedad, de incertidumbre,
de empobrecimiento absoluto y relativo. La generalización de la competencia en
las economías, así como, indirectamente, en el trabajo asalariado, en las leyes
y en las instituciones que enmarcan la actividad económica, ha tenido efectos
destructivos en la condición de las personas asalariadas, que se han sentido
abandonadas y traicionadas. Las defensas colectivas de la sociedad, a su vez,
se han debilitado. Los sindicatos, en particular, han perdido fuerza y
legitimidad.
Los colectivos de trabajo se han descompuesto
a menudo por efecto de una gestión empresarial muy individualizadora. La
participación política ya no tiene sentido ante la ausencia de opciones
alternativas muy diferentes. Por cierto, la socialdemocracia, adherida a la
racionalidad dominante, está en vías de desaparición en un gran número de
países. En suma, el neoliberalismo ha generado lo que Gramsci llamó monstruos mediante
un doble proceso de desafiliación de la comunidad
política y de adhesión a principios etnoidentitarios y
autoritarios, que ponen en tela de juicio el funcionamiento normal de las democracias
liberales. Lo trágico del neoliberalismo
es que, en nombre de la razón suprema del capital, ha atacado los fundamentos
mismos de la vida social, tal como se habían formulado e impuesto en la época
moderna a través de la crítica social e intelectual.
Por decirlo de manera un tanto esquemática, la
puesta en práctica de los principios más elementales de la democracia liberal
comportó rápidamente bastantes más concesiones a las masas que lo que podía
aceptar el liberalismo clásico. Este es el sentido de lo que se llamó justicia social o también democracia social, a las que no cesó de
vituperar precisamente la cohorte de teóricos neoliberales. Al querer convertir
la sociedad en un orden de la
competencia que solo conocería hombres económicos o capitales humanos en lucha unos
contra otros, socavaron las bases mismas de la vida social y política en las
sociedades modernas, especialmente debido a la progresión del resentimiento y
de la cólera que semejante mutación no podía dejar de provocar.
¿Cómo extrañarse entonces ante la respuesta de la masa de perdedores al establecimiento de
este orden competitivo? Al ver degradarse sus condiciones y desaparecer sus
puntos de apoyo y de referencia colectivos, se refugian en la abstención
política o en el voto de protesta, que es ante todo un llamamiento a la
protección contra las amenazas que pesan sobre su vida y su futuro. En pocas
palabras, el neoliberalismo ha engendrado una crisis profunda de la democracia liberal-social, cuya
manifestación más evidente es el fuerte ascenso de los regímenes autoritarios y
de los partidos de extrema derecha, respaldados por una parte amplia de las
clases populares nacionales.
Hemos dejado atrás la época de la posguerra fría, en la que todavía se podía
creer en la extensión mundial del modelo de democracia de mercado.
Asistimos ahora, y de forma acelerada, a un
proceso inverso de salida de la
democracia o de desdemocratización,
por retomar la justa expresión de Wendy Brown. A los periodistas les gusta
mezclar en el vasto marasmo de un populismo antisistema a la extrema derecha y a la izquierda
radical. No ven que la canalización y la explotación de esta cólera y de estos
resentimientos por la extrema derecha dan a luz un nuevo neoliberalismo, aún
más agresivo, aún más militarizado, aún más violento, del que Trump es tanto el
estandarte como la caricatura.
El nuevo neoliberalismo
Lo que aquí llamamos nuevo neoliberalismo es una
versión original de la racionalidad neoliberal en la medida que ha adoptado abiertamente el paradigma de
la guerra contra la población, apoyándose, para legitimarse, en la cólera de
esa misma población e invocando incluso una soberanía popular dirigida contra las élites, contra
la globalización o contra la
Unión Europea , según los casos. En otras palabras, una
variante contemporánea del poder neoliberal ha hecho suya la retórica del
soberanismo y ha adoptado un estilo populista para reforzar y radicalizar el
dominio del capital sobre la
sociedad. En el fondo es como si el neoliberalismo aprovechara la
crisis de la democracia liberal-social que ha provocado y que no cesa de
agravar para imponer mejor la lógica del capital sobre la sociedad.
Esta recuperación de la cólera y de los resentimientos requiere
sin duda, para llevarse a cabo efectivamente, el carisma de un líder capaz de
encarnar la síntesis, antaño improbable, de un nacionalismo económico, una
liberalización de los mecanismos económicos y financieros y una política
sistemáticamente proempresarial. Sin embargo, actualmente todas las formas
nacionales del neoliberalismo experimentan una transformación de conjunto, de
la que el trumpismo nos ofrece la forma casi pura. Esta transformación acentúa
uno de los aspectos genéricos del neoliberalismo, su carácter intrínsecamente
estratégico. Porque no olvidemos que el neoliberalismo no es conservadurismo. Es un paradigma gubernamental cuyo principio
es la guerra contra las estructuras arcaicas y
las fuerzas retrógradas que
se resisten a la expansión de la racionalidad capitalista y, más ampliamente,
la lucha por imponer una lógica normativa a poblaciones que no la quieren.
Para alcanzar sus objetivos, este poder emplea
todos los medios que le resultan necesarios, la propaganda de los medios, la
legitimación por la ciencia económica, el chantaje y la mentira, el
incumplimiento de las promesas, la corrupción sistémica de las élites, etc.
Pero una de sus palancas preferidas es el recurso a las vías de la legalidad, léase de la Constitución, de
manera que cada vez más resulte irreversible el marco en el que deben moverse
todos los actores. Una legalidad
que evidentemente es de geometría variable, siempre más favorable a los
intereses de las clases ricas que a los de las demás. No hace falta recurrir,
al estilo antiguo, a los golpes de Estado militares para poner en práctica los
preceptos de la escuela de Chicago si se puede poner un cerrojo al sistema
político, como en Brasil, mediante un golpe parlamentario y judicial: este
último permitió, por ejemplo, al presidente Temer congelar durante 20 años los
gastos sociales (sobre todo a expensas de la sanidad pública y de la
universidad). En realidad, el brasileño no es un caso aislado, por mucho que
los resortes de la maniobra sean allí más visibles que en otras partes, sobre
todo después de la victoria de Bolsonaro como punto de llegada del proceso. El
fenómeno, más allá de sus variantes nacionales, es general: es en el interior
del marco formal del sistema político representativo donde se establecen
dispositivos antidemocráticos de una temible eficacia corrosiva.
Un gobierno de guerra civil
La lógica neoliberal contiene en sí misma una
declaración de guerra a todas las fuerzas de resistencia a las reformas en todos los estratos de la sociedad. El lenguaje
vigente entre los gobernantes de todos los niveles no engaña: la población
entera ha de sentirse movilizada por la guerra
económica, y las reformas del derecho laboral y de la protección
social se llevan a cabo precisamente para favorecer el enrolamiento universal
en esa guerra. Tanto en el plano simbólico como en el institucional se produce
un cambio desde el momento en que el principio de competitividad adquiere un
carácter casi constitucional. Puesto que estamos en guerra, los principios de
la división de poderes, de los derechos humanos y de la soberanía del pueblo ya
solo tienen un valor relativo. En otras palabras, la democracia liberal-social tiende
progresivamente a vaciarse para pasar a no ser más que la envoltura
jurídico-política de un gobierno de guerra. Quienes se oponen a la
neoliberalización se sitúan fuera del espacio público legítimo, son malos
patriotas, cuando no traidores.
Esta matriz estratégica de las transformaciones económicas y
sociales, muy cercana a un modelo naturalizado de guerra civil, se junta con
otra tradición, ésta más genuinamente militar y policial, que declara la seguridad
nacional la prioridad de todos los objetivos gubernamentales.
El neoliberalismo y el securitarismo de Estado hicieron buenas migas desde muy
temprano. El debilitamiento de las libertades públicas del Estado de derecho y
la extensión concomitante de los poderes policiales se han acentuado con
la guerra contra la delincuencia y
la guerra contra la droga de
la década de 1970. Pero fue sobre todo después de que se declarara la guerra mundial contra el terrorismo,
inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, cuando se produjo el
despliegue de un conjunto de medidas y dispositivos que violan abiertamente las
reglas de protección de las libertades en la democracia liberal, llegando
incluso a incorporar en la ley la vigilancia masiva de la población, la
legalización del encarcelamiento sin juicio o el uso sistemático de la tortura.
Para Bernard E. Harcourt (2018), este modelo
de gobierno, que consiste en “hacer la guerra a toda la ciudadanía”, procede en
línea directa de las estrategias militares contrainsurgentes puestas a punto
por el ejército francés en Indochina y en Argelia, transmitidas a los
especialistas estadounidenses de la lucha anticomunista y practicadas por sus
aliados, especialmente en América Latina o en el sudeste asiático. Hoy, la
“contrarrevolución sin revolución”, como la denomina Harcourt ,
busca reducir por todos los medios a un enemigo interior y exterior
omnipresente, que tiene más bien cara de yihadista, pero que puede adoptar
muchas otras caras (estudiantes, ecologistas, campesinos, jóvenes negros en EE
UU o jóvenes de los suburbios en Francia, y tal vez, sobre todo en estos
momentos, migrantes ilegales, preferentemente musulmanes). Y para llevar a buen
término esta guerra contra el enemigo, conviene que el poder, por un lado,
militarice a la policía y, por otro, acumule una masa de informaciones sobre
toda la población con el fin de conjurar toda rebelión posible. En suma, el
terrorismo de Estado se halla de nuevo en plena progresión, incluso cuando
la amenaza comunista,
que le había servido de justificación durante la Guerra Fría , ha
desaparecido.
La imbricación de estas dos dimensiones, la radicalización de la
estrategia neoliberal y el paradigma militar de la guerra contrainsurgente, a
partir de la misma matriz de guerra civil, constituye actualmente el principal
acelerador de la salida de la democracia. Este enlace solo es posible gracias a
la habilidad con que cierto número de responsables políticos de la derecha,
aunque también de la izquierda, se dedican a canalizar mediante un estilo populista los
resentimientos y el odio hacia los enemigos electivos, prometiendo a las masas
orden y protección a cambio de su adhesión a la política neoliberal
autoritaria.
El neoliberalismo de Macron
Sin embargo, ¿no es exagerado meter todas las
formas de neoliberalismo en el mismo saco de un nuevo neoliberalismo? Existen tensiones
muy fuertes a escala mundial o europea entre lo que hay que calificar de tipos
nacionales diferentes de neoliberalismo. Sin duda no asimilaríamos a Trudeau,
Merkel o Macron con Trump, Erdogan, Orbán, Salvini o Bolsonaro. Unos todavía
permanecen fieles a una forma de competencia comercial supuestamente leal, cuando Trump ha decidido cambiar
las reglas de la competencia, transformando esta última en guerra comercial al
servicio de la grandeza de EE UU (“America is Great Again”); unos invocan
todavía, de palabra, los derechos humanos, la división de poderes, la
tolerancia y la igualdad de derechos de las personas, cuando a los otros todo
esto les trae sin cuidado; unos pretenden mostrar una actitud humana ante los migrantes (algunos
muy hipócritamente), cuando los otros no tienen escrúpulos a la hora de
rechazarlos y repatriarlos. Por tanto, conviene diferenciar el modelo
neoliberal.
El macronismo no es trumpismo, aunque solo
fuera por las historias y las estructuras políticas nacionales en las que se
inscriben. Macron se presentó como el baluarte frente al populismo de extrema
derecha de Marine Le Pen, como su aparente antítesis. Aparente, porque Macron y
Le Pen, si no son personas idénticas, en realidad son perfectamente
complementarias. Uno hace de baluarte cuando la otra acepta ponerse los hábitos
del espantajo, lo que permite al primero presentarse como garante de las
libertades y de los valores humanos. Si es preciso, como ocurre hoy en los
preparativos para las elecciones europeas, Macron se dedica a ensanchar
artificialmente la supuesta diferencia entre los partidarios de la democracia liberal y la democracia iliberal del estilo
de Orbán, para que la gente crea más fácilmente que la Unión Europea se
sitúa como tal en el lado de la democracia liberal.
Sin embargo, tal vez no se haya percibido
suficientemente el estilo populista de Macron, quien ha podido parecer una
simple mascarada por parte de un puro producto de la élite política y
financiera francesa. La denuncia del viejo mundo de los partidos, el rechazo
del sistema, la
evocación ritual del pueblo de
Francia, todo esto era quizá suficientemente superficial, o incluso
grotesco, pero no por ello ha dejado de hacer gala del empleo de un método
característico, precisamente, del nuevo neoliberalismo, el de la recuperación
de la cólera contra el sistema neoliberal. No obstante, el macronismo no tenía
el espacio político para tocar esta música durante mucho tiempo. Pronto se
reveló como lo que era y lo que hacía.
En línea con los gobiernos franceses precedentes, pero de manera
más declarada o menos vergonzante, Macron asocia al nombre de Europa la
violencia económica más cruda y más cínica contra la gente asalariada,
pensionista, funcionaria y la asistida,
así como la violencia policial más sistemática contra las manifestaciones de
oponentes, como se vio, en particular, en Notre-Dame-des-Landes y contra las
personas migrantes. Todas las manifestaciones sindicales o estudiantiles,
incluso las más pacíficas, son reprimidas sistemáticamente por una policía
pertrechada hasta los dientes, cuyas nuevas maniobras y técnicas de fuerza
están pensadas para aterrorizar a quienes se manifiestan e intimidar al resto
de la población.
El caso de Macron está entre los más
interesantes para completar el retrato del nuevo neoliberalismo. Llevando más lejos todavía la
identificación del Estado con la empresa privada, hasta el punto de pretender
hacer de Francia una start-up nation,
no cesa de centralizar el poder en sus manos y llega incluso a promover un
cambio constitucional que convalidará el debilitamiento del Parlamento en
nombre de la eficacia. La diferencia con Sarkozy en este punto
salta a la vista: mientras que este último se explayaba en declaraciones
provocadoras, al tiempo que afectaba un estilo relajado en el ejercicio de su función, Macron
pretende devolver todo su lustre y toda su solemnidad a la función
presidencial. De este modo conjuga un
despotismo de empresa con la subyugación de las instituciones de la democracia
representativa en beneficio exclusivo del poder ejecutivo. Se ha hablado con razón de bonapartismo para caracterizarle,
no solo por la manera en cómo tomó el poder acabando con los viejos partidos gubernamentales,
sino también a causa de su desprecio manifiesto por todos los contrapoderes. La
novedad que ha introducido en esta antigua tradición bonapartista es justamente
una verdadera gobernanza de empresa. El macronismo es un bonapartismo empresarial.
El aspecto autoritario y vertical de su modo de gobierno encaja
perfectamente en el marco de un nuevo neoliberalismo más violento y agresivo, a
imagen y semejanza de la guerra librada contra los enemigos de la seguridad
nacional. ¿Acaso una de las medidas más emblemáticas de Macron no ha sido la
inclusión en la ley ordinaria, en octubre de 2017, de disposiciones excepcionales del estado de
emergencia declarado tras los atentados de noviembre de 2015?
La aplicación de la ley en contra de la
democracia
No cabe descartar que se produzca en Occidente
un momento polanyiano,
es decir, una solución verdaderamente fascista, tanto en el centro como en la
periferia, sobre todo si se produce una nueva crisis de la amplitud de la de
2008. El acceso al poder de la extrema derecha en Italia es un toque de
advertencia suplementario. Mientras tanto, en este momento que prevalece hasta
nueva orden, estamos asistiendo a una
exacerbación del neoliberalismo, que conjuga la mayor libertad del capital con
ataques cada vez más profundos contra la democracia liberal-social, tanto en el
ámbito económico y social como en el terreno judicial y policial. ¿Hay que
contentarse con retomar el tópico crítico de que el estado de excepción se ha
convertido en regla?
Al argumento de origen schmittiano del estado de excepción permanente,
retomado por Giorgio Agamben, que supone una suspensión pura y simple del
Estado de derecho, debemos
oponer los hechos observables: el nuevo gobierno neoliberal se implanta y
cristaliza con la promulgación de medidas de guerra económica y policial. Dado que las crisis sociales, económicas y
políticas son permanentes, corresponde a la legislación establecer las reglas
válidas de forma permanente que permitan a los gobiernos responder a ellas en
todo momento e incluso prevenirlas. De este modo, las crisis y urgencias han
permitido el nacimiento de lo que Harcourt denomina un “nuevo estado de
legalidad”, que legaliza lo que hasta ahora no eran más que medidas de
emergencia o respuestas coyunturales de política económica o social. Más que
con un estado de excepción que opone reglas y excepciones, nos las tenemos que ver con una transformación
progresiva y harto sutil del Estado de derecho, que ha incorporado a su
legislación la situación de doble guerra económica y policial a la que nos han
conducido los gobiernos.
A decir verdad, los gobernantes no están
totalmente desprovistos para legitimar intelectualmente semejante
transformación. La doctrina neoliberal ya había elaborado el principio de esta
concepción del Estado de derecho. Así, Hayek subordinaba explícitamente el
Estado de derecho a la ley:
según él, la ley no
designa cualquier norma, sino exclusivamente el tipo de reglas de conducta que
son aplicables a todas las personas por igual, incluidos los personajes
públicos. Lo que caracteriza propiamente a la ley es, por tanto, la
universalidad formal, que excluye toda forma de excepción. Por consiguiente, el
verdadero Estado de derecho es el Estado de derecho material (materieller Rechtsstaat), que requiere de
la acción del Estado la sumisión a una norma aplicable a todas las personas en
virtud de su carácter formal. No basta con que una acción del Estado esté
autorizada por la legalidad vigente, al margen de la clase de normas de las que
se deriva. En otras palabras, se trata de crear no un sistema de excepción,
sino más bien un sistema de normas que prohíba la excepción. Y dado que
la guerra económica y policial no tiene fin y reclama cada vez más medidas de
coerción, el sistema de leyes que legalizan las medidas de guerra económica y
policial ha de extenderse por fuerza más allá de toda limitación.
Por decirlo de otra manera, ya no hay freno al ejercicio del poder neoliberal por medio de
la ley, en la misma medida que la ley se ha convertido en el instrumento
privilegiado de la lucha del neoliberalismo contra la democracia. El Estado de derecho no está siendo abolido desde fuera, sino destruido desde
dentro para hacer de él un arma de guerra contra la población y al servicio de
los dominantes. El proyecto de ley de Macron sobre la reforma de las pensiones
es, a este respecto, ejemplar: de conformidad con la exigencia de universalidad
formal, su principio es que un euro cotizado otorga exactamente el mismo
derecho a todos, sea cual sea su condición social. En virtud de este principio
está prohibido, por tanto, tener en cuenta la penosidad de las condiciones de
trabajo en el cálculo de la cuantía de la pensión. También
en esta cuestión salta a la vista la diferencia entre Sarkozy y Macron:
mientras que el primero hizo aprobar una ley tras otra sin que les siguieran
sendos decretos de aplicación, el segundo se preocupa mucho de la aplicación de
las leyes.
Ahí se sitúa la diferencia entre reformar y transformar,
tan cara a Macron: la transformación neoliberal de la sociedad requiere la
continuidad de la aplicación en el tiempo y no puede contentarse con los
efectos del anuncio sin más. Además, este modo de proceder comporta una ventaja
inapreciable: una vez aprobada una ley, los gobiernos pueden esquivar su parte de
responsabilidad so pretexto de que se limitan a aplicar la ley. En el fondo, el nuevo neoliberalismo es la continuación
de lo antiguo en clave peor. El marco normativo global que inserta a individuos
e instituciones dentro de una lógica de guerra implacable se refuerza cada vez
más y acaba progresivamente con la capacidad de resistencia, desactivan do lo colectivo. Esta naturaleza antidemocrática
del sistema neoliberal explica en gran parte la espiral sin fin de la crisis y
la aceleración ante nuestros ojos del proceso de desdemocratización, por el
cual la democracia se vacía de su sustancia sin que se suprima formalmente.
Pierre Dardot es filósofo y Christian Laval es sociólogo.
Ambos son coautores, entre otras obras, de La nueva razón del mundo y Común
Traducción: viento sur
Referencias
Gentile, Emilio (2004) Fascismo: historia e interpretación. Madrid :
Alianza.
Harcourt,
Bernard E. (2018) The
Counterrevolution, How Our Government Went to War against its Own Citizens.
Nueva York: Basic Books.
Kuttner,
Robert (2018) Can democracy survive
Global Capitalism? Nueva York/Londres: WW. Norton &
Company.
Paxton, Robert O. (2009) Anatomía del fascismo. Madrid: Capitán
Swing.
Roth, Philip (2005) La conjura contra América. Barcelona:
Mondadori.
Notas:
1/ Prefacio a la traducción en
inglés, publicada por la
editorial Verso , de La
pesadilla que no acaba nunca (Gedisa, 2017), obra publicada
originalmente por La Découverte, París, en 2016.
2/ Éric Fassin, “Le moment
néofasciste du néolibéralisme”, Mediapart,
29 de junio de 2018, https://blogs.mediapart.fr/eric-fassin/blog/290618/le-moment-neofasciste-du-neoliberalisme .
3/ Henry
Giroux, Neoliberal Fascism and the
Echoes of History, https://www.truthdig.com/articles/neoliberal-fascism-and-the-echoes-of-history/ ,
08/09/2018.
4/ Robert O. Paxton, “Le régime de
Trump est une ploutocratie”, Le
Monde, 6 de marzo de 2017.
Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/anatomia-del-nuevo-neoliberalismo
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