Extractivismo y
dialéctica de la dependencia.
26 de agosto de 2017
Nos dice Horacio Machado Araoz en este particular y rico análisis de Ecología Política Latinoamericana:(...)
(...)Ecologismo popular y radicalización de la praxis revolucionaria
“El
cambio supone una subversión gradual de las necesidades existentes, es
decir, un cambio en los mismos individuos, de manera que, en los propios
individuos, su interés por la satisfacción compensatoria ceda ante las
necesidades emancipatorias. (…)) Evidentemente, la satisfacción de estas
necesidades emancipatorias es incompatible con las sociedades
establecidas de estados capitalistas y estados socialistas”. (Herbert
Marcuse, 1979).
“Desde el punto de vista de una formación económico-social superior, la
propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados parecerá
tan absurda como la propiedad privada de un hombre en manos de otro
hombre. Ni siquiera toda una sociedad, una nación o, es más, todas las
sociedades contemporáneas reunidas, son propietarias de la tierra. Sólo
son sus poseedoras, sus usufructuarias, y deben legarla mejorada, como
boni patres familias, a las generaciones venideras”. (Karl Marx, 1867).
Las
gravosas e insoslayables consecuencias económicas, políticas y
culturales del extractivismo sobre nuestras sociedades, es lo que desde
un amplio y diverso conjunto de actores (no sólo intelectuales,
investigadores, sino movimientos sociales, pueblos originarios,
comunidades campesinas, organizaciones sociales de base comunitaria,
colectivos asamblearios nucleados en torno al ecologismo popular) hemos
venido tan insistente como infructuosamente planteando al interior de
estos procesos políticos en nuestra región.
Nuestras luchas contra el
extractivismo no procuraban “hacerle el juego a la derecha”, ni
erosionar la base de sustentabilidad económica y política de los
gobiernos progresistas, sino al contrario. En todo caso, buscaron
siempre mantener claridad en el sentido y el rumbo de la práctica
revolucionaria.
El oficialismo de izquierda, en particular los “intelectuales orgánicos” que se abroquelaron acríticamente detrás de una defensa impermeable de esos gobiernos, hoy en su ocaso, desconsideraron absolutamente esas advertencias. Por negligencia o conveniencia, con soberbia y/o necedad, ignoraron sistemáticamente los planteos provenientes de los movimientos del ecologismo popular; muchas veces con mala fe, los asimilaron a los planteos del ambientalismo nórdico. Desde la oficialidad del poder, se apropiaron del nuevo lenguaje emancipatorio arduamente construido desde las luchas: el Buen Vivir o Sumaj Kawsay, Plurinacionalidad, Derechos de la Naturaleza, Bienes Comunes, Socialismo del Siglo XXI. Lo usaron, sin embargo, como una nueva retórica para solapar el viejo imaginario (colonial y políticamente perimido) del desarrollismo “nacional y popular”, centrado en un “Estado fuerte” que “controla al mercado” y comanda el proceso de “crecimiento con inclusión social y redistribución de la riqueza”. Lo que nació como expresión de un nuevo paradigma civilizatorio radicalmente post-capitalista, descolonial, despatriarcal y ecologista, fue sencillamente banalizado y vaciado de contenido.
Hasta hoy en día, esa izquierda oficialista sigue mostrándose
completamente ciega ante el extractivismo y su dialéctica de la
dependencia. No sólo no entienden la relevancia, gravedad y urgencia de
la problemática ecológica, sino que tampoco entienden, al parecer, que
el extractivismo no es sólo un problema regional, sino global; no es
sólo “ambiental”, sino civilizatorio. Como muestra dolorosamente la
coyuntura crítica de la sociedad venezolana (la de América Latina toda,
pero también la dramática situación del planeta en general), el problema
del extractivismo no es “sólo” la cuestión de la devastación ecológica
de ciertos territorios, sino, en el fondo, la cuestión de raíz de la
depredación capitalista del mundo de la vida como tal.
La lección histórica que nos deja este amargo fin de ciclo, es que, de una vez por todas, deberíamos ya definitivamente desafiliarnos de la religión colonial del “progreso”, despejar de nuestro imaginario la ilusión fetichista de que sería posible desacoplar el engranaje de la producción (capitalista de riqueza) del de la devastación (de las fuentes y formas de Vida). Pues, en plena Era del Capitaloceno, en la que nos hallamos, está a la vista que ambos mecanismos forman parte inseparable del mismo “molino satánico”. El aprendizaje histórico que deberíamos ser capaces de hacer de la frustrada experiencia del “ciclo progresista” es que el (neo)desarrollismo de ninguna manera es una alternativa válida para nuestros pueblos; lejos de ser una vía siquiera ‘transitoria’ hacia el “socialismos del Siglo XXI”, fue un atajo que nos hundió aún más en las condiciones estructurales de subalternidad y súper-explotación propias de nuestra posición colonial-periférico-dependiente dentro del capitalismo global.
No
se trata de una cuestión de “reforma” o “revolución”. No es que los
cambios “iban bien”, pero que faltó “seguir avanzando” en la misma
dirección. Se trata de tomar nota de que la política de “crecimiento con
inclusión social” no sólo no alcanza como horizonte político de cambio
social revolucionario, sino que en realidad es una política
completamente errada e históricamente perimida, si a lo que aspiramos es
a un verdadero proceso de emancipación social. Un programa político
basado en la pretensión de la satisfacción (así sea “para todos y
todas”) de las necesidades existentes, es como tal un programa
reaccionario, que inhibe de raíz la posibilidad de imaginar y avanzar en
la dirección de los cambios que precisamos realizar.
El sistema
justamente nos constituye como sujetos-sujetados a su reproducción a
partir de la estructuración misma de las necesidades (y la colonización
de los deseos): las necesidades existentes son, en realidad, las que el
sistema necesita para su reproducción; son, por tanto, un aspecto clave
de lo que precisamos cambiar.
Los
movimientos del ecologismo popular hemos venido señalando ese punto
ciego de los gobiernos progresistas. Las políticas de “crecimiento con
inclusión social” no sólo son funcionales a la reproducción del sistema,
sino que además se basan en la quimérica creencia de que, dentro del
capitalismo, sería posible “incluir a todos los excluidos”, o peor, de
que “incluyendo a los excluidos” se va transformando el sistema… El
programa de la “inclusión social” no sólo es inviable socialmente (pues
el capitalismo es por definición un régimen oligárquico de apropiación y
usufructo diferencial de las energías vitales, donde “la pobreza de la
mayoría, a pesar de lo mucho que trabajan” sólo va a engordar “la
riqueza de una minoría, riqueza que no cesa de crecer aunque haga ya
muchísimo tiempo que hayan dejado de trabajar”), sino también
ecológicamente: hay taxativos límites biológicos y físicos dentro del
Sistema Tierra que hacen inviable un horizonte de “crecimiento
infinito”.
El ecologismo, así, (el ecologismo popular, que nada tiene que ver con el conservacionismo, el maltusianismo, la economía verde ni cualesquiera de las distintas expresiones del eco-capitalismo tecnocrático) lejos de constituir un programa social ‘reaccionario’ o ‘funcional a la derecha’, expresa en realidad un nuevo umbral del pensamiento crítico y las energías utópicas. La irrupción de los movimientos del ecologismo popular en la escena política del siglo XXI está dando cuenta de la necesidad de una profunda renovación y radicalización del contenido y el sentido de la práctica revolucionaria; acorde a las necesidades de nuestro tiempo. Porque en nuestro tiempo, está claro que no se trata de “incluir” sino de “transformar”.
Los movimientos del ecologismo popular hemos venido señalando ese punto ciego de los gobiernos progresistas. Las políticas de “crecimiento con inclusión social” no sólo son funcionales a la reproducción del sistema, sino que además se basan en la quimérica creencia de que, dentro del capitalismo, sería posible “incluir a todos los excluidos”, o peor, de que “incluyendo a los excluidos” se va transformando el sistema… El programa de la “inclusión social” no sólo es inviable socialmente (pues el capitalismo es por definición un régimen oligárquico de apropiación y usufructo diferencial de las energías vitales, donde “la pobreza de la mayoría, a pesar de lo mucho que trabajan” sólo va a engordar “la riqueza de una minoría, riqueza que no cesa de crecer aunque haga ya muchísimo tiempo que hayan dejado de trabajar”), sino también ecológicamente: hay taxativos límites biológicos y físicos dentro del Sistema Tierra que hacen inviable un horizonte de “crecimiento infinito”.
Si a mediados del siglo XIX podría haber sido todavía comprensible, la ceguera ante la crucial cuestión ecológica de fuerzas sociales que se dicen revolucionarias, anti-capitalistas, resulta, en el siglo XXI, lisa y llanamente inadmisible. La crisis ecológica, las desigualdades e injusticias socioambientales, los impactos tóxicos y destructivos del industrialismo, el urbanocentrismo, el patrón energético moderno, la producción a gran escala y el consumismo (no sólo sobre los ecosistemas, sino sobre la condición humana), no pueden no estar en la agenda de un programa que se proponga seriamente la construcción del socialismo del siglo XXI. Como lo dijera el comandante Chávez, la construcción del socialismo es, en este siglo, “razón de vida”.
El ecologismo, así, (el ecologismo popular, que nada tiene que ver con el conservacionismo, el maltusianismo, la economía verde ni cualesquiera de las distintas expresiones del eco-capitalismo tecnocrático) lejos de constituir un programa social ‘reaccionario’ o ‘funcional a la derecha’, expresa en realidad un nuevo umbral del pensamiento crítico y las energías utópicas.
La irrupción de los movimientos del ecologismo popular en la escena política del siglo XXI está dando cuenta de la necesidad de una profunda renovación y radicalización del contenido y el sentido de la práctica revolucionaria; acorde a las necesidades de nuestro tiempo. Porque en nuestro tiempo, está claro que no se trata de “incluir” sino de “transformar”.
Hay que tomar seriamente -en términos políticos y epistémicos- que estamos viviendo los momentos extremos de la Era del Capitaloceno (Altvater, 2014; Moore, 2003), una era signada por las huellas prácticamente irreversibles que la destructividad intrínseca del capitalismo ha impreso sobre la Biósfera, la Madre Tierra. Justamente por ello, el sentido de la acción política y el cambio social que como especie, como comunidad biológica, asumamos, signará decisivamente nuestras posibilidades de sobrevivencia, o no. Ese es el escenario en el que nos hallamos.
No se trata de ‘catastrofismo’, sino del más crudo realismo. Como lo advierte Donna Haraway (2016), el Capitaloceno no es una “nueva” era geológica, otro horizonte espacio-temporal de larga duración; al contrario, el Capitaloceno designa un “evento límite”, es decir, un momento de la historia de la Tierra cuyos presupuestos y condiciones ecológicas y políticas lo hacen inviable: o se transforman esos presupuestos, o se extingue.
La cuestión ecológica, tal como es planteada por el ecologismo popular, es así crucial para la sobrevivencia de la especie. Por eso mismo, nos empuja a atrevernos a pensar el fin del capitalismo, a recuperar y renovar formas y modos de vida no-capitalistas. Nos incita a pensar la revolución no apenas como ‘cambio de políticas/políticas redistributivas’, ‘cambio de gobierno’ o ‘toma del Estado’, sino como un radical y profundo cambio civilizatorio. Es decir, el escenario del Capitaloceno, la posibilidad cierta de un colapso terminal de las condiciones ambientales que hacen posible la vida humana en el planeta como consecuencia de la huella ecológica provocada por el capitalismo, nos desafía a pensar el cambio revolucionario completamente en otra escala; una escala espacio-temporal mucho más amplia que la que hasta ahora se ha considerado.
Necesitamos pensar la revolución como un cambio de Era Geológica. Si el Capitaloceno es un momento crítico, donde la vida (al menos en su forma humana) está expuesta a la extinción, si designa el tiempo geológico en el que el capitalismo ha trastornado hasta tal punto los flujos elementales del sistema Tierra casi al extremo de volverla in-habitable, hacer la revolución en el presente, significa realizar todas las transformaciones que sean necesarias a fin de restituir las condiciones de habitabilidad del planeta; volver a hacer de la Tierra, nuestro Oikos/Hogar, el lugar apto para la (re)producción de nuestra vida como comunidad biológica.
Si la idea de un socialismo del Siglo XXI es algo más que un mero eslogan político, y lo consideramos, en términos realistas y concretos como un nuevo horizonte político, un nuevo modo histórico de (re)producción social de la vida, y un nuevo régimen de relaciones sociales, esa noción de “socialismo del siglo XXI” nos lleva a pensar la revolución como una profunda migración civilizatoria que nos saque de la era insostenible del Capitaloceno. El ecologismo popular -los sujetos y movimientos sociales que lo encarnan- se toma seriamente este desafío; piensan/pensamos la revolución como cambio sociometabólico, como una radical transición socioecológica hacia un absolutamente nuevo modo de producción social (de la vida), que supone y requiere no apenas “oponernos al neoliberalismo” sino deconstruir de raíz las formas elementales del capital.
En este punto, hallamos la convergencia fundamental entre el chavismo y el ecologismo popular. Si algo precisamos rescatar y recuperar del movimiento bolivariano, si en algo reside su originalidad, su pertinencia histórica y su potencia revolucionaria, es en la centralidad que se le ha querido dar a las comunas como nuevas bases ecobiopolíticas y unidades de producción de la vida social. Eso que ha sido su gran aporte histórico, ha sido también -hoy lo podemos ver con claridad- su límite y su contradicción: construir el socialismo comunal ha quedado sólo como una expresión de deseos. El chavismo en el gobierno siguió el camino de la “siembra del petróleo”, en lugar del sendero alter-civilizatorio de la comunalización. Lejos de favorecer la germinación del poder popular, esa siembra de petróleo lo intoxicó y lo fue asfixiando cada vez más.
En las horas aciagas que corren, sería de gran utilidad volver y juntar fuerzas en torno a ese proyecto político que fue truncado. “Comuna o nada” es un lema que resume el legado perenne del comandante Chávez y es también un principio elemental clave para orientar el cambio revolucionario, la transición socioecológica hacia una nueva era Civilizatoria y Geológica.
Comunalizar es el verbo donde convergen el chavismo y el ecologismo popular como fuerzas sociales revolucionarias; es lo que tenemos en común, como horizonte guía y aspiración transformadora. Comunalizar es, por supuesto, des-mercantilizar, pero también des-estatalizar: el Estado no es lo opuesto del Mercado, sino la contracara jurídico-política del capital. Avanzar hacia un socialismo comunal no implica un “Estado comunal”, sino la deconstrucción radical de la lógica racional-burocrática, centralizada y vertical de ejercicio del poder y gestión de la vida colectiva. Comunalizar es democratizar y descentralizar los procesos de producción de la vida; implica sembrar poder y capacidades autogestionarias, construir autonomía social desde las bases, tanto en las esferas de la vida doméstica, como de la vida pública. Comunalizar es des-privatizar y desmercantilizar las relaciones sociales, los imaginarios, los cuerpos y los territorios. No basta con suprimir la propiedad privada de “los medios de producción”; tenemos que suprimirla de la faz de la tierra; hacer que llegue el día en el que “la propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados” sea un absurdo inaceptable.
Así, radicalizar la revolución es comunalizar la Madre Tierra; es diseñar, construir y asumir como forma de vida, un nuevo metabolismo social que la reconozca, la considere y la trate como lo que en realidad es: base imprescindible y fuente de Vida en Común.
Producir un radical giro sociometabólico que parta del respeto y el cuidado radical de la Madre Tierra, supone salirnos de los engranajes del productivismo y el consumismo que hacen girar “el molino satánico” de la acumulación como fin-en-sí-mismo; supone también corrernos del industrialismo, del urbanocentrismo y el fetichismo tecnológico que nos hace creer que el “desarrollo de las fuerzas productivas” es una línea evolutiva universal y que para cualquier problema social y/o ecológico siempre bastará y será posible hallar una solución tecnológica. Ese cambio sociometabólico no implica “aumentar los salarios” sino des-salarizar el trabajo; no “redistribuir el ingreso”, sino redefinir radicalmente el sentido social de la riqueza, esta vez, en función de los valores de uso y de la sustentabilidad de la vida y no de la valorización abstracta y la super-producción de mercancías.
En fin, procurar ese giro sociometabólico involucra, en última instancia, des-mercantilizar las emociones, vale decir, buscar, sentir y vivir la felicidad en las relaciones, y no en las cosas. En lugar de la expansión (incluso ‘igualitaria’) de los ‘bienes de consumo’, el nuevo horizonte utópico que se vislumbra desde esta perspectiva pasa más bien por un escenario donde “el hombre socializado, los productores libremente asociados, regulen racionalmente su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de energías y en las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana” (Marx, 1981: 1045).
Claro, somos conscientes de que el giro sociometabólico del que hablamos como medio y proceso revolucionario, constituye un desafío ideológico, existencial y emocional no apenas para la derecha, sino también para amplios sectores que se consideran de “izquierda”; claramente es así para la izquierda oficialista. Todavía estos sectores siguen anclados en el socialismo (realmente in-existente) del siglo pasado: concibiendo la revolución como “desarrollo de las fuerzas productivas”, creyendo que el imperativo de la liberación pasa por “industrializarnos”, “crear puestos de trabajo”, “aumentar salarios”, construir más carreteras” y “ampliar las políticas sociales”.
Esos sectores, esa izquierda no percibe aún “los límites de la civilización industrial” (Lander, 1996); no puede ver más allá del muro mental de la colonialidad progresista. Justamente, no pueden ver que más allá de esos muros, hay mucha comunalidad viviente; personas, organizaciones, comunidades enteras que no demandan más asfalto ni quieren “progresar”, que no sueñan con “salir de shopping” ni luchan por el aumento de su “poder adquisitivo”… Sujetos colectivos que, por el contrario, se hallan movilizados por la defensa de sus territorios, congregados por los desafíos de la gestión autonómica de la vida en común, por la producción de la soberanía alimentaria, por la justicia hídrica, la democratización y sostenibilidad energética.
Esos sujetos -tenemos la esperanza y la convicción- son quienes que están conjugando en sus luchas, el verbo de la revolución, del socialismo del siglo XXI… Al comunalizar los bienes, los nutrientes y las energías, los saberes, los sabores y las semillas, estos sujetos están emprendiendo el camino de la gran migración civilizatoria que nos saque del Capitaloceno y nos lleve a la Tierra de un nuevo y auténtico Antropoceno: la Era Geológica del Hombre Nuevo.
Bibliografía:
Acosta, Alberto (2009). “La maldición de la abundancia”, CEP, Ed. Abya
Yala, Quito.
Altvater, Elmar (2014). “El Capital y el Capitaloceno”. En “Mundo Siglo
XXI”, revista del CIECAS-IPN, N° 33, Vol. IX.
Haraway, Donna (2016). “Antropoceno, Capitaloceno, Plantacionoceno,
Chthuluceno: generando relaciones de parentesco”. Revista
Latinoamericana de Estudios Criticos Animales, Año III, Vol. I.
Lander, Edgardo (1996). “El límite de la civilización industrial.
Perspectivas latinoamericanas en torno al posdesarrollo”. FACES,
Universidad Central de Venezuela, Caracas.
Marcuse, Herbert [1979] (1993). “La ecología y la crítica de la sociedad
moderna”. Revista Ecología Política N° 5. Icaria, Barcelona.
Marini, Ruy Mauro (1974). “Subdesarrollo y revolución”. Ediciones Era,
México.
Marx,
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Moore, Jason (2003). “Capitalism as World-Ecology: Braudel and Marx on
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Organization & Environment 16/4 (December).
Pérez
Alfonzo, Juan Pablo [1979] (2009). “Hundiéndonos en el excremento del
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Polany, Karl [1949] (2003). “La Gran Transformación. Los orígenes
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México.
Santos, Milton (1996). “De la totalidad al lugar”. Tau, Barcelona.
Svmpa, Maristella (2013). “Consenso de los commodities y lenguajes de
valoración en América Latina”. Revista Nueva Sociedad N° 244.
Terán
Mantovani, Emiliano (2014). “La crisis del capitalismo rentístico y el
neoliberalismo mutante”. Documento de Trabajo N° 5, CELARG, Caracas.
1[1]
Decimos “mal llamado y peor entendido” porque generalmente se ha
empleado el concepto de extractivismo para referir a un sector, un tipo
de actividades y/o una fase de los procesos económicos; a lo sumo, se lo
ha usado para caracterizar a economías específicas (locales, nacionales
o regionales) basadas en la sobre-explotación exportadora de materias
primas. Eso es ver apenas una parte del fenómeno, lo que es lo mismo que
no entender el problema como tal, que, a nuestro juicio, tiene que ver
con la dinámica geometabólica del capitalismo como economía-mundo.
2[1] Cita extraída de Emiliano Terán Mantovani, “La crisis
del capitalismo rentístico y el neoliberalismo mutante”. Documento de
Trabajo N° 5, CELARG, Caracas: 2014.
3[1] Esa expresión remite a una nota publicada por Arturo
Uslar Pietri en el periódico “Ahora” en 1936 y que, desde entonces, se
ha convertido en una pieza emblemática de una visión
nacional-desarrollista basada en la idea de invertir la efímera renta
petrolera en la gestación de otros sectores productivos más sostenibles.
Un fragmento de dicha nota dice: “Urge aprovechar la riqueza transitoria
de la actual economía destructiva para crear las bases sanas y amplias y
coordinadas de esa futura economía progresiva que será nuestra verdadera
acta de independencia. Es menester sacar la mayor renta de las minas
para invertirla totalmente en ayudas, facilidades y estímulos a la
agricultura, la cría y las industrias nacionales. Que en lugar de ser el
petróleo una maldición que haya de convertirnos en un pueblo parásito e
inútil, sea la afortunada coyuntura que permita con su súbita riqueza
acelerar y fortificar la evolución productora del pueblo venezolano en
condiciones excepcionales.” (Arturo Uslar Pietri, “Sembrar el petróleo”,
14 de julio de 1936). Al día de hoy, el lema de PDVSA y el título del
Boletín oficial es “Siembra petrolera…. Cosechando Patria”.
4[1] Las exportaciones petroleras venezolanas pasaron del 65
% en 1998 al 96 % en el año 2014.
Para bajar en pdf para imprimir haga click aqui: extraxtivismo
y dependencia (328)
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