Extractivismo y
dialéctica de la dependencia.
26 de agosto de 2017
Nos dice Horacio Machado Araoz en este particular y
rico análisis de Ecología Política Latinoamericana:
Sencillamente, porque el extractivismo no es una
característica pasajera de una economía nacional, sino que da cuenta de
una función geometabólica del capital, fundamental e imprescindible para
el sostenimiento continuo y sistemático de la acumulación a escala
global.
“Extractivismo” no se circunscribe a las economías
primario-exportadoras, sino que refiere a esa matriz de relacionamiento
histórico estructural que el capitalismo como sistema-mundo ha urdido
desde sus orígenes entre las economías imperiales y “sus” colonias; se
trata de ese vínculo ecológico-geográfico, orgánico, que “une”
asimétricamente las geografías de la pura y mera extracción/expolio, con
las geografías donde se concentra la disposición y el destino final de
las riquezas naturales. La apropiación desigual del mundo, la
concentración del poder de control y disposición de las energías
vitales, primarias (Tierra/materia) y sociales (Cuerpos/trabajo), en
manos de una minoría, a costa del despojo de vastas mayorías de pueblos,
culturas y clases sociales, eso es lo que el extractivismo asegura y
hace posible.
En
definitiva, este fenómeno da cuenta de la dimensión ecológica del
imperialismo, como factor fundamental y condición de posibilidad
material del sostenimiento del sistema capitalista global. La economía
imperial del capital ha precisado -como condición histórico-material de
posibilidad- la constitución de regímenes extractivistas para poder
afianzarse y expandirse hegemónicamente como sistema-mundo. Nuestro
continente “nació” (fue, en realidad, violentamente incrustado al
naciente sistema-mundo) como producto de un zarpazo colonial que nos
constituyó, desde fines del siglo XV hasta la fecha, como una economía
minera, zona de sacrificio. Desde entonces, nuestras sociedades se
con-formaron bajo el formato de regímenes extractivistas, más aún
incluso, a partir de las “guerras de independencia” y la constitución de
nuestros países como “estados nacionales”.
Así,
el extractivismo en América Latina no significa apenas un tipo de
“explotación de los recursos naturales”, sino que da cuenta de todo un
patrón de poder que estructura, organiza y regula la vida social en su
conjunto en torno a la apropiación y explotación oligárquica (por tanto,
estructuralmente violenta) de la Naturaleza toda, (incluida, esa forma
especialmente compleja y frágil de la Naturaleza que son los cuerpos
humanos vivientes). El
extractivismo en nuestra región es la perenne marca de origen de nuestra
condición colonial, que no se ha borrado sino que se ha afianzado,
durante nuestra etapa ‘post-colonial’. El extractivismo ha
permeado nuestra cultura, ha moldeado nuestra institucionalidad, nuestra
territorialidad e ‘idiosincrasia nacional’; ha dejado su huella
indeleble en la estructura de clases, en las desigualdades racistas y
sexistas; en fin, en la naturaleza de los regímenes políticos, el tipo
de estructura de relaciones de poder y sus modalidades de ejercicio y
reproducción. En una palabra, los regímenes extractivistas son, ni más
ni menos, que la base estructural de las formaciones geo-sociales
(Santos, 1996) propias del capitalismo colonial-periférico-dependiente;
expresan la modalidad específica que el capitalismo adquiere en la
periferia.
Por
eso, en todo caso, la profundización, ampliación o intensificación del
extractivismo, es la profundización, ampliación e intensificación de
nuestra condición periférico-dependiente, colonial, dentro del
capitalismo mundial. El extractivismo funciona como dispositivo clave de
reproducción de nuestra integración subordinada al sistema-mundo; está
en el meollo mismo de la dialéctica de la dependencia. Esto significa
que, en nuestras sociedades, la expansión del crecimiento económico va
insoslayablemente aparejado a la profundización de la dependencia y a la
intensificación de los mecanismos estructurales de expropiación. La
razón progresista ha sido ciega a este elemental (y viejo) problema
constitutivo de nuestras formaciones sociales.
Aparentemente, a juzgar por sus políticas y por su retórica, el
progresismo creyó posible “salir del neoliberalismo” y “luchar contra el
imperialismo” profundizando la matriz extractivista y acelerando al
extremo la exportación de materia y energía. Entendiendo el
“post-neoliberalismo” como políticas de “inclusión social” (vía
programas masivos de asistencia social, incremento de los presupuestos
de la infraestructura y prestaciones estatales de servicios básicos,
incentivos al mercado interno para dinamizar el crecimiento del consumo
interno, del empleo, los salarios y la demanda agregada en general) los
gobiernos progresistas materializaron el pasaje del Consenso de
Washington al Consenso de Beijing o “consenso de las commodities”
(Svampa, 2013). Sus políticas “revolucionarias” fueron -en el fondo- no
otra cosa que un momentáneo retorno a políticas neokeynesianas. La renta
extractivista que financió las “políticas de inclusión” (al consumo de
mercado) operaron en realidad una nueva oleada de apropiación y despojo
de tierras, agua y energía, extranjerización y re-primarización del
aparato productivo, mayor penetración y concentración del poder
(económico, político e institucional) en manos de grandes empresas
transnacionales; en suma, expansión de las fronteras materiales y
simbólicas del capital hacia cada vez más amplias y profundas esferas de
la vida social.
La “inclusión social” fue, de hecho, inclusión como consumidores; “tener derechos” pasó a significar -para amplias mayorías- ser beneficiario de ciertos programas sociales y tener acceso a cierta cuota de consumo en el mercado. La “redistribución del ingreso” no afectó las desigualdades sociales básicas ni alteró la estructura de clases; los gobiernos progresistas, en verdad, ni hablaron de “lucha de clases” o superación de una sociedad de clases: su objetivo manifiesto fue la “ampliación de las clases medias”. A la par del consumo social compensatorio para las anchas bases de la pirámide social, se expandió el consumo exclusivo de las élites y el consumismo mimético de las clases medias.
Por
supuesto, esto no significó desmercantilizar nada, en ningún sentido,
sino, al contrario, abrir paso a una inédita intensificación y
ampliación de horizonte de la mercantilización, tanto a nivel de las
prácticas sociales objetivadas, como a nivel de las subjetividades y
sensibilidades, incluso en el imaginario social de los sectores
populares. En definitiva,
en este sentido fundamental, los gobiernos progresistas no marcaron una
“etapa post-neoliberal”, sino que fueron la prolongación y
profundización del neoliberalismo por otros medios. Todo eso, financiado
por la exportación creciente de materias primas; por la profundización
del extractivismo.
Así,
nuestro crecimiento “a tasas chinas” fue funcional a la revitalización
de la dinámica de acumulación global. Cada carga de nuestras
exportaciones alimentó la locomotora capitalista mundial con gravosos
subsidios ecológicos extraídos de nuestros territorios/cuerpos. Cada
punto de incremento en la demanda mundial (china) de nuestras materias
primas dio mayor impulso a la ola de despojo, devastación de ecosistemas
y mercantilización de bienes comunes y cuerpos humanos. Cada nueva obra
pública, cada incremento en la “inversión” en carreteras,
hidroeléctricas, puertos, hidrovías y cuanta infraestructura pública se
hizo para “mejorar la conectividad regional” y la “integración
latinoamericana” significó, sí, más empleo, más consumo popular, pero
también, mayor apropiación de plusvalía por parte de grandes
transnacionales, aumento del poder económico y político de la clase
capitalista mundial y de los segmentos de las burguesías internas; en
fin, intensificación y profundización de las economías de enclave:
fragmentación territorial de los ecosistemas, debilitamiento de los
entramados productivos endógenos, pérdida de sustentabilidad y autonomía
económica, tecnológica, financiera y, al contrario, profundización de
nuestra inserción estructuralmente subordinada y dependiente.
Mientras las pudieron sostener, las políticas expansivas del ciclo
progresista mejoraron, sí, a corto plazo, las condiciones inmediatas de
vida de los sectores populares; eso está fuera de discusión.
El punto es
que esas mismas políticas intensificaron nuestra posición y condición de
subalternidad en el marco de la geopolítica imperial del capital. Ese
crecimiento profundizó la subsunción geometabólica de nuestros
territorios/cuerpos a la trituradora del “molino satánico” global.
De
eso hablamos cuando hablamos del extractivismo como dispositivo clave de
la dialéctica de la dependencia. Por eso mismo, el imperialismo es,
principal y fundamentalmente, imperialismo ecológico: no se trata de un
poder de dominación externo, sino que es intrínseco y constitutivo a
nuestras formaciones sociales; está en las bases mismas de la matriz
socioterritoral, la estructura de clases y de poder de las sociedades
capitalistas periféricas. Los regímenes extractivistas son así, la cara
interna del imperialismo (ecológico) del capital.
(...)
Bibliografía:
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Terán
Mantovani, Emiliano (2014). “La crisis del capitalismo rentístico y el
neoliberalismo mutante”. Documento de Trabajo N° 5, CELARG, Caracas.
1[1]
Decimos “mal llamado y peor entendido” porque generalmente se ha
empleado el concepto de extractivismo para referir a un sector, un tipo
de actividades y/o una fase de los procesos económicos; a lo sumo, se lo
ha usado para caracterizar a economías específicas (locales, nacionales
o regionales) basadas en la sobre-explotación exportadora de materias
primas. Eso es ver apenas una parte del fenómeno, lo que es lo mismo que
no entender el problema como tal, que, a nuestro juicio, tiene que ver
con la dinámica geometabólica del capitalismo como economía-mundo.
2[1] Cita extraída de Emiliano Terán Mantovani, “La crisis
del capitalismo rentístico y el neoliberalismo mutante”. Documento de
Trabajo N° 5, CELARG, Caracas: 2014.
3[1] Esa expresión remite a una nota publicada por Arturo
Uslar Pietri en el periódico “Ahora” en 1936 y que, desde entonces, se
ha convertido en una pieza emblemática de una visión
nacional-desarrollista basada en la idea de invertir la efímera renta
petrolera en la gestación de otros sectores productivos más sostenibles.
Un fragmento de dicha nota dice: “Urge aprovechar la riqueza transitoria
de la actual economía destructiva para crear las bases sanas y amplias y
coordinadas de esa futura economía progresiva que será nuestra verdadera
acta de independencia. Es menester sacar la mayor renta de las minas
para invertirla totalmente en ayudas, facilidades y estímulos a la
agricultura, la cría y las industrias nacionales. Que en lugar de ser el
petróleo una maldición que haya de convertirnos en un pueblo parásito e
inútil, sea la afortunada coyuntura que permita con su súbita riqueza
acelerar y fortificar la evolución productora del pueblo venezolano en
condiciones excepcionales.” (Arturo Uslar Pietri, “Sembrar el petróleo”,
14 de julio de 1936). Al día de hoy, el lema de PDVSA y el título del
Boletín oficial es “Siembra petrolera…. Cosechando Patria”.
4[1] Las exportaciones petroleras venezolanas pasaron del 65
% en 1998 al 96 % en el año 2014.
Para bajar en pdf para imprimir haga click aqui: extraxtivismo
y dependencia (328)
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